Soldado por circunstancia

Guillermo Parvex

Fragmento

Nota del autor

Nota del autor

Es necesario advertir al lector que se adentrará en una novela histórica, es decir, en una obra en la que todos los personajes, fechas, lugares y acciones son reales, salvo unos pocos casos.

Estas excepciones hacen la diferencia con una historia novelada, en la cual el autor crea eventos, motivaciones y personajes.

La presente novela histórica es fruto, al igual que mis anteriores obras de este género, de una profunda investigación, similar a la empleada en mi primera etapa como escritor, en la que me concentré de manera exclusiva en la crónica histórica, con títulos como Un veterano de tres guerras; 1978, el año que marchamos a la guerra; Servicio secreto chileno en la Guerra del Pacífico; ¿Quién asesinó a Manuel Rodríguez?; El rey del salitre que derrotó a Balmaceda o la Tormentosa historia limítrofe entre Chile y Argentina.

Incursioné en la novela histórica con la trilogía sobre la invasión chilena al Gulumapu y hoy tengo el agrado de entregarles el cuarto título de este género, sobre la Guerra del Pacífico.

Para no confundir al lector, es importante explicar que el protagonista, Benjamín Valdés, y su familia son los únicos personajes ficticios, introducidos en una trama que responde a la realidad, con personajes verdaderos y cuyas actuaciones concuerdan en fechas y lugares con los archivos históricos.

Los invito a conocer este tramo de la Guerra del Pacífico que transcurre desde poco antes del inicio del conflicto hasta la toma del Morro de Arica, relatado por un profesor, movilizado como sargento, que nos entrega su visión, a veces crítica, de lo vivido en campaña.

VIGÉSIMO ANIVERSARIO

Benjamín Valdés, no sin cierta dificultad, descargó un viejo baúl desde una estrecha buhardilla de su casa. Es el jueves 7 de junio de 1900, un día muy especial y, por ello, no impartirá su clase de gramática y literatura en la Escuela de Preceptores de Santiago, donde se desempeña como docente hace casi tres décadas.

Al mediodía se realizará una ceremonia para conmemorar los veinte años de la toma del Morro de Arica. Él no quiere estar ausente y, por esa razón, revisa con detalle el cofre de madera donde conserva sus recuerdos más preciados. Escarbando entre numerosos objetos, aparece un antiguo reloj de bolsillo, con su esfera quebrada, cuyas agujas marcan las ocho con diez minutos. Al verlo se queda paralizado por un instante, para luego seguir buscando hasta encontrar una medalla, que siempre ha conservado con gran celo.

—¿Estás seguro de que quieres ir a esa ceremonia? —le pregunta Margarita, su mujer, consciente de que por casi dos décadas su esposo ha evitado en lo posible referirse a la guerra. Y cuando era inevitable, lo hacía de manera escueta, pero casi sin excepción terminaba muy emocionado.

—Sí, mujer. Creo que me hará bien ver a algunos camaradas y hacer recuerdos con ellos. Puede ser una manera de sacarme el dolor que esta guerra me provocó.

—Por eso mismo es que lo digo. Yo no sé si estar allí será mejor o peor para ti. ¡Cuántas veces tus hijos te han preguntado por esa campaña y tú siempre les respondes que prefieres no recordar!

—Siento que ya estoy preparado —respondió Benjamín con convicción.

Margarita, con quien había contraído matrimonio en 1878, justo un año antes de que él se marchara al norte, se le acercó con dulzura y le prendió en su impecable traje gris la medalla de plata denominada «Campaña de Tacna y Arica», con una pequeña leyenda que señalaba «Del 14 de febrero de 1879 al 7 de junio de 1880». Esta condecoración, que Benjamín había mantenido oculta largo tiempo, había sido otorgada por el gobierno a todos quienes combatieron desde el desembarco de Antofagasta hasta la toma del Morro de Arica.

Luego, la mujer sacó desde un ropero de tres cuerpos el sombrero bombín que Valdés utilizaba los domingos. Con una escobilla lo comenzó a peinar para dejarlo lustroso.

El maestro la seguía en sus movimientos y la encontraba tan linda como siempre. Era menuda, de ensortijado cabello castaño y unos bellos ojos color miel. Recordó el momento en que la conoció en un carnaval de estudiantes en la primavera de 1877. Él tenía veintisiete años y ya era profesor. Ella diecisiete y recién había entrado a estudiar a la Escuela Femenina de Preceptoras de Santiago.

Margarita era de San Fernando y vivía con unos tíos en la capital. Fue un amor a primera vista y luego de un breve romance, Benjamín viajó al campo de sus padres a pedir su mano. Se casaron en el verano de 1878, en una pequeña capilla del fundo San José, donde su suegro era administrador. Volvieron a la capital y, conforme a los reglamentos de la escuela, por el hecho de estar casada, ella tuvo que abandonar sus estudios.

—Te ves muy apuesto y solo espero que vuelvas satisfecho, reconfortado, pero por ningún motivo melancólico, ya que cada vez que te pones en ese estado, me duele —señaló la mujer, que se empinaba en los cuarenta años.

El veterano de guerra se dio una mirada en el ya opaco espejo del ropero. Al ver su medalla prendida al costado izquierdo de la chaqueta de su traje, se dio cuenta de que era la primera vez que la lucía, ya que rehusó asistir a la ceremonia de recepción.

Se encaminó hacia el zaguán de la casa, la misma de la que había salido hace más de veintiún años para enrolarse en un regimiento.

Justo cuando abría la puerta de la mampara, ingresó Matilde, su hija mayor, a la que Valdés no vio nacer, pues estaba en la guerra. Matilde era el orgullo de su padre, ya que había seguido sus pasos y se hallaba terminando su carrera de preceptora en el establecimiento de las Monjas del Sagrado Corazón, en la calle de La Maestranza.

—¡Qué elegante se ve, papá! Hace tiempo que no lo veía endomingado en día de semana —exclamó la muchacha, recibiendo por respuesta una sonrisa y una breve explicación de a dónde iba.

—Espero que tus hijos te alcancen a ver cuando regreses —intervino Margarita, haciendo referencia a Benjamín y Ricardo, que tenían quince y trece años, respectivamente, y estudiaban humanidades en el Colegio de los Sagrados Corazones de la Alameda, becados por sus buenas calificaciones.

Pese a que estaba por cumplir los cincuenta años, Benjamín Valdés aparentaba menos edad, gracias a su aspecto juvenil y energía. Salió de la casa de siempre, en la aún llamada calle del Cequión al llegar a Recoleta, aunque desde hacía una década su nombre oficial era avenida Andrés Bello.

De lunes a viernes, partía poco antes de las siete de la mañana y caminaba hasta el Mercado Central, donde abordaba un tranvía de sangre que lo dejaba en la Alameda de las Delicias y allí subía a otro tranvía, también tractado por caballos, que lo llevaba hasta la Estación Central de Trenes. Luego continuaba a pie por Matucana hasta un costado de la Quinta Normal, donde se ubicaba la Escuela Normal de Preceptores. Se desempeñaba como maestro de Gramática y Literatura desde su egreso de ese mismo plantel en 1871. Aunque la paga era modesta, daba mucho prestigio pertenecer a aquella institución fundada en 1842 por Manuel Bulnes, la segunda de su tipo en América, la primera de ellas creada en 1839 en Estados Unidos.

Como se sentía nostálgico y disponía del tiempo necesario, decidió irse caminando hasta el lugar de la ceremonia, en la Alameda al llegar a Ejército Libertador.

En el camino dudaba de la conveniencia de participar en ese acto patriótico anunciado desde el 1 de junio, en el primer número de El Mercurio de Santiago, llamando a participar en la conmemoración a todos los veteranos, en especial a aquellos que habían combatido en la toma del morro.

Por momentos pensaba que no tenía motivos para asistir ni ser parte del evento, considerando el trauma que le había dejado esa guerra, sumado a que el Estado de Chile le iba pagando con meses de atraso su mísera pensión de veterano. Pero luego cambiaba de opinión y consideraba el encuentro un homenaje a quienes lo habían dado todo por la patria. Desde esa perspectiva, lo tomaba casi como un homenaje a sí mismo.

Mientras avanzaba, los vecinos del barrio La Chimba lo saludaban con respeto al ver que lucía su medalla de excombatiente. Él respondía quitándose el sombrero y agradeciendo con una sonrisa. Su satisfacción fue en aumento cuando, ya lejos de su casa, por la calle Puente, personas desconocidas de todas las condiciones y edades lo seguían saludando con igual gesto de admiración. Esta actitud de los transeúntes hizo que sus recuerdos de la guerra, congelados por veinte años, afloraran con lentitud, sin esforzarse por reprimirlos. Por el contrario, por primera vez tras su retorno de los campos de batalla, se sintió orgulloso de haber formado parte de esa gesta que dio tantas glorias a Chile. Valdés comenzó a abrir su mente para sumergirse en recuerdos que había mantenido guardados con celo bajo siete llaves.

Cruzaba la Plaza de Armas cuando un hombre algo menor que él se le acercó y al ver su medalla, lo saludó:

—Buenos días. Soy el cabo Andrés Correa, serví en el Segundo de Línea.

—Sargento Benjamín Valdés, del Cuarto de Línea —respondió, orgulloso, el profesor.

—Mi compadre Ramón Burgos era cabo primero en la segunda compañía del primer batallón de su regimiento y murió en la toma del morro... ¿Estuvo usted ahí? —preguntó Correa.

—Sí. Allí estuve esa mañana de hace justo veinte años —respondió Valdés con una sonrisa.

—¿Conoció al cabo Burgos? —insistió el hombre.

—No puedo decir que fuimos amigos, pero claro que lo conocí, pues yo formaba en la primera compañía del mismo batallón y lo recuerdo. Él era, si la memoria no me traiciona, farolero de la Compañía de Gas antes de alistarse.

—Así es. Yo era capataz en un campo en Rungue y allí lo conocí y nos hicimos muy amigos. Fue el padrino de mi hijo mayor. Después me vine a la capital y entré a trabajar a la Compañía de Gas de Santiago que pertenecía a don José Tomás Urmeneta y sus dos yernos. Eran muy buenos patrones y eso me dio la confianza para hablar con don José Tomás y pedirle que le diera empleo a mi compadre, que andaba mal de plata. Lo contrataron y quedó a cargo de encender y apagar los faroles a gas de ocho manzanas del centro... hasta que comenzó la guerra.

A Benjamín le molestó un poco la locuacidad de su acompañante, pero rápidamente logró zafarse de él cuando se acercó un hombre de baja estatura y traje muy raído que también lucía una condecoración en la solapa.

—¿Mi sargento Valdés? Qué gusto de verlo después de tantos años. Yo soy el soldado Juan Cabrera y era de su misma escuadra.

—Por supuesto... te recuerdo a la perfección. Eras harto desordenado, andabas todo el día contando chistes y me hiciste rabiar bien a menudo —le respondió Benjamín fundiéndose en un abrazo muy afectuoso con su antiguo subalterno.

—Usted era muy fiero, pero muy buena persona, mi sargento. Nunca se me ha olvidado que me escribía las cartas para mi viejita que yo le dictaba y después me leía en voz alta las que ella me enviaba. En ese entonces yo no sabía leer ni escribir... bueno, y todavía no aprendo —dijo el exsoldado con un poco de vergüenza.

El parlanchín Andrés Correa comenzó a hablar con Cabrera, preguntándole por el fallecido cabo Burgos y relatando la misma historia que instantes antes había contado a Benjamín, que se sintió liberado de este hombre, que, sin parecer una mala persona, era muy apabullante. Dejó que ambos caminaran delante de él por la estrecha vereda de la calle Ahumada, rezagándose un par de metros, lo que le dio la oportunidad de seguir disfrutando del saludo de anónimos transeúntes.

Un hombre joven y muy elegante, que caminaba en sentido contrario acompañado de un niño de unos ocho años, le hizo una venia y le extendió la mano, dándole un cálido saludo.

—¿Nos conocemos? —preguntó Benjamín.

—No, señor. Lo saludo porque usted merece el agradecimiento de los ciudadanos. Yo no combatí porque tenía trece años cuando se inició el conflicto, pero sí lo hizo mi hermano mayor, que cayó en la batalla de Chorrillos —contó emocionado y, dirigiéndose a su hijo, le dijo:

—Dele la mano a este señor, un héroe igual que tu fallecido tío Manuel. El niño, con natural timidez, estrechó la mano de Benjamín, quien se sintió emocionado y tuvo que frenar las lágrimas, mientras agradecía con voz entrecortada.

Siguió su caminata y extrajo su reloj de bolsillo. Viendo que faltaba algo más de una hora y media para la ceremonia, ralentizó el ritmo y observando el entorno divisó un pequeño café en la calle Moneda, a pocos pasos de Ahumada. Tomó asiento y pidió un té con leche.

A los pocos minutos volvió el mozo y puso sobre la mesa la humeante taza, además de un plato de picarones con chancaca.

—Yo solo pedí el té —aclaró sorprendido Benjamín. El dependiente, con mucha amabilidad, le respondió que era una atención de la casa por ser un veterano de la guerra y en una fecha muy significativa para los chilenos.

El profesor Valdés pensó que había pasado veinte años casi desapercibido y ahora era saludado por decenas de personas, de quienes recibía inesperadas atenciones. Es verdad que ese era un día especial en el que la mayoría de los ciudadanos había sido sensibilizada por las alegorías patrióticas publicadas por la prensa. Era un buen, aunque tardío, reconocimiento a aquellos hombres que tanto entregaron en beneficio del país. Pero también, concluyó, en parte eran responsabilidad suya estas dos décadas de olvido, porque él nunca quiso recordar sus campañas en el norte, ni siquiera con su mujer e hijos.

Miraba su taza de té y se distrajo mientras lo revolvía. Observó el movimiento concéntrico del líquido espumoso y comenzó a sumergirse en sus recuerdos.

AL CUARTO DE LÍNEA

Seguía revolviendo la taza de té con leche, mirando fijo el remolino de líquido que formaba el lento movimiento. Como hipnotizado, sus recuerdos comenzaron a acudir con extraordinaria nitidez.

Vio con claridad cuando en la tarde del domingo 16 de febrero de 1879 entró al pequeño almacén de provisiones que había a media cuadra de su casa. Don Pepe, su dueño, se hallaba enfrascado en una conversación con dos clientes. Así se enteró de que hacía dos días Chile había ocupado Antofagasta, luego de que Bolivia violara los tratados de 1866 y 1874.

Después de intercambiar opiniones durante unos minutos sobre las implicancias que ello podría tener, regresó a su casa con el pan para la once y conversó este tema con su mujer.

—No sé qué irá a suceder, pero esto puede significar que entremos en una guerra con Bolivia y, de seguro, con sus aliados peruanos. Es cierto que se pudo ocupar sin oposición Antofagasta, pero creo que nuestro país no está en condiciones de enfrentar un conflicto. Tengo la idea de que se nos vienen tiempos muy difíciles —afirmó mientras merendaban.

Los siguientes dos días de vacaciones que le quedaban antes de retornar a su trabajo se levantó temprano y caminó hasta una librería de calle El Puente, para adquirir el diario El Ferrocarril, donde se enteraría de las negociaciones diplomáticas con agentes peruanos que buscaban que Chile se retirara del puerto recién ocupado. Le impresionó un comentario del director del periódico, Juan Pablo Urzúa, quien señaló que cada día tomaba mayor cuerpo la existencia de un pacto militar entre Bolivia y Perú, ya que eso era lo único que podía explicar la beligerancia y soberbia bolivianas.

Su buen nivel cultural le permitía avizorar que se estaba ante una situación en extremo delicada y que lo ocurrido hasta el momento era apenas el comienzo.

El profesor Valdés, como miles de chilenos, había servido en la Guardia Nacional, un símil de reserva del Ejército de Línea consagrado en la Constitución de 1833, que contemplaba la obligación de servir en estas milicias una vez por semana a todo hombre entre los quince y cincuenta años. Él perteneció a los cívicos, como se les denominaba, entre 1865 y 1871, año en el que había sido exceptuado cuando se recibió de preceptor.

—Seguro me llamarán a acuartelarme, como lo harán con la mayoría de los cívicos, ya que el actual Ejército de Línea es mínimo y no supera los dos mil quinientos hombres —le comentó a su mujer mientras almorzaban. Margarita saltó como un resorte, alegando que no debía hacerlo, tomando en consideración que ella ya estaba en su sexto mes de embarazo.

—No te preocupes, mujer. No correré a enlistarme como un voluntario. Pero si me llaman, tengo la obligación de reconocer cuartel. No es mi ánimo ser parte de esta posible guerra, pero si me convocan, no podré evitarlo, con el dolor de mi alma.

Al día siguiente de esta incómoda conversación con su mujer, comenzaban las actividades académicas en la Escuela Normal. Como siempre, Valdés llegó muy puntual y se extrañó cuando un asistente le informó que el señor Marín, director del establecimiento, lo esperaba en su despacho.

Benjamín se apersonó ante el director, que estaba sentado tras un enorme escritorio atestado de papeles. Marín se puso de inmediato de pie y saludó con efusividad al profesor.

—¡Mi estimado profesor Valdés! Siempre con tu porte imponente, elegante y con facha de seductor. Por fortuna aquí no hay alumnas, ya que de lo contrario todas andarían loquillas por ti —le dijo, al tiempo que lo invitaba a tomar asiento.

Luego de preguntarle cómo había pasado sus días de descanso en el receso académico de verano, sacó a colación el tema del conflicto con Bolivia, generándose un breve diálogo, ya que Benjamín estaba muy bien informado.

—Esto pinta para mal y no creo que este año podamos realizar nuestras actividades con normalidad —señaló el director.

—Lo mismo pienso yo. Esto no se acaba con la ocupación de Antofagasta, ya que cada vez se rumorea con más fuerza que Bolivia y Perú tienen desde hace años un pacto militar secreto, y lo más probable es que entremos en guerra con los dos países.

—Veo que estás muy al corriente respecto a esto... Ahora vayamos a lo desagradable. No quisiera ser yo el mensajero de esta mala nueva...

—¿Prescindirá de mis servicios como preceptor? —lo interrumpió Valdés.

—Jamás lo haría. Sabes bien la estima que te tengo, tanto por tu corrección como por la excelencia con que impartes tus cátedras —se apresuró a aclarar Marín.

—¿Entonces cuál es la mala nueva? —preguntó Valdés con evidente preocupación.

—Igual como lo han hecho con otras instituciones, enviaron del ministerio de Guerra un instructivo para que los preceptores, empleados y alumnos que tengan entre dieciocho y treinta años, y que hayan servido en la Guardia Nacional, se presenten a reconocer cuartel... Y tú estás en esa categoría. El documento dice que debes presentarte en el cuartel más próximo a tu domicilio particular al momento de ser informado.

—Eso quiere decir que tendré que acudir ahora mismo hasta el regimiento Cuarto de Línea, a cuadras de mi casa —manifestó Benjamín, malhumorado.

Poniéndose de pie se despidió del señor Marín, que lo abrazó deseándole que regresara bien y pronto. También le aseguró que su puesto de trabajo lo estaría esperando a su vuelta.

Con evidente desgano, el profesor bajó la escalinata del edificio y se encaminó hacia su casa. Ahora venía lo más difícil para él: darle esta pésima noticia a su mujer. Quiso retrasar ese momento, por lo que decidió no tomar el tranvía e irse a pie hasta su hogar, donde se iniciaba el antiguo barrio de La Chimba.

Mientras caminaba en dirección al centro, iba abstraído de las decenas de transeúntes y gritos de vendedores. Estaba ensimismado en los problemas que significaría este enganche militar. Su mujer daría a luz en poco menos de tres meses y, además de dejarla sola, había quedado de golpe sin su sueldo como profesor. Tendría que confiar en que le asignaran un salario como militar, aunque sabía que la burocracia tornaba la paga muy lenta y lo más seguro es que estuviera varios meses sin ningún tipo de sustento.

—¿Regresas tan temprano y con esa cara de funeral? ¿Qué ha sucedido? —le preguntó, compungida, Margarita al verlo entrar—. ¿Acaso te dejaron sin empleo?

—Por el momento, sí. Pero el motivo es demasiado preocupante —le aclaró Benjamín.

—¡Vamos... habla!, que me tienes pendiendo de un hilo —se atropelló a decirle Margarita.

Ante un gesto de Valdés, tomaron asiento en el comedor y el profesor le relató lo informado por el director de la escuela, añadiendo que no tenía otra alternativa que presentarse en el cuartel. Margarita estalló en llanto y poniéndose de pie abrazó por la espalda a Benjamín, que continuaba sentado con la cabeza gacha.

—¿Qué haré sola esperando a mi crío? ¿Cómo podré conciliar el sueño pensando que peligra tu vida en lejanas tierras? ¿De qué viviré mientras tú no estás? ¿Tendré que dejar mi casa e irme donde mi familia a San Fernando? —exclamaba la mujer entre lastimeros sollozos.

—Comprendo tu angustia, amor mío. Son las mismas preguntas que me vine haciendo en el trayecto hasta acá, pero no encontré respuestas. De seguro tendrán que darme un salario como soldado, que podrás cobrar mientras vuelvo y retomo mis clases.

—¿Y cuándo te irás? —preguntó Margarita con voz entrecortada.

—La ordenanza señala que en cuanto sea notificado; y ya lo fui hace dos horas. Pero me iré a media tarde, así podré dejar algo arreglado para tu tranquilidad —respondió Benjamín sin mucho convencimiento.

Margarita se fue al dormitorio, donde siguió llorando. Valdés ingresó a un pequeño cuarto, que era su escritorio. Comenzó a mirar su estante de libros en el que destacaban los veintiún tomos de la Enciclopedia Británica, que había comprado en la céntrica y famosa Casa de Libros Simón y Montaner. Su dueño, el literato español Rafael Jover, después de muchos ruegos, aceptó vendérsela a crédito, con dos pagos mensuales durante tres años. Benjamín buscó una saca lo suficientemente resistente, guardó con delicadeza los libros, y sin dar mayores explicaciones a su mujer partió hacia la Escuela Normal.

Los más de treinta kilos hicieron que llegara extenuado hasta el instituto y debió esperar unos minutos para ser recibido por el director. Le ofreció venderle su más querida pertenencia en la suma de ochocientos pesos. Marín llamó al contador, pero viendo las alicaídas arcas de la escuela, llegaron al acuerdo de comprársela, para la biblioteca, en quinientos veinte pesos. Era una suma bastante más baja que el valor real de la colección, pero el profesor regresó a casa llevando el dinero, que equivalía a casi nueve meses de salario.

—¿Dónde andabas? —le preguntó Margarita con evidente tristeza.

—Toma, mujer... cuida este dinero. Con él podrás sobrevivir sin ningún problema por casi un año —le dijo con satisfacción, estirándole un pesado cartucho de tela lleno de monedas de plata de un peso cada una.

—¿Dé dónde salió esto? ¡Es mucha plata! —exclamó intrigada la mujer.

—Vendí mi enciclopedia a la biblioteca de la escuela.

—¡Cómo se te ocurrió hacer eso! Estuviste años pagándola y era tu posesión más querida.

—Tú eres lo más querido; y si debo irme contra mi voluntad, no quiero que nada te falte a ti ni a nuestro hijo o hija por llegar. Guarda muy bien ese dinero y no le cuentes a nadie que lo tienes.

Sacando veinte pesos, se los dio a su marido y, aunque este no quería recibirlos, terminó aceptándolos. Almorzaron en silencio, luego de lo cual prepararon un paquete con ropa interior, calcetines, camisetas y un par de camisas blancas, más algunos útiles de aseo como una barra de jabón, navaja, hisopo, escobilla de dientes y un pequeño frasco de loción. Agregó dos libros, por si tuviese el tiempo de leer: La flor de la higuera, de Alberto Blest Gana y Las mujeres de la Independencia, de Vicente Grez. Terminada esta tarea y sin decir más, ambos sabían que había llegado el angustioso instante de la despedida.

Con lágrimas se abrazaron y besaron. Ella, empinada, le acariciaba la nuca mientras le susurraba que se cuidara mucho y que rogaría a cada instante por él al Sagrado Corazón de Jesús. Benjamín le aseguró que volvería a su lado muy pronto y la tranquilizó diciéndole que lo más probable era que no hubiera guerra y que en un par de semanas estarían de nuevo juntos, recordando este momento como una fugaz pesadilla.

—Nos veremos muy pronto —exclamó Benjamín, tomando el paquete con sus pertenencias. Salió de inmediato de la casa para no estirar más la difícil despedida. Mientras daba rápidas zancadas en dirección a la calle de Recoleta, volteaba la cabeza y veía cómo se empequeñecía la figura de Margarita, que seguía fuera de la casa despidiéndolo.

Al llegar a Recoleta torció hacia el norte por el costado izquierdo de la antigua avenida. En menos de quince minutos apareció ante sus ojos el imponente edificio de ladrillos, con torreones esquineros, que servía de cuartel al regimiento Cuarto de Línea.

—¡Un paisano, mi cabo! —gritó el centinela.

—¿Qué busca? —preguntó, seco, el cabo de guardia mientras se aproximaba al portón.

Benjamín le explicó brevemente. Entonces el suboficial instruyó que le franquearan el paso y le ordenó que lo siguiera hasta el lugar de reclutamiento, que no era más que un mesón dispuesto de manera provisoria en un corredor de uno de los cuerpos de la construcción.

—Soy el sargento Cirilo Jara. ¿Sabe leer y escribir? —preguntó el corpulento militar.

—Sí sé, señor. Soy profesor en la Escuela Normal de Preceptores.

—Aquí no hay ningún señor... el Señor está en los cielos. Debe llamarme mi sargento o mi primero... ¿Entendió?

—Entendí, mi primero... ¿No hay nadie más reclutándose?

—Temprano llegaron más de veinte, pero esto será de todos los días —replicó con tono severo el suboficial.

De pronto el sargento Jara se puso de pie y se cuadró ante un oficial que salió de la oficina contigua. Era el subteniente Gumercindo Soto, que saludó con amabilidad a Valdés. Viendo que era un hombre muy bien vestido y educado, le preguntó:

—¿Quién es usted y a qué se dedica?

Tras escuchar la respuesta de Benjamín sobre su profesión, actividad y su experiencia en la Guardia Nacional, se dirigió al sargento Jara y le ordenó que, dado su nivel de preparación, debía enrolarlo como sargento segundo.

Valdés llenó con su elegante caligrafía la hoja de reclutamiento y puso su firma junto a la fecha: 19 de febrero de 1879. Luego fue acompañado de un cabo hasta un gran almacén, donde el encargado lo midió con una huincha de sastre y tras escarbar en los altos estantes, sacó una tenida militar. Le midió la circunferencia de la cabeza y buscó el quepí adecuado y, finalmente, lo hizo probarse varios pares de botas, hasta que encontró las que le calzaban con comodidad. El vestuario era nuevo, pero tenía un pesado olor a azumagado, de seguro por la humedad reinante en la bodega.

Así, apenas horas después de haber abandonado su hogar, el profesor Valdés cambiaba su ropa de civil por un uniforme militar, al que debería prender su jineta, cuando esta le fuera entregada. Fue acompañado por el mismo cabo, que le mostró el lugar en que dormiría, una oscura habitación en la que había seis camas. Se notaba que cuatro de ellas estaban en uso. Escogió la más apartada.

—Aquí compartirá con mis sargentos Ramón Zañartu, Pedro Pablo Gatica, Juan Francisco García y Belisario Prado —le informó escuetamente el militar, agregando que una vez que se acomodara fuera hasta la oficina del capitán San Martín, dándole las indicaciones de cómo llegar hasta allí.

Recordando sus tiempos en la Guardia Nacional, Benjamín caminó muy erguido y a paso rápido hacia las oficinas que le indicó el soldado. Su actitud había cambiado mucho en horas y ya no lucía como un elegante docente, sino como un imponente militar. Tuvo que salirse del adoquinado camino para dar paso a la marcha de una veintena de paisanos guiados por un par de cabos. Eran nuevos reclutas convocados por el gobierno.

Se aprestaba a golpear la puerta del despacho cuando esta se abrió y vio a un oficial con el grado de capitán. Era de mediana estatura y fornido. Sus ojos pequeños, cabello crespo y una tupida barba.

—¿Mi capitán San Martín?

—Sí, yo soy el capitán Juan José San Martín Penrose. ¿Qué necesita, soldado?

—Me enrolé recién esta tarde y me dijeron que tenía que hablar con usted. Soy el preceptor Benjamín Valdés... Disculpe, el sargento Benjamín Valdés.

—Me habló de usted el subteniente Soto y me dijo que era un hombre muy preparado, formador de maestros. ¿Es eso efectivo?

—Sí, mi capitán. Hace ocho años que soy maestro de Gramática y Literatura en la Escuela Normal de Preceptores.

—¿Cuántos años sirvió en la Guardia Nacional?

—Seis años y medio, mi capitán. No continué porque me exceptuaron al titularme de preceptor.

—Entonces está bien asignado el grado de sargento segundo propuesto por Soto. Necesitamos hombres bien preparados y me preocuparé de que desde mañana luzca esa jineta. ¿Usted sabe algo de este regimiento?

—No, mi capitán.

—Usted debe saber que tiene el honor de formar parte, desde hoy, de un regimiento que nació con Chile. Partimos nuestra historia en enero de 1814 como Batallón de Infantería N°4 y nuestro primer comandante fue Ambrosio Rodríguez Erdoiza, nada menos que el hermano de nuestro héroe Manuel Rodríguez. Nuestra unidad participó de manera destacada en las batallas de Cancha Rayada y Maipú. En la Expedición Libertadora del Perú, luchó con heroísmo contra los españoles en los combates de Pisco, Ica, Nazca, Locumba, Moquegua, Tarata, Sitio del Callao y Toma de Arequipa. Pero su mayor gesta fue en la batalla de Mirave, el 22 de mayo de 1821. Después, permanecimos en las indómitas tierras de Arauco, manteniendo la frontera con los mapuche y, desde 1873, estamos de guarnición en este cuartel de Santiago. Como usted puede apreciar, ha tenido la suerte de caer en una unidad llena de laureles.

—Agradezco su detallada explicación, mi capitán —respondió, escueto, Valdés.

—Corresponde. Se ve que usted es un hombre muy culto y espero que esta información se la traspase a sus soldados, porque se sentirán orgullosos de pertenecer a este cuerpo. Si contáramos con más tiempo, yo lo recomendaría para que se formara como oficial, pero tengo órdenes de alistar lo más rápido posible a mi compañía. Este regimiento, debido a las restricciones económicas que nos han impuesto los políticos, está conformado ahora por un poco más de trescientos efectivos y, por orgánica, deberíamos tener algo más de mil... Como ve, estamos contra el reloj.

—Me doy cuenta, mi capitán.

—Ah, y se me olvidaba decirle que yo soy el comandante de la primera compañía del batallón y usted será uno de mis sargentos. Ya podremos conversar sobre Marín, su director en la Normal, del cual soy muy amigo y vecino. Ahora queda liberado y a las seis de la mañana deberá estar formando con nuestra compañía —concluyó San Martín mientras le entregaba su jineta de sargento segundo, cuya forma de cabeza de flecha granate debía ser cosida en el antebrazo derecho de la guerrera, con la punta hacia arriba.

Al llegar al dormitorio, lo primero que hizo fue buscar aguja e hilo y coser la jineta. Estaba en ese menester cuando entró otro sargento y se presentó.

—Tú debes ser el nuevo. Soy el sargento Ramón Zañartu... Bienvenido a la cofradía cuartina. Voy a pitarme un cigarro al corredor y cuando estés listo vamos a cenar. Espero que no nos sirvan los mismos garbanzos llenos de piedrecillas de ayer —le dijo en tono irónico.

A los pocos minutos Valdés salió al corredor a reunirse con Zañartu. Se veía imponente en su uniforme. Guerrera azul, pantalón lacre, botas de mediacaña de cuero crudo y su quepí lacre con azul. Lucía muy apuesto, considerando que era alto, algo más de un metro con setenta y cinco centímetros, delgado y musculoso. Sus ojos eran de un verde pálido y su masculino rostro se caracterizaba por una nariz griega, que resaltaba con su frondoso y cuidado bigote negro. Su mujer siempre le decía que le encantaban sus ojos y su nariz tan bien perfilada y, entre risas, le confesaba que era lo primero en que se había fijado cuando lo conoció en la Plaza de Armas durante la primavera de 1877.

Benjamín no tenía mucha disposición para conversar con los demás sargentos que ya estaban sentados a la mesa, pero se hizo el ánimo para responder todas sus preguntas y aprovechar de socializar un poco. Su mente estaba en Margarita y se imaginaba que, a esa hora, con toda seguridad, estaría rezando el rosario y sufriendo por la soledad en la que había quedado. Sin embargo, se conformaba en parte con haber logrado algo que le había parecido imposible esa mañana: dejarla bien respaldada en lo económico. Sabía que eso no lo era todo, pero importaba bastante.

—¿Dan salida de franco alguna vez? —preguntó Benjamín, siempre pensando en su hogar.

—¡Epa! El profesor con facha de galán lleva medio día en el cuartel y ya quiere salir. Debe tener muchas enamoradas esperándolo afuera —dijo entre carcajadas el sargento Juan Francisco García, que era muy bajo y ancho y con un ronco vozarrón que se imponía, contrapesando su pequeña estatura.

—¿Qué significa galán? —preguntó Zañartu. Valdés le explicó que era un galicismo que se estaba poniendo de moda en Chile. Añadió que en Francia se les llamaba así a aquellos hombres alegres, atractivos para las mujeres y siempre intentando una conquista.

—Pero yo no tengo nada de galán y la única enamorada que me espera es mi querida mujer, Margarita —acotó, ante lo cual sus contertulios redoblaron las risas, demostrando con ello que no le creían.

Volviendo a la consulta de Valdés sobre los permisos para salir del regimiento, el sargento Pedro Gatica le explicó:

—Tranquilo, profesor. Te cuento que a los soldados recién llegados no se les da salida, porque si se van, la mayoría no vuelve. Pero eres un sargento y, por tanto, te puedes ir a tu casa al mediodía del sábado y regresar el domingo antes de las siete de la tarde.

Esta información alegró mucho a Benjamín, considerando que en tres días más podría estar con su Margarita.

Aún no amanecía ese jueves 20 de febrero cuando Benjamín despertó sobresaltado por los toques de diana. Fue el primero de los sargentos en salir de la cama y se dirigió en camisón de dormir al pilón del aseo. En pocos minutos estaba ya con pantalón y botas, afeitando sus mejillas y mentón y perfilándose el bigote. Sus únicos pensamientos eran para su mujer, pero el hecho de que en dos días podría ir a casa le daba energías.

Cuando sus compañeros de dormitorio salieron a asearse al corredor, Valdés ya estaba uniformado y listo para partir al rancho a buscar un tazón de café con leche. Antes de las seis de la mañana se encontraba en el patio de formación observando los torreones del cuartel, cuando se le acercó el capitán San Martín.

—Buenos días, sargento Valdés. Veo que usted es muy puntual y lleva con mucha marcialidad su uniforme.

—Buenos días, mi capitán. Soy como se debe ser, nada más —respondió Benjamín con voz ronca y modulada.

—¿Se acuerda de las voces de mando?

—Por supuesto, mi capitán.

—Entonces, mientras llegan los sargentos más antiguos que usted forme a la compañía.

Y así, Benjamín comenzó su vida militar, que no tuvo una transición difícil con su profesión de maestro, ya que además de ser una persona inteligente, poseía la virtud de acomodarse con rapidez a los cambios.

Fue un día intenso. Se sucedieron las instrucciones de ejercicios de escuela, marchas, formación de guerrilla, esgrima de bayoneta, arme y desarme del fusil Comblain, quedando los hombres exhaustos al final del día.

Muy rápido, los demás sargentos le fueron tomando estima por su agradable personalidad. No obstante ser menos antiguo que ellos, lo trataban con mucho respeto y cuando se dirigían a él lo llamaban «profesor». Los cabos y soldados comenzaron a reconocerlo como un líder natural, por su porte, aspecto y educación. Solo a horas del acuartelamiento, Valdés había sido designado como comandante de la segunda escuadra de la primera sección de la unidad comandada por el capitán San Martín.

El viernes, la compañía salió antes de que amaneciera, en columna de marcha, con armamento y equipo completo. Enfilaron por Recoleta hacia el norte en marcha rápida hasta un campo de Huechuraba, donde realizaron práctica de tiro estático y en formación de guerrillas. Terminada dicha actividad, la tropa retornó al cuartel a paso forzado. Pese a ser un intelectual, Benjamín siempre había sido dado al ejercicio, ya que se había criado en Pirque, en pleno campo, donde su padre poseía una pulpería. Desde muy pequeño, se había acostumbrado a largas caminatas por los montes y a nadar en las torrentosas aguas del río Maipo. Por esa razón, la larga marcha no representó para él ningún esfuerzo especial.

Una vez en el cuartel, el capitán San Martín llamó a reunión a los oficiales y suboficiales de su compañía.

—Señores. Exceptuando al personal de guardia, pueden irse francos a contar de este mediodía. Deben presentarse el domingo a las seis de la tarde. El que llegue un minuto después tendrá el castigo que contempla la Ordenanza General.

Al ver las caras de alegría de sus subalternos, el capitán agregó:

—Me satisface que este permiso extra lo tomen con tanta alegría. En estos dos días y medio dejen arreglados todos los pendientes que puedan en sus casas, porque el miércoles 26 nuestra compañía marchará con todo su equipo hasta la estación de la Alameda de las Delicias, para abordar un tren a Valparaíso... El resto del paseo creo que ya lo imaginan.

ALEGRÍA Y DESPEDIDAS

Faltaba poco para el mediodía cuando Benjamín caminó a paso ligero en dirección a su casa. Por él se habría puesto a correr, pero no podía hacerlo por llevar uniforme. Quería apurarse lo más posible, para aprovechar cada segundo junto a su amada Margarita.

Golpeó

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