1
Se negaba a pensar que podría estar muerta.
De pie a un costado de las vías, la silueta del tren que se acercaba a toda velocidad se adivinaba borrosa tras una laguna de neblina. El entorno era devastador. Las calles de la ciudad, que yacían sumergidas en escombros, decoraban un deprimente paisaje de posguerra. El cielo permanecía cubierto por densas nubes de plomo y un manto de lluvia azotaba con fuerza.
Estaba empapado por completo, de pie sobre un charco de agua bajo la incesante lluvia. No le importaba refugiarse del aguacero. Su mirada permanecía inmutable en la locomotora que se aproximaba a la estación. Como cada mañana desde hacía varios días, aguardaba con la fe intacta su llegada, siempre en el mismo lugar. De pronto, el rugido del tren no lo dejó escuchar ni sus propios pensamientos.
La multitud llenó la estación con rapidez y se le hacía difícil buscarla. Movía la cabeza, ansioso, tratando de divisar su cara, cuando de pronto alguien tocó su hombro. Se volteó y la vio sonriendo, con lágrimas de emoción. Su rostro era tan bello como lo recordaba. Su mirada contemplativa y piadosa llenó su corazón de paz. De inmediato se fundieron en un fuerte abrazo que pausó el tiempo y el ruido a su alrededor. Pasaron varios segundos hasta que por fin la oyó decir algo.
—¡Enrique! —exclamó. Se separó por un momento para acariciar con cariño su mejilla con el dorso de su mano.
—¡Qué bueno que estás bien! —dijo, conmovido, al tiempo que volvían a abrazarse.
—¡Enrique! —repitió, tomándolo por los hombros y mirando con atención su cara. De pronto cayó en la cuenta. ¿Enrique? Ella no lo conocía por ese nombre. ¿Por qué lo llamaba así?
—¿Enrique? —El escenario se oscureció por completo y la cara de la mujer se desvaneció ante sus ojos.
* * *
—¿Podemos terminar con esto? —carraspeó Heini, sobresaltado.
Se acomodó en el sillón al tiempo que volvía del trance en que estaba sumido. Trató de contener la rabia que le causaban las visiones, cada vez más comunes. Ya no quería seguir ahí. No había dejado de mirar el reloj de pared colgado sobre el estante repleto de libros. Sus deseos de abandonar el lugar eran palpables. Frotaba los dedos contra la palma de sus manos, tratando de secar sin éxito la humedad que producía su nerviosismo. De vez en cuando empuñaba la mano derecha con fuerza, como un reflejo involuntario. Cada tictac del reloj resonaba en su cabeza con mayor fuerza que el anterior.
El doctor Schwartz, casi recostado en su sillón, al frente de Heini, no había cambiado de postura en toda la sesión. Le respondió con una sonrisa simulada, hizo una breve pausa y trató de calmarlo inclinándose hacia adelante y llenando con agua el vaso que se encontraba encima de la mesa de centro que los separaba.
—Tome —dijo, empujando el vaso hasta la orilla de la mesa—. Ya queda poco, Enrique. Entiendo que es difícil para usted, pero es importante que hagamos esto. —El problema era que Heini no quería continuar con la conversación. Estaba alterado e inquieto. La visión del tren invadía sus pensamientos con frecuencia, sacándolo de la realidad.
Cerró los ojos con fuerza, batallando contra lo que su mente le indicaba. Respiró hondo y volvió a abrirlos para aceptar seguir con la sesión. En el instante en que tomó el vaso con agua y lo acercó a su boca, el citófono de la consulta sonó con estrépito, rompiendo el silencio y la tensión. Heini se sobresaltó, como solía sucederle cuando escuchaba timbres y sonidos similares. Derramó casi toda el agua sobre la mesa y sobre el piso de madera.
Era la secretaria. Llamaba para advertir que el siguiente paciente estaba en la sala de espera hacía diez minutos y que ya era hora de que pasara.
—No se preocupe —declaró el doctor Schwartz colgando el citófono, con la misma sonrisa fingida que había esbozado antes, sin mostrar los dientes—. Dígame algo, y con esto terminamos por hoy... —inquirió mirando a Heini a los ojos—. ¿Usted cree que su estado de salud mental tiene alguna relación con lo sufrido durante su juventud?
La pregunta terminó por exasperarlo, se levantó dando un respingo y clavó su mirada en los ojos del doctor. A gritos le contestó:
—¿Cómo se le ocurre preguntarme eso? ¡Nunca logré recuperarme de mis nervios! —vociferó, aún más exaltado, con el rostro enrojecido y transpirando. Las palabras brotaban de su garganta sin apenas darle tiempo para pensar—. ¡Es obvio que destruyó mi vida!
Desconcertado, el doctor no terminaba de entender la gravedad de su pregunta ni por qué Heini era incapaz de hablar sobre su pasado. Todavía ignoraba los detalles concretos acerca de los acontecimientos que había sufrido su paciente. Habían conseguido algo de progreso en las pocas sesiones que llevaban y el doctor Schwartz había ajustado sus expectativas a ese avance, pero lo que parecía una pregunta inofensiva caló en lo más profundo de aquel hombre que ahora caminaba con paso decidido hacia la salida. Abrió la puerta que separaba el despacho de la sala de espera y abandonó el lugar dando un fuerte portazo.
2
Apenas pudo conciliar el sueño aquella noche. Los nervios por el cambio a la escuela secundaria lo mantuvieron en vela durante horas. No dejaba de pensar en lo difícil que sería hacer nuevos amigos y adaptarse. La misión se volvía el doble de complicada por no dominar el checo. Ni hablar de cursar matemáticas o historia en un idioma que no fuera el alemán, su lengua materna. Si bien Heini se había mudado hacía más de seis años de Berlín a Brno, estaba acostumbrado a hablar con su familia en alemán.
Preparó su ropa la noche anterior y la acomodó sobre su escritorio en medio de lápices, revistas, juguetes y otros cachivaches que se amontonaban en cualquier espacio disponible en medio del desorden de su habitación. Las paredes estaban tapadas de afiches de futbolistas checos, unos superpuestos sobre otros. Destacaban varios de Oldřich Nejedlý, la figura de la selección de Checoslovaquia en los últimos años, quien pocos meses atrás había sufrido la rotura de una pierna en la derrota contra Brasil en los cuartos de final del Mundial de Francia. Ese partido se conoció como la «batalla de Burdeos» por la brutalidad de las faltas que se cometieron. En el Mundial anterior, que se jugó en Italia en 1934, Nejedlý lideró a la selección checa, que obtuvo el segundo lugar tras perder la final contra el anfitrión por dos a uno. Tal como aquella noche, Heini solía estar hasta altas horas mirando a los jugadores que descansaban en los muros de su cuarto, repasando historias pasadas y soñando ser como ellos.
A la mañana siguiente lo despertó el repiqueteo de la lluvia en la ventana de su habitación. No sintió el despertador y su abuela no estaba en casa. Se levantó de golpe, incorporándose de un brinco, se vistió deprisa y salió corriendo para tomar el tranvía que lo dejaba cerca de la escuela, ubicada en la calle Hybesova, lejos de su casa. La clase ya había comenzado cuando Heini entró al salón. Era evidente que había salido apurado, pues llevaba un lado de la camisa fuera del pantalón y la chaqueta descuadrada. La ropa le quedaba algo holgada, pues Heini era más bajo que el promedio de los niños de su edad y a su madre le costaba encontrar ropa de su talla. A pesar de su estatura, tenía algo encantador en su rostro. Ya fuera por sus ojos azules profundos y tiernos o por su sonrisa traviesa, Heini sabía cautivar para salir de apuros. Sin embargo, aquella no fue la ocasión.
—Tú debes ser Heinz —comentó el profesor—. Mi nombre es Julius Morgenstern.
La primera impresión que tuvo de su profesor fue terrorífica. Una frente prominente, el rostro arrugado y el ceño fruncido, como si estuviera enojado por defecto. Parecía tener más de setenta años.
—Llega tarde al primer día —le reprochó con un gesto de desaprobación.
—Disculpe, señor, no escuché mi...
—Siéntese allá, al fondo —ordenó, apuntando al asiento vacío e ignorando las excusas—. Y arregle su cabello en el camino.
Abochornado y con el rostro ruborizado, Heini se dirigió a su nuevo puesto peinándose con la mano ante las miradas y risas tímidas de sus nuevos compañeros. No tuvo tiempo ni de mirarse al espejo en la mañana y no había reparado en que su cabello era un desastre. Incluso al llegar al lugar donde le indicó el profesor Morgenstern lo escuchó refunfuñar.
—Vaya viejo gruñón —susurró a su compañero de puesto al dejar su mochila y sentarse—. ¿Siempre es así?
—Ni te imaginas —respondió entre risas—. Fue profesor de mi hermano durante varios años y todavía tiembla cuando lo ve. Pero no te preocupes, te acostumbrarás.
Aquel chico habría de convertirse en su primer amigo. Un niño de cabello castaño y rostro redondo que le llevaba a Heini más de una cabeza de ventaja y lo doblaba en tamaño de cintura. Tenía un aspecto intimidante y parecía el típico niño problemático de la escuela, tanto que Heini sospechó de su mala suerte al ser asignado por el profesor Morgenstern como su compañero de banco, pero por dentro escondía un alma sensible y bondadosa. Desde el primer instante le dio la bienvenida. Se mostró educado, cortés y muy empático. Con el tiempo, Heini supo que su nuevo amigo tenía la misma fama que él le adjudicó con solo mirarlo aquel primer día. Sus compañeros lo marcaban como matón y torpe a sus espaldas. Nada más lejano de la realidad, pues si bien no destacaba por ser muy inteligente ni aplicado en los estudios, sus intenciones eran amables y era un defensor de los que quería.
Heini había salido tan apurado de su casa que olvidó sus lápices. Tal fue su sorpresa que soltó un chillido. Tuvo que sufrir otro reproche del profesor y, otra vez, las risas de sus compañeros.
—Eso te va a costar caro —musitó su compañero de banco—. El profesor Morgenstern no olvida. De seguro te pone un sobrenombre. Por cierto, mi nombre es Oskar —le extendió su ancha mano con una auténtica sonrisa.
—Me llamo Heinz, pero todos me dicen Heini.
—Encajarás bien aquí. Luego te presentaré al resto —comentó Oskar bajando la voz y apuntando a una pareja de estudiantes a unos metros de distancia, quienes lo saludaron con una sonrisa y haciendo un gesto con la mano en silencio—. Él es Erich. Es un buen tipo, pero un poco plomo cuando quiere. Es hijo único, muy mimado. ¡Y vaya que tiene cabeza solo para los estudios! No se despega de sus cuadernos. Parece que encontró a su alma gemela esta mañana —exclamó soltando una risotada gangosa—. Jiri, el que está sentado a su lado, es aún más estudioso. Él también se incorporó hoy a la escuela, pero yo lo había visto varias veces. Nuestros papás se conocen desde hace años porque se encuentran en la sinagoga. —Jiri era el más alto de la clase, incluso más que Oskar, aunque, a diferencia de él, era un tipo flaco como palo.
—¡Silencio! —los recriminó el profesor Morgenstern. Heini sospechaba que ya no había vuelta atrás con la mala impresión que había causado en él. No obstante, aquel primer día fue mejor de lo esperado, pues conoció a quienes serían sus amigos más cercanos en los próximos años.
Su abuela, la Oma Pavla, no opinó lo mismo. Cuando llegó a casa y le contó que se atrasó y que olvidó sus lápices, lo regañó como casi nunca lo hacía. Heini no recordaba más de una o dos ocasiones en que su abuela se hubiera molestado así desde que vivían juntos, ni siquiera cuando quebró una de sus ventanas jugando fútbol a los pocos meses de vivir con ella. Más que las cosas materiales, a la Oma Pavla le preocupaba que no cumpliera con sus obligaciones académicas como era debido.
—Esto no pasaría si tus padres estuviesen aquí —soltó.
Heini tomaba con respeto y obediencia los descargos de su abuela, pero se aprovechaba con frecuencia del continuo placer que ella intentaba ocultar por el hecho de que su único nieto hubiera elegido ir a vivir con ella.
Las siguientes semanas fueron entretenidas. También fueron mejores en términos académicos, aunque el profesor Morgenstern, quien tenía esa costumbre de estereotipar a sus alumnos, nunca dejó de etiquetarlo como desordenado e incluso liante. Esto significaba un problema para Heini, porque aun siendo un muchacho hábil e inteligente, era desordenado y muy disperso, y esa superficial calificación que ya había recibido en otras ocasiones lo frustraba y le generaba inseguridad.
En adelante, la Oma Pavla se preocuparía con rigurosidad de que saliera a tiempo de su casa y con todos los materiales necesarios. Heini ya tenía catorce años en aquel otoño de 1938 y no estaba muy contento por tener a alguien tan encima, pero su abuela siempre tuvo la manía de controlarlo todo.
Siguió compartiendo con Oskar y sus amigos, Erich y Jiri. Con este último congenió de inmediato y formaron una cercana amistad. Como le había adelantado Oskar, Jiri le contó que también era nuevo en la escuela. Si bien, a diferencia de Heini, él era checo de nacimiento, había estudiado en otra escuela primaria. Los unía el hecho de ser recién llegados y casi no se separaron durante los siguientes años. Jiri era un niño completo: no solo era estudioso, sino muy inteligente y al mismo tiempo era gracioso, carismático y agradecido. Su madre y la Oma Pavla solían comentar que Jiri era muy maduro para su edad. «No lo conocen en su faceta revoltosa», pensaba Heini. Los cuatro amigos pasaban l