Entre Este y Oeste

Anne Applebaum

Fragmento

Introducción a la edición de 2023

Introducción a la edición de 2023

Entre Este y Oeste se publicó por primera vez en 1994, y muy pronto empezó a parecer desfasado. El libro describe un viaje que hice desde Kaliningrado hasta Odesa —del Báltico al mar Negro a través de las tierras fronterizas de Europa— en el otoño de 1991, con algunas escenas añadidas de otros viajes realizados en 1992. Muy poco tiempo después, los lugares que había visitado se sumieron en una época de cambios convulsos que afectarían profundamente a todas las personas que había conocido.

Las repúblicas de Lituania, Bielorrusia, Ucrania y Moldavia, que durante mi viaje todavía formaban parte de la Unión Soviética, se convirtieron en estados independientes. Las antiguas instituciones —el Partido Comunista, las granjas colectivas— desaparecieron o se transformaron hasta quedar irreconocibles. Surgieron nuevos políticos que sustituyeron a los viejos y que, a su vez, también serían reemplazados. Y lo que es más importante aún: el extraño estado de animación suspendida que descubrí a principios de la década de 1990 —la sensación de que el imperio soviético había desaparecido, pero nada había llegado todavía a reemplazarlo— se vio bruscamente revertido por la llegada de la cultura global, la encarnizada lucha política y la revolucionaria agitación económica. Los tortuosos debates en torno a la historia y la identidad que tan importantes parecían en 1991 o 1992 también empezaron a descubrirse irrelevantes en la medida en que los nuevos estados de la región emprendían trayectorias muy distintas.

Sin embargo, por más que mis descripciones de Lviv o Úzhgorod no resultaran de mucha utilidad para los analistas que intentaban comprender la situación de la región cinco años después, ahora, cuando han transcurrido más de treinta, han adquirido un nuevo tipo de relevancia, no en el ámbito del periodismo sino en el de la historia. Yo misma me he dado cuenta tardíamente de que en este momento leer Entre Este y Oeste es reencontrarse con un mundo que ya no existe.

Actualmente la aislada aldea de Bieniakonie, donde conocí a un hombre que hablaba en verso, tiene su propio sitio web; pero cuando me presenté por allí en 1991, la gente se detenía en la calle para mirarme. En Chernovtsi conocí a una pareja de profesores de inglés de la universidad que no había visto nunca antes a ningún ciudadano estadounidense. Cuando estuve en Lviv no tenía forma de llamar a mi familia: en efecto, no había teléfonos móviles, y las líneas fijas apenas funcionaban. Cuando viajé en coche por los Cárpatos en compañía de un par de húngaros gruñones, no vimos un solo restaurante, una sola tienda ni un solo hotel. Aunque no nos encontrábamos lejos de la frontera, no teníamos la sensación de estar cerca de «Europa», ni de que «Occidente» fuera algo más que un constructo mitológico. Aquel aislamiento, y la consiguiente desolación, eran el resultado de décadas de guerra, limpieza étnica y gobierno totalitario.

Treinta años después, el aislamiento se ha disipado. Sin embargo, pese a haber experimentado un proceso de transición que ha triunfado en algunos lugares y fracasado casi por completo en otros, el impacto de aquellas múltiples tragedias todavía puede sentirse en todo el territorio. Resultó que no era posible empezar de cero en 1991. La historia no se desvaneció sin más. Muchos habitantes de la región se quedaron perplejos ante la desintegración de la Unión Soviética, y, lejos de sentirse revitalizados por el fin del comunismo, lo que vino después los confundió y enfureció. No sentían el menor apego por los nuevos estados en los que de repente les había tocado vivir ni la menor responsabilidad hacia sus nuevos gobiernos. Desde luego, no sentían ninguna conexión especial con sus nuevos conciudadanos, y en ello se parecían a la mayoría de los habitantes de muchas de las demás repúblicas postsoviéticas. Los rusos no mostraban lealtad alguna hacia su «nuevo» país ni hacia sus nuevos compatriotas. De hecho, muchos de ellos albergaron un profundo resentimiento y enfado hacia el «imperio perdido».

Pero sin lealtad y sin un sentimiento nacional, fue difícil al principio que la democracia funcionara, por no hablar del Estado de derecho. Las personas que finalmente llegaron a liderar la Ucrania independiente en los primeros momentos fueron incapaces de consolidar las instituciones del país; al contrario, se dedicaron a consolidar sus propias fortunas. Pude observar los inicios de ese proceso en Lviv, donde conocí a una mujer canadiense, ucraniana emigrada, que intentó renovar un hotel pero fracasó debido a que su socio ucraniano la estafó. Su historia, que se describe en este libro, parece ahora un presagio de lo que estaba por venir.

A escala nacional, toda una sucesión de líderes —que culminarían en el presidente Víktor Yanukóvich— saquearon el Estado ucraniano, desmantelaron el ejército, evisceraron la burocracia y destruyeron tanto el sector público como el privado mientras acrecentaban su propia riqueza personal. Pero tras la invasión rusa de 2014 la sociedad civil ucraniana por fin se movilizó, lo que resultó en dos líderes sucesivos dedicados a la causa de la soberanía ucraniana, Petró Poroshenko y Volodímir Zelenski. Como ya saben los lectores, la feroz y patriótica defensa de los valores liberales de Zelenski hizo que su país se uniera para resistir la invasión rusa de 2022, e inspiró al resto del mundo para que colaborase en el conflicto. Ucrania ha completado así una extraordinaria transformación, y se ha convertido en un país muy diferente al que era en 1991.

En Bielorrusia, los intelectuales nacionalistas que conocí en Minsk resultaron ser una pequeña minoría. Nunca tuvieron el apoyo para transformar su país en una democracia moderna, y ni siquiera para darle la confianza necesaria para llevar a cabo sus propias políticas. En su lugar, Aleksandr Lukashenko, un fascista a la antigua usanza, asumió el mando de los servicios de seguridad, la única rama operativa del Estado, y estableció una nueva dictadura que responde ante Moscú. Un naciente movimiento civil desafió a Lukashenko en 2020, pero este lo aplastó con una extraordinaria brutalidad: arrestos masivos, torturas y asesinatos. En Moldavia, quienes querían acercar el país a Europa se sintieron frustrados por el conflicto constante en la provincia secesionista de Transnistria —un lugar extraño en 1991, como tuve ocasión de descubrir, y aún más extraño en la actualidad—, que todavía hoy sigue siendo una zona caracterizada por la anarquía y el tráfico de armas. Allí la política sigue estando marcada por una profunda división entre las fuerzas prorrusas, apoyadas por el Estado ruso, y un movimiento prooccidental a favor de la democracia cuyo fin es unirse a la Unión Europea.

De los estados que describí en su momento, solo de Lituania puede decirse que ha logrado alcanzar cierto grado de estabilidad. Gracias al tremendo impulso en favor de la independencia, y gracias a los recuerdos de un pasado precomunista que no se había extinguido del todo, Lituania, junto con los otros dos países bálticos, se esforzó en cumplir los cri

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