Hambruna roja

Anne Applebaum

Fragmento

cap-3

Prefacio

Las señales de advertencia eran abundantes. A principios de la primavera de 1932, los campesinos de Ucrania comenzaron a pasar hambre. Informes de la policía secreta y cartas escritas desde regiones productoras de cereal de toda la Unión Soviética —el Cáucaso septentrional, la región del Volga, Siberia occidental— mencionaban a niños con el estómago hinchado por el hambre, familias que comían hierba y bellotas o campesinos que abandonaban sus hogares en busca de comida. En marzo, una comisión médica encontró cadáveres en las calles de una aldea situada cerca de Odesa. Nadie tenía la fuerza suficiente para enterrarlos. En otra aldea, las autoridades locales trataban de ocultarles la mortandad a los forasteros. Negaban lo que estaba ocurriendo, aunque estuviese sucediendo ante los ojos de los propios visitantes.[1]

Algunos escribieron directamente al Kremlin para pedir una explicación.

Honorable camarada Stalin, ¿hay alguna ley del Gobierno soviético que establezca que los aldeanos deban pasar hambre? Porque nosotros, los trabajadores de las granjas colectivas, no hemos tenido una rebanada de pan en nuestra granja desde el 1 de enero [...]. Aún faltan cuatro meses para la cosecha. ¿Cómo vamos a construir la economía del pueblo socialista si estamos condenados a morir de hambre? ¿Para qué caímos en el frente de batalla? ¿Para pasar hambre? ¿Para ver a nuestros hijos sufrir y morir de inanición?[2]

A otros les resultaba imposible creer que el Estado soviético pudiese ser el responsable.

Todos los días, entre diez y veinte familias mueren de hambre en las aldeas, los niños se escapan y las estaciones de tren están abarrotadas de aldeanos que huyen. En el campo no quedan caballos ni ganado [...]. La burguesía ha provocado aquí una auténtica hambruna, parte del plan capitalista para poner a toda la clase campesina en contra del Gobierno soviético.[3]

Pero la hambruna no la había urdido la burguesía. La desastrosa decisión de la Unión Soviética de obligar a los campesinos a abandonar sus tierras para unirse a las granjas colectivas, el desalojo de los kulaks (los campesinos más ricos) de sus hogares y el caos consiguiente constituyeron políticas, en última instancia responsabilidad de Iósif Stalin, el secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), que dejaron a las zonas rurales al borde de la inanición. Durante la primavera y el verano de 1932, muchos colaboradores de Stalin le enviaron mensajes urgentes desde toda la URSS en los que describían la crisis. Los líderes del Partido Comunista de Ucrania estaban especialmente desesperados, y fueron varios los que le escribieron largas cartas para suplicarle ayuda.

A finales del verano de 1932, muchos de ellos creían que aún se podía evitar una tragedia de mayores proporciones. El régimen podría haber pedido ayuda internacional, como había hecho en la anterior hambruna de 1921. Podría haber interrumpido la exportación de cereal o haber puesto fin a su estricta confiscación. Podría haber ofrecido ayuda a los campesinos de las regiones más afectadas por el hambre (y hasta cierto punto lo hizo, aunque no en la medida suficiente).

Al contrario, en el otoño de 1932 el Politburó, la élite gobernante del PCUS, tomó una serie de decisiones que extendieron e intensificaron la hambruna en las zonas rurales de Ucrania y que, al mismo tiempo, impidieron que los campesinos abandonasen la república en busca de alimentos. En el punto álgido de la crisis, grupos organizados de policías y activistas del partido, motivados por el hambre, el miedo y una década de retórica conspirativa e incitadora del odio, entraban en los hogares de los campesinos y se apropiaban de todo lo que fuera comestible: patatas, remolachas, calabazas, judías, guisantes, todo lo que estuviera en el horno y en la despensa, animales de granja y mascotas.

El resultado fue catastrófico; al menos cinco millones de personas murieron de hambre entre 1931 y 1934 en toda la Unión Soviética. Entre ellas había más de 3,9 millones de ucranianos. Conscientes de la gravedad de la hambruna de 1932 y 1933, las publicaciones de los exiliados, tanto entonces como en tiempos posteriores, la describieron como Holodomor, un término derivado de las palabras ucranianas hólod («hambre») y mor («exterminio»).[4]

Sin embargo, la hambruna no era más que la mitad de la historia. Mientras los campesinos morían de hambre en las zonas rurales, la policía secreta soviética arremetió contra la élite intelectual y política ucraniana. A medida que la hambruna se extendía, se lanzó una campaña de difamación y represión contra intelectuales, catedráticos, directores de museos, escritores, artistas, sacerdotes, teólogos, funcionarios y burócratas ucranianos. Cualquier persona relacionada con la efímera República Popular Ucraniana (que existió durante unos pocos meses a partir de junio de 1917), cualquier persona que hubiese fomentado el idioma o la historia de Ucrania, cualquier persona con una carrera literaria o artística propia, podía ser vilipendiada en público, encarcelada, enviada a un campo de trabajos forzados o ejecutada. Incapaz de soportar lo que estaba sucediendo, Mikola Skrípnik, uno de los dirigentes más conocidos del Partido Comunista de Ucrania, se suicidó en 1933. No fue el único.

La combinación de estas dos políticas —el Holodomor en el invierno y la primavera de 1933, y la represión de la clase intelectual y política ucranianas en los meses posteriores— dio lugar a la sovietización de Ucrania, la destrucción de su idea nacional y la castración de cualquier intento ucraniano de desafiar la unidad soviética. Raphael Lemkin, el jurista judeopolaco que acuñó el término «genocidio», identificó la Ucrania de aquella época como el «ejemplo clásico» del concepto. «Es un caso de genocidio; de destrucción no solo de individuos, sino también de una cultura y de una nación.» Desde que Lemkin ideara el término, «genocidio» ha pasado a usarse de una forma más limitada y jurídica. También se ha convertido en un referente polémico, un concepto empleado tanto por los rusos como por los ucranianos, así como por diferentes grupos dentro de Ucrania, para crear discusiones políticas. Por esa razón se ha dedicado una parte del epílogo del libro a analizar si el Holodomor fue realmente un genocidio, así como los vínculos de Lemkin con Ucrania y la influencia que pudo ejercer en ella.

El tema central que nos ocupa es más concreto: ¿qué ocurrió en realidad en Ucrania entre los años 1917 y 1934? En particular, ¿qué ocurrió durante el otoño, el invierno y la primavera de 1932 y 1933? ¿Qué sucesión de acontecimientos y qué mentalidad llevaron a la hambruna? ¿Quién fue el responsable? ¿Qué lugar ocupa este episodio terrible en la historia general de Ucrania y en la del movimiento nacional ucraniano?

Y lo que es igual de importante: ¿qué sucedió después? La sovietización de Ucrania no comenzó con la hambruna ni acabó con ella. Los arrestos de intelectuales y líderes ucranianos continuaron en la década de 1930. Durante más de medio siglo, los sucesivos dirigentes soviéticos siguieron rebatiendo con dureza cualquier expresión de nacionalismo ucraniano, ya fuesen los levantamientos de la posguerra o la disidencia de la década de 1980. En aquellos años la sovietización solía adoptar la forma de la rusificación; se menospreciaba el idioma ucraniano y en los colegios no se enseñaba la historia del territorio.

Ante todo, no se enseñaba la historia de la hambruna de 1932 y 1933. Al contrario, entre 1933 y 1991 la URSS simplemente se negó a reconocer que hubiese tenido lugar hambruna alguna. El Estado soviético destruyó archivos locales, se aseguró de que los certificados de defunción no aludiesen a la inanición e incluso alteró los datos censales disponibles para ocultar lo sucedido.[5] Mientras existiese la URSS resultaría imposible escribir una historia documentada sobre la hambruna y la represión que la acompañó.

Pero en 1991 el mayor temor de Stalin se hizo realidad. Ucrania declaró la independencia. La Unión Soviética llegó a su fin, en parte como resultado de la decisión de Ucrania de abandonarla. Por primera vez en la historia nació una Ucrania independiente, junto con una nueva generación de historiadores, archiveros, periodistas y editores ucranianos. Gracias a sus esfuerzos, ahora se puede contar la historia completa de la hambruna de 1932 y 1933.

Este libro comienza en 1917, con la revolución ucraniana y el movimiento nacional ucraniano que fue destruido en 1932 y 1933, y llega hasta nuestros días, con un análisis de la política en torno a la memoria existente hoy en día en Ucrania. Se centra en la hambruna ucraniana, que, a pesar de ser parte de una hambruna soviética más general, tuvo causas y características únicas. El historiador Andrea Graziosi ha señalado que nadie confunde la historia general de las «atrocidades nazis» con la historia concreta de la persecución a la que Hitler sometió a los judíos o los gitanos. Siguiendo la misma lógica, esta obra aborda las hambrunas de toda la Unión Soviética entre 1930 y 1934 —que también dieron lugar a altas tasas de mortalidad, especialmente en Kazajistán y en provincias específicas de Rusia—, pero se centra más en la tragedia específica de Ucrania.[6]

El libro también refleja el resultado de un cuarto de siglo de estudios académicos en torno a Ucrania. A principios de la década de 1980, Robert Conquest recopiló todo lo que entonces había a disposición del público sobre la hambruna, y la obra que publicó en 1986, The Harvest of Sorrow, sigue siendo una referencia básica a la hora de escribir sobre la Unión Soviética. Sin embargo, en las tres décadas transcurridas entre la disolución de la URSS y el surgimiento de una Ucrania independiente, ha habido varias iniciativas nacionales de amplio alcance en el campo de la historia oral y las memorias, que han sacado a la luz miles de nuevos testimonios de todo el país.[7] Durante esa etapa, los archivos de Kiev, a diferencia de los de Moscú, se han vuelto accesibles y fáciles de consultar; el porcentaje de material no confidencial de Ucrania es uno de los más altos de Europa. Los fondos proporcionados por su Gobierno han animado a los especialistas a publicar recopilaciones de documentos que han hecho que la investigación avance aún más.[8] Estudiosos consolidados de la hambruna y del periodo estalinista en Ucrania —entre ellos Olga Bertelsen, Hennadi Bóriak, Vasil Danilenko, Liudmila Hrinévich, Roman Krútsik, Stanislav Kulchitski, Yuri Mítsik, Vasil Márochko, Heorhi Papakin, Ruslán Pirih, Yuri Shapoval, Volodímir Serhíchuk, Valeri Vasíliev, Olexandra Veselova y Hennadi Yefímenko— han escrito numerosos libros y monografías, entre ellos recopilaciones de documentos ya publicados, así como de historia oral. Oleh Wolowyna y un equipo de demógrafos —Olexánder Hladún, Natalia Levchuk, Omelián Rudnitski— han comenzado por fin con la difícil tarea de establecer el número de víctimas. El Instituto de Investigación Ucraniana de Harvard ha trabajado con muchos de estos especialistas a fin de publicar y divulgar su obra.

El Consorcio para la Investigación y Formación sobre el Holodomor de Toronto, dirigido por Marta Baziuk, y la organización ucraniana a la que está asociada, dirigida por Liudmila Hrinévich, siguen financiando nuevas becas. Los especialistas más jóvenes también están abriendo nuevas líneas de investigación. Son destacables la de Daria Mattingly sobre la motivación y la procedencia de quienes confiscaban comida a los campesinos hambrientos y el trabajo de Tetiana Bóriak sobre la historia oral; ambas han contribuido también a este libro con sus valiosas investigaciones. Los especialistas occidentales han hecho a su vez nuevas contribuciones. El trabajo archivístico de Lynne Viola sobre la colectivización y la consecuente rebelión de los campesinos ha alterado la percepción sobre la década de 1930. Terry Martin fue el primero en desvelar la cronología de las decisiones que Stalin tomó en el otoño de 1932, y Timothy Snyder y Andrea Graziosi fueron dos de los primeros investigadores en reconocer su importancia. Serhii Plokhii y su equipo de Harvard han realizado un esfuerzo único para cartografiar la hambruna y así comprender mejor el modo en que se desarrolló. A todos ellos les agradezco su erudición y en algunos casos su amistad, que tanto han aportado a este proyecto.

Si este libro hubiera sido escrito en otra época, esta introducción tan breve a un tema tan complejo podría acabar aquí. Pero, como la hambruna aniquiló el movimiento nacional ucraniano, dicho movimiento resurgió en 1991 y los dirigentes de la Rusia actual aún desafían la legitimidad del Estado ucraniano, debo señalar que ya en 2010 debatí por primera vez sobre la necesidad de una nueva historia de la hambruna con compañeros del Instituto de Investigación Ucraniana de Harvard. Víktor Yanukóvich acababa de ser elegido presidente de Ucrania, con el respaldo y el apoyo de Rusia. Entonces Ucrania atraía muy poca atención política del resto de Europa y apenas recibía cobertura mediática. En aquel momento no había razones para pensar que un nuevo análisis de lo acontecido en 1932 y 1933 sería interpretado en clave política.

La Revolución Euromaidán de 2014, la decisión de Yanukóvich de abrir fuego contra los manifestantes y luego huir del país, la invasión y anexión de Crimea por parte de Rusia, la invasión rusa del este de Ucrania y la consiguiente campaña de propaganda de Moscú, pusieron inesperadamente a Ucrania en el centro de la política internacional a la vez que yo trabajaba en este libro. De hecho, mi investigación sobre Ucrania se vio retrasada por los acontecimientos en aquel país, tanto porque estaba escribiendo acerca de ellos como porque lo que estaba sucediendo dejó muy conmocionados a mis colegas ucranianos. Con todo, a pesar de que los hechos de aquel año pusieron a Ucrania en el punto de mira de la política mundial, este libro no ha sido escrito como respuesta a ellos. Tampoco es un debate a favor o en contra de ningún político o partido ucraniano ni una reacción a lo que está sucediendo hoy en día en Ucrania. Por el contrario, es un intento de contar la historia de la hambruna empleando nuevos documentos, nuevos testimonios y nuevas investigaciones; de unir la labor de los brillantes especialistas mencionados anteriormente.

Esto no quiere decir que la revolución ucraniana, los primeros años de la Ucrania soviética, la represión en masa de la élite ucraniana y el Holodomor no estén relacionados con los acontecimientos actuales, sino más bien lo contrario; todo ello es el trasfondo decisivo que sustenta y explica los sucesos de hoy en día. La hambruna y su legado tienen un papel muy importante en los debates actuales entre Rusia y Ucrania sobre su identidad, su relación y la experiencia soviética que comparten. Pero, antes de describir esas disputas o valorar su relevancia, es importante comprender primero lo que sucedió en realidad.

cap-4

INTRODUCCIÓN

La cuestión ucraniana

Як умру, то поховайте

Мене на могилі

Серед степу широкого

На Вкраïні милій,

Щоб лани широкополі,

І Дніпро, і кручі

Було видно, було чути,

Як реве ревучий.

Cuando muera enterradme

sobre una colina,

en un túmulo estepario

de mi Ucrania linda;

que sus campos espaciosos,

el Dniéper, sus declives,

se divisen, se oiga como

brama el río y gime.

TARÁS SHEVCHENKO, «Zapovit» («Testamento»), 1845[1]

Durante siglos la geografía de Ucrania ha marcado el destino del país. Los Cárpatos marcaban la frontera del sudoeste, pero los apacibles bosques y campos de la parte noroeste del territorio no podían frenar a los ejércitos invasores, y tampoco podía hacerlo la amplia estepa del este. Todas las grandes ciudades de Ucrania —Dnipropetrovsk y Odesa, Donetsk y Járkiv, Poltava y Cherkasi y obviamente Kiev, la antigua capital— se encuentran en la llanura europea oriental, una planicie que se extiende a lo largo de la mayor parte del país. Nikolái Gógol, un autor ucraniano que escribía en ruso, señaló que el Dniéper discurre por el centro de Ucrania formando una cuenca. A partir de ahí, «todos los ríos se ramifican desde el centro, ninguno de ellos fluye junto a la frontera o sirve de límite natural con las naciones vecinas». Este hecho tuvo consecuencias políticas. «Si en uno de los confines hubiese habido una frontera natural, montañosa o marítima, la gente que se asentó aquí habría seguido con su estilo de vida político y habría formado una nación independiente.»[2]

La ausencia de fronteras naturales ayuda a explicar por qué hasta finales del siglo XX los ucranianos fallaron en la labor de establecer un Estado soberano. A finales de la Edad Media ya existía un idioma ucraniano diferenciado, de raíces eslavas, vinculado tanto con el polaco como con el ruso pero distinto de ellos, del mismo modo en que el italiano guarda relación con el español o el francés pero es diferente de ellos. Los ucranianos tenían su propia comida, sus costumbres y sus tradiciones locales, sus propios villanos, héroes y leyendas. Al igual que otras naciones europeas, el sentido de identidad ucraniano se agudizó durante los siglos XVIII y XIX. Sin embargo, durante la mayor parte de su historia el territorio que hoy en día conocemos como Ucrania fue, al igual que Irlanda o Eslovaquia, una colonia que formaba parte de otros imperios europeos.

Ucrania —el nombre significa «frontera» en ruso y en polaco— perteneció al Imperio ruso entre los siglos XVIII y XX. Con anterioridad, las mismas tierras pertenecieron a Polonia, o más bien a la Mancomunidad de Polonia-Lituania, que en 1569 las heredó del Gran Ducado de Lituania. Aún antes, el territorio ucraniano se encontraba en el corazón del Rus de Kiev, el Estado medieval del siglo IX formado por tribus eslavas y nobles vikingos, y en la región es recordado como un reino casi mítico que los rusos, los bielorrusos y los ucranianos consideran su predecesor.

Durante varios siglos, numerosos ejércitos imperiales lucharon por Ucrania, a veces con tropas que hablaban en ucraniano a ambos lados del frente. En 1621, los húsares polacos combatieron contra los jenízaros turcos por el control de lo que ahora es el pueblo ucraniano de Jotín. En 1914, los batallones del zar ruso lucharon contra los del emperador austrohúngaro en Galitzia. Entre 1941 y 1945, las tropas de Hitler combatieron contra las de Stalin en Kiev, Leópolis, Odesa y Sebastopol.

Asimismo, la lucha por el control del territorio ucraniano siempre ha tenido un componente intelectual. Desde que los europeos comenzaron a debatir el significado de las naciones y el nacionalismo, historiadores, escritores, periodistas, poetas y etnógrafos han discutido sobre las dimensiones de Ucrania y la naturaleza de los ucranianos. Desde que entraron en contacto por primera vez a principios de la Edad Media, los polacos siempre consideraron a los ucranianos distintos de ellos lingüística y culturalmente, a pesar de que formaban parte del mismo Estado. Muchos de los ucranianos que aceptaron títulos aristocráticos polacos en los siglos XVI y XVII continuaron siendo cristianos ortodoxos, no católicos romanos; los campesinos ucranianos hablaban una lengua que los polacos llamaban «ruteno», y siempre los describían como un pueblo que tenía unas costumbres, una música y una comida diferentes.

A pesar de que en su apogeo imperial fuesen más reacios a admitirlo, los moscovitas también tenían la sensación de que Ucrania, a la que a veces llamaban «Rusia del sur» o «pequeña Rusia», era diferente de su patria del norte. Uno de los primeros viajeros rusos, el príncipe Iván Dolgorúkov, escribió en 1810 acerca del momento en que su grupo por fin «cruzó la frontera de la Ucrania. Me vinieron a la cabeza [Bohdán] Jmelnitski y [Iván] Mazepa —dos líderes ucranianos de antaño— y las hileras de árboles desaparecieron [...] en todas partes, sin excepción, había cabañas de barro, y no había ningún otro lugar donde hospedarse».[3] El historiador Serhí Bilenki ha señalado que los rusos del siglo XIX a menudo tenían la misma actitud paternalista hacia Ucrania que los europeos de entonces mostraban hacia Italia. Ucrania era una nación alternativa, idealizada; más primitiva y al mismo tiempo más auténtica, más conmovedora, más poética que Rusia.[4] Los polacos también sentían nostalgia por «sus» tierras ucranianas incluso mucho antes de haberlas perdido, e hicieron de ellas el tema de la poesía y la narrativa románticas.

Pero, aun cuando reconocían las diferencias, los polacos y los rusos también buscaron a veces minar o negar la existencia de una nación ucraniana. «La historia de la pequeña Rusia es como un afluente que se incorpora al gran río de la historia rusa —escribió Visarión Belinski, un destacado teórico del nacionalismo ruso del siglo XIX—. Los habitantes de la pequeña Rusia siempre fueron una tribu; nunca un pueblo y aún menos un Estado.»[5] Los académicos y burócratas rusos trataban el ucraniano como «un dialecto o menos aún que eso, una variante del idioma ruso, en definitiva un patois, y como tal no tenía derecho a una existencia independiente».[6] De manera oficiosa, los escritores rusos lo empleaban para indicar la forma de hablar coloquial o de los campesinos.[7] Mientras tanto, los escritores polacos tendían a enfatizar el «vacío» del territorio oriental, y a menudo describían las tierras ucranianas como «una frontera no civilizada, a la que ellos llevaron la cultura y las instituciones de Estado».[8] Los polacos empleaban la expresión dzikie pola, «campos salvajes», para describir los territorios vacíos de Ucrania oriental, una región que en su imaginario nacional equivalía al Salvaje Oeste de Estados Unidos.[9]

Todas esas actitudes obedecían a razones económicas de peso. El historiador griego Heródoto escribió sobre la famosa «tierra negra» de Ucrania, la rica tierra especialmente fértil de la cuenca baja del río Dniéper. «No se pueden encontrar cosechas así de buenas lejos de estas orillas, y allí donde no se cultiva cereal crece la hierba más exuberante del mundo.»[10] La región de tierra negra abarca unos dos tercios de la Ucrania actual —se extiende desde ahí hasta Rusia y Kazajistán—, y, junto con un clima relativamente templado, hace posible que Ucrania tenga dos cosechas al año. El «trigo de invierno» se siembra en otoño y se cosecha en julio y agosto, mientras que el cereal de primavera se siembra en abril y mayo y se cosecha en octubre y noviembre. Los cultivos de estas tierras tan fértiles han atraído durante mucho tiempo a comerciantes ambiciosos. Desde la Baja Edad Media, los mercaderes polacos llevaban el grano ucraniano hacia el norte, a las rutas comerciales del mar Báltico. Los príncipes y nobles polacos establecieron lo que hoy en día se podrían considerar zonas de actividad económica temprana, que ofrecían exenciones tributarias y dispensas del servicio militar a los campesinos dispuestos a cultivar y desarrollar las tierras ucranianas.[11] El deseo de poseer una propiedad tan valiosa solía estar detrás de los conflictos de índole colonial; ni los polacos ni los rusos querían admitir que su granero tenía una identidad propia.

Sin embargo, a diferencia de lo que sus vecinos creían, una identidad distinta e independiente cobró forma en los territorios que hoy en día forman la Ucrania moderna. Desde finales de la Edad Media, la gente de dicha región compartió un sentido de identidad; a menudo, aunque no siempre, se definían a sí mismos en oposición a los extranjeros que ocupaban su territorio, fuesen polacos o rusos. Al igual que los rusos y los bielorrusos, buscaban su historia en los reyes y reinas del Rus de Kiev, y mucha gente se sentía parte de una gran civilización eslava occidental. Otros se identificaban como oprimidos o rebeldes, y admiraban en particular las grandes revueltas de los cosacos zapórogos dirigidos por Bohdán Jmelnitski contra el dominio polaco en el siglo XVII y por Iván Mazepa contra el dominio ruso a principios del siglo XVIII. Los cosacos ucranianos —comunidades autónomas semimilitares con sus propias leyes internas— fueron los primeros ucranianos que transformaron ese sentimiento de identidad e injusticia en proyectos políticos concretos, consiguiendo así privilegios poco comunes y cierto grado de autonomía respecto de los zares. En lo que constituyó un acontecimiento memorable (desde luego, las posteriores generaciones de dirigentes rusos y soviéticos nunca lo olvidaron), los cosacos ucranianos se unieron al ejército polaco en su marcha hacia Moscú en 1610 y de nuevo en 1618; participaron en el asedio a la ciudad y contribuyeron a asegurar que el conflicto rusopolaco de la época, al menos durante un tiempo, acabase decantándose en favor de Polonia. Más tarde, los zares concedieron a los cosacos ucranianos y a los cosacos del Don que hablaban ruso un estatus especial para que se mantuviesen leales al Imperio ruso, una condición que les permitía mantener su identidad particular. Sus privilegios garantizaban que no se sublevaran. Pero Jmelnitski y Mazepa dejaron su huella en las memorias polaca y rusa, así como en la historia y la literatura europeas. «L’Ukraine a toujours aspiré à être libre», escribió Voltaire tras recibir la noticia de que la rebelión de Mazepa se había extendido a Francia: «Ucrania siempre ha aspirado a ser libre».[12]

Durante los siglos de dominio colonial, diferentes regiones de Ucrania adoptaron identidades dispares. Los habitantes del este, que pasaron más tiempo bajo el control de Rusia, hablaban una versión del ucraniano más cercana al ruso y también había más probabilidades de que fueran cristianos ortodoxos, que seguían ritos de origen bizantino y estaban bajo la jerarquía moscovita. Los habitantes de Galitzia, así como los de Volinia y Podilia, vivieron más tiempo bajo el control de Polonia y, tras las divisiones que sufrió esta última a finales del siglo XVIII, bajo el del Imperio austrohúngaro. Estos hablaban una versión más «polaca» de la lengua y había más probabilidades de que fueran católicos romanos o católicos griegos, una fe que emplea ritos similares a los de la Iglesia ortodoxa, pero que respeta la autoridad del Papa de Roma.

Aun así, puesto que las fronteras entre todas las potencias regionales cambiaron en numerosas ocasiones, había, y aún hay, practicantes de ambas fes a ambos lados de la línea que divide los territorios de la antigua Rusia y la antigua Polonia. En el siglo XIX, cuando los italianos, los alemanes y otros europeos comenzaron también a identificarse como pueblos de naciones modernas, los intelectuales de Ucrania que debatían acerca del «ucranianismo» eran tanto ortodoxos como católicos y vivían tanto en la Ucrania «oriental» como en la «occidental». A pesar de las diferencias gramaticales y ortográficas, el idioma unió a los ucranianos de toda la región. El uso del alfabeto cirílico lo distinguía del polaco, que se escribe en alfabeto latino. (En un momento dado, los Habsburgo intentaron imponer una escritura latina, pero no lo consiguieron.) La versión ucraniana del cirílico también se distinguía lo suficiente de la del ruso (por ejemplo, poseía un mayor número de letras) como para evitar que los dos idiomas se asemejaran demasiado.

Durante la mayor parte de la historia de Ucrania, el ucraniano se ha hablado sobre todo en las zonas rurales. Como Ucrania fue una colonia polaca, luego rusa y más tarde austrohúngara, las ciudades más importantes del territorio —como ya señaló Trotski— se convirtieron en los centros del control colonial, en islotes de cultura rusa, polaca o judía en un mar de campesinos ucranianos. Por lo tanto, bien entrado el siglo XX, los mundos urbano y rural estaban divididos por el idioma; la mayoría de los ucranianos de las ciudades hablaban ruso, polaco o yidis, mientras que los ucranianos de las zonas agrarias hablaban ucraniano. Los judíos, si no hablaban yidis, solían preferir el ruso, el idioma del Estado y del comercio. Los campesinos asociaban las ciudades a la riqueza, el capitalismo y la influencia «extranjera», sobre todo rusa. La Ucrania urbana, en cambio, creía que las zonas rurales eran retrógradas y primitivas.

Estas divisiones suponían a su vez que el aumento del «ucranianismo» crease un conflicto con los colonialistas de Ucrania, así como con los habitantes de los shtetls judíos que desde la Edad Media se habían asentado en el territorio de la antigua Mancomunidad de Polonia-Lituania. La revuelta de Jmelnitski incluyó un pogromo masivo durante el que se asesinó a miles de judíos, quizá incluso a decenas de miles. A comienzos del siglo XIX, los ucranianos ya no solían considerar a los judíos como sus rivales más importantes —los poetas e intelectuales ucranianos reservaban su cólera sobre todo para los rusos y polacos—, pero el antisemitismo generalizado del Imperio ruso afectó inevitablemente a las relaciones entre ucranianos y judíos.

El vínculo entre el idioma y las zonas rurales implicaba también que el movimiento nacional ucraniano tuviese a menudo un fuerte componente «campesino». Al igual que en otras partes de Europa, los intelectuales que dirigieron el despertar nacional de Ucrania solían comenzar por redescubrir el idioma y las costumbres de las zonas rurales. Había folcloristas y lingüistas que documentaban el arte, la poesía y la manera de hablar de los campesinos ucranianos. A pesar de que no se enseñase en los colegios públicos, el ucraniano se convirtió en el idioma que escogía un tipo específico de escritores o artistas subversivos y antisistema. Además, se comenzó a impartir en escuelas dominicales privadas y patrióticas. Nunca se empleaba en el ámbito oficial, pero era el idioma que se utilizaba en la correspondencia privada y en la poesía. En 1840 Tarás Shevchenko, que pertenecía a una familia de siervos y que en 1825, a los once años de edad, quedó huérfano, publicó Kobzar («Bardo»), el primer poemario ucraniano realmente destacado. La poesía de Shevchenko combinaba el nacionalismo romántico y una imagen idealizada del campo con la indignación por la injusticia social, y marcó el camino de muchos de los alegatos posteriores. En uno de sus poemas más famosos, «Zapovit» («Testamento»), pedía que lo enterraran a orillas del río Dniéper.

Поховайте та вставайте

Кайдани порвіте

І вражою злою кров’ю

Волю окропіте...

Enterradme y levantaos,

las cadenas destrozad,

y con sangre enemiga

rociad la libertad.[13]

La importancia de los campesinos también supuso que, desde el principio, el despertar nacional ucraniano fuese sinónimo de populista y de lo que luego pasaría a llamarse oposición «izquierdista» a los comerciantes, terratenientes y aristócratas que hablaban en ruso y polaco. Por esa misma razón, tras la emancipación de los siervos de todo el territorio imperial ruso decretada por el zar Alejandro II en 1861, el despertar nacional ganó fuerza con rapidez. De hecho, la libertad de los campesinos era la de los ucranianos, y un duro golpe para sus amos rusos y polacos. Como bien comprendían las clases gobernantes, ya entonces la presión con vistas a obtener una identidad ucraniana más poderosa implicaba también una presión en favor de una mayor igualdad política y económica.

Puesto que nunca estuvo ligado a las instituciones estatales, el despertar nacional ucraniano también se expresó, desde sus primeros días, a través de la formación de un amplio abanico de organizaciones voluntarias y benéficas independientes, ejemplos tempranos de lo que hoy en día se denomina «sociedad civil». Durante unos pocos años tras la emancipación de los siervos, los «ucranófilos» alentaron a jóvenes compatriotas a formar grupos de estudio y de apoyo mutuo, a organizar la publicación de boletines y periódicos, a fundar colegios y escuelas dominicales, y a promover la alfabetización de los campesinos. Las aspiraciones nacionales se manifestaron en forma de deseos de libertad intelectual, de educación generalizada y de ascenso social para los campesinos. En ese sentido, el movimiento nacional ucraniano estuvo influenciado desde el principio por otros movimientos occidentales parecidos, e incluía por lo tanto aspectos del socialismo occidental, así como facetas del liberalismo y el conservadurismo occidentales.

Ese breve periodo no duró mucho. En cuanto comenzó a cobrar fuerza el movimiento nacional ucraniano, junto con otros movimientos nacionales, Moscú lo consideró una amenaza potencial a la unidad de la Rusia imperial. Como los georgianos, los chechenos y otros colectivos que buscaban una mayor autonomía dentro del imperio, los ucranianos desafiaban la supremacía del idioma ruso y su interpretación de la historia, que describía a Ucrania como la «Rusia del sudoeste», una mera provincia sin identidad nacional alguna. Además, amenazaban con dar aún más poder a los campesinos en un momento en que ya estaban obteniendo cierta influencia económica. Un campesinado más adinerado, más culto y mejor organizado también podría exigir más derechos políticos.

El idioma ucraniano fue el blanco principal. En 1804, durante la primera gran reforma educativa del Imperio ruso, el zar Alejandro I permitió que se utilizaran algunos idiomas que no fueran el ruso en las escuelas estatales, pero no así el ucraniano, al parecer bajo el pretexto de que no era un «idioma» sino un dialecto.[14] De hecho, los funcionarios rusos dejaron clarísimo, como luego volverían a hacer sus sucesores soviéticos, cuál era la justificación política de esta prohibición —que duró hasta 1917— y la amenaza que el ucraniano suponía para el Gobierno central. El gobernador general de Kiev, Podilia y Volinia afirmó en 1881 que utilizar el ucraniano en los libros de texto de los colegios conduciría a su empleo en la enseñanza superior y más tarde en la legislación, en los tribunales y en la administración pública, lo que terminaría generando «numerosas dificultades y alteraciones peligrosas al Estado ruso unificado».[15]

Las restricciones impuestas al uso del ucraniano limitaron el impacto del movimiento nacional. También dieron lugar a un analfabetismo generalizado. Muchos campesinos, educados en ruso, un idioma que apenas comprendían, avanzaron muy poco. A principios del siglo XX, un profesor de Poltava se quejaba de que sus estudiantes, si se les obligaba a estudiar en ruso, «olvidaban rápidamente lo que se les había enseñado». Otros informaron de que en los colegios en los que solo se empleaba el ruso se «desmoralizaba» a los estudiantes ucranianos, la escuela acababa por aburrirlos y se convertían en «gamberros».[16] La discriminación también llevó a la rusificación; para cualquiera que viviese en Ucrania —judíos, alemanes y otras minorías nacionales, así como ucranianos—, la forma de conseguir un estatus social más elevado consistía en hablar en ruso. En la práctica, esto suponía que los ucranianos que fuesen política, económica o intelectualmente ambiciosos necesitaban comunicarse en ruso.

Para evitar que el movimiento nacional ucraniano creciese, el Estado ruso prohibió a su vez que las organizaciones ucranianas formasen parte de «la sociedad civil y el cuerpo político [...] como una garantía contra la inestabilidad política».[17] En 1876, el zar Alejandro II promulgó un decreto que ilegalizaba los libros y las publicaciones ucranianos y que vetaba el uso del ucraniano en los teatros, incluso en los libretos musicales. Además, desincentivó o prohibió las nuevas organizaciones de voluntarios y, en cambio, concedió ayudas a los periódicos y las organizaciones favorables a Rusia. Por consiguiente, la fuerte hostilidad hacia los medios de comunicación y la sociedad civil ucranianos, que luego tendría el apoyo del régimen soviético —y, mucho más tarde, también el del Gobierno ruso postsoviético—, contaba con un claro precedente en la segunda mitad del siglo XIX.[18]

La industrialización también aumentó la presión en favor de la rusificación, ya que la construcción de fábricas llenó las ciudades ucranianas de habitantes de otros lugares del Imperio ruso. En 1917, solo una quinta parte de los habitantes de Kiev hablaban ucraniano.[19] El descubrimiento de carbón y el rápido desarrollo de la industria pesada tuvieron un impacto especialmente profundo en el Donbás, la región minera y fabril del extremo oriental de Ucrania. Los principales industriales de la región eran sobre todo rusos, con unos pocos extranjeros destacados; un galés llamado John Hughes fundó la ciudad que ahora se conoce como Donetsk, que al principio se llamaba «Yuzivka» en su honor. El ruso se convirtió en el idioma de trabajo en las fábricas de Donetsk, y a menudo se desataban conflictos entre los trabajadores rusos y ucranianos que a veces adoptaban «las formas más bestiales de peleas a navajazos» y batallas campales.[20]

A lo largo de la frontera imperial de Galitzia, la provincia ucranianopolaca del Imperio austrohúngaro, el movimiento nacionalista tenía muchas menos dificultades. El Estado austriaco daba a los ucranianos del imperio mucha más autonomía y libertad que la que concedía Rusia o más tarde otorgaría la Unión Soviética, sobre todo porque (desde su punto de vista) consideraba que los ucranianos servían sus intereses al competir con los polacos. En 1868 los ucranianos patrióticos de Leópolis formaron Prosvita, una sociedad cultural que llegaría a tener docenas de filiales en todo el país. A partir de 1899 el Partido Democrático Nacional de Ucrania también actuó con libertad en Galitzia, y envió a representantes electos al Parlamento de Viena. Hasta la fecha, la antigua sede central de una sociedad ucraniana de apoyo mutuo es uno de los edificios decimonónicos más impresionantes de Leópolis. Es una muestra espectacular de fusión arquitectónica; un edificio que incorpora la estilizada decoración tradicional ucraniana en una fachada Jugendstil, creando así un híbrido perfecto de Viena y Galitzia.

Pero, incluso dentro del Imperio ruso, los años inmediatamente anteriores a la Revolución de 1917 fueron positivos para Ucrania en varios aspectos. Los campesinos ucranianos participaron con entusiasmo en la modernización de la Rusia imperial a principios del siglo XX. Justo antes de la Primera Guerra Mundial, comenzaron a ganar conciencia política con rapidez y a ver con escepticismo el Estado imperial. Una oleada de revueltas campesinas se propagó por toda Ucrania y Rusia en 1902, y los campesinos también tuvieron un papel importante en la Revolución de 1905. Los disturbios resultantes desataron una reacción en cadena; aumentaron la agitación, inquietaron al zar Nicolás II y condujeron a la obtención de algunos derechos civiles y políticos en Ucrania, entre ellos el de utilizar en público el ucraniano.[21]

Cuando, de modo inesperado, los imperios ruso y austrohúngaro se derrumbaron, en 1917 y 1918 respectivamente, varios ucranianos pensaron que al fin podrían establecer un Estado propio. Esa esperanza pronto se desvaneció en el territorio donde los Habsburgo habían gobernado. Tras un conflicto militar polacoucraniano breve pero sangriento que se llevó quince mil vidas ucranianas y diez mil polacas, el territorio multiétnico del oeste de Ucrania, incluidas Galitzia y su ciudad más importante, Leópolis, fue incorporado a la Polonia contemporánea. Este escenario se perpetuó desde 1919 hasta 1939.

El resultado de la Revolución de Febrero de 1917 en San Petersburgo fue más complejo. Durante un breve periodo, la disolución del Imperio ruso dejó el poder en manos del movimiento nacional ucraniano de Kiev, pero eso sucedió en un momento en que ninguno de los líderes del país, ya fuera civil o militar, estaba aún preparado para asumir por entero la responsabilidad del poder. Cuando los políticos reunidos en Versalles en 1919 dibujaron las fronteras de los nuevos estados —entre ellos la Polonia contemporánea, Austria, Checoslovaquia y Yugoslavia—, Ucrania no se encontraba entre ellos. Aun así, la ocasión no se desperdició por completo. Tal y como escribió Richard Pipes, la declaración de independencia de Ucrania el 26 de enero de 1918 «no marcó el desenlace del proceso formativo de la nación de Ucrania, sino que marcó su comienzo en serio».[22] Los pocos y turbulentos meses de independencia y el apasionado debate sobre la identidad nacional cambiarían Ucrania para siempre.

cap-5

1

La Revolución ucraniana

1917

¡Pueblo ucraniano! El futuro está en vuestras manos. En esta hora de juicio, de desorden absoluto y de derrumbe, demostrad mediante la unanimidad y la capacidad de gobernar que vosotros, una nación de productores de cereal, podéis tratar de igual a igual, con orgullo y dignidad, a cualquier nación poderosa y eficiente.

Primera universal de la Rada Central, 1917[1]

No vamos a entrar en el reino del socialismo con guantes blancos y sobre un suelo encerado.

LEV y TROTSKI, 1917[2]

En los años siguientes habría manifestaciones más grandes, oradores más elocuentes y eslóganes más profesionales, pero el desfile que recorrió las calles de Kiev la mañana del domingo 1 de abril de 1917 fue extraordinario por ser el primero de esa índole. El movimiento nacional ucraniano nunca antes se había hecho ver con tanta fuerza en lo que había sido territorio del Imperio ruso. Pero tan solo unas semanas después de que la Revolución de Febrero hubiese derrocado al zar Nicolás II, todo parecía posible.

Había banderas azules y amarillas por Ucrania, y rojas por la causa socialista. La multitud, formada por niños, soldados, obreros, bandas de música y funcionarios, llevaba diferentes pancartas: «¡Una Ucrania libre en una Rusia libre!», o, utilizando un antiguo título militar cosaco, «¡Una Ucrania independiente con su propio hetman!». Algunos portaban retratos del poeta nacional, Tarás Shevchenko. Uno tras otro, los oradores pidieron a la gente que apoyase a la recién creada Rada Central —el «consejo central»—, que se había formado unos pocos días antes y que en ese momento reivindicaba su autoridad para gobernar en Ucrania.

Finalmente, el hombre al que habían elegido presidente de la Rada Central subió al estrado. Mijailo Hrushevski, un hombre con barba y anteojos, fue uno de los primeros intelectuales que puso a Ucrania en el centro de su propia historia. Autor de numerosos libros, entre ellos los diez tomos de Istoria Ukraíni-Rusi, Hrushevski había vuelto al activismo político a finales del siglo XIX, más en concreto en diciembre de 1899, cuando, estando en el exilio, ayudó a fundar el Partido Democrático Nacional de Ucrania en la Galitzia de los Habsburgo. En 1905 regresó al Imperio ruso para trabajar, pero en 1914 lo arrestaron y volvió al exilio. Tras la revolución, regresó triunfante a Kiev. Entonces, la multitud lo acogió con grandes vítores: «Slava bátkovi Hrushévskomu», es decir, «¡Gloria al padre Hrushevski!».[3] Él estuvo a la altura de sus expectativas: «¡En este gran momento juremos como un único hombre emprender esta gran causa de forma unánime, de común acuerdo, y no descansar o cejar en nuestra tarea hasta que hayamos construido una Ucrania libre!». La multitud respondió al grito de «¡Lo juramos!».[4]

Desde el punto de vista actual, la imagen de un historiador como líder de un movimiento nacional parece extraña. Pero en esa época no lo parecía en absoluto. A partir del siglo XIX, los historiadores ucranianos, al igual que los de otras pequeñas naciones europeas, se habían propuesto deliberadamente recuperar y articular la historia nacional que desde hacía tanto tiempo se había visto subsumida en la de los grandes imperios. Desde esa posición, el activismo quedaba a un pequeño paso de distancia. Al igual que Shevchenko había asociado el «ucranianismo» a la lucha de los campesinos contra la opresión, las obras de Hrushevski también enfatizaban el papel del «pueblo» en la historia política de Ucrania y subrayaban la importancia crucial de su resistencia frente a diferentes formas de tiranía. Era lógico que quisiera alentar a ese mismo pueblo a participar en la política del momento, tanto con palabras como con acciones. Estaba especialmente interesado en galvanizar a los campesinos y había escrito un libro de historia ucraniana, Pro stari chasí na Ukraíni («Sobre los viejos tiempos de Ucrania»), dirigido sobre todo a ellos. En 1917 se reimprimió tres veces.[5]

Hrushevski no fue en modo alguno el único intelectual cuya producción literaria y cultural promovió la soberanía de Ucrania. Heorhi Nárbut, un artista gráfico, también regresó a Kiev en 1917. Ayudó a fundar la Academia de Bellas Artes de Ucrania y diseñó un escudo de armas, billetes y sellos de Ucrania.[6] Volodímir Vinichenko, otro miembro de la Rada Central, era novelista y poeta además de una figura política. Sin soberanía —y sin un auténtico Estado que pudiese apoyar a los políticos y burócratas—, los sentimientos patrióticos solo podían encauzarse a través de la literatura y el arte. Dicha situación se daba en toda Europa; poetas, artistas y escritores habían desempeñado un papel importante en la creación de las identidades nacionales de Polonia, Italia y Alemania antes de que alcanzasen la categoría de estados. Dentro del Imperio ruso, los dos estados bálticos que consiguieron la independencia en 1918, y Georgia y Armenia, que no la alcanzaron, vivieron resurgimientos nacionales parecidos. En la época, tanto sus defensores como sus detractores comprendían a la perfección la importancia que los intelectuales tenían para todos esos proyectos nacionales. Eso explica por qué la Rusia imperial había prohibido los libros, los colegios y la cultura ucranianos, y por qué su represión sería tan importante para Lenin y Stalin.

A pesar de empezar como portavoces autoproclamados de la causa nacional, los intelectuales de la Rada Central buscaban obtener legitimidad democrática. Desde un grandioso y blanco edificio neoclásico ubicado en el centro de Kiev —justamente, antes se había utilizado para las reuniones del Club Ucraniano, un grupo de escritores nacionalistas y activistas cívicos—, la Rada Central convocó un Congreso Nacional Panucraniano el 19 de abril de 1917.[7] Más de mil quinientas personas, todas elegidas de un modo u otro por juntas y asociaciones de trabajadores locales, se reunieron en el auditorio de la Filarmónica Nacional de Kiev para ofrecer su apoyo al nuevo Gobierno ucraniano. Ese verano se celebraron numerosos congresos de veteranos, campesinos y obreros en Kiev.

La Rada Central buscaba asimismo crear coaliciones con varios grupos políticos, como judíos u otras organizaciones de minorías. Incluso llegó a conseguir el apoyo de la izquierda radical del Partido Socialista Revolucionario de Ucrania, una gran formación populista de campesinos conocida como Borotbisti debido a su periódico Borotba («La Lucha»). Parte de los campesinos también apoyaron a la Rada Central. Entre 1914 y 1918 el ejército del zar ruso, debido al servicio obligatorio, había incluido más de tres millones de reclutas ucranianos, y el austrohúngaro había contado con otros doscientos cincuenta mil. Muchos de esos soldados campesinos habían disparado los unos contra los otros desde las enlodadas trincheras de Galitzia.[8] Pero, tras el fin de la guerra, unos trescientos mil hombres que habían servido en batallones «ucranianizados», compuestos por campesinos ucranianos, proclamaron su lealtad a la milicia de la nueva Rada Central. Les movía el deseo de regresar a su patria, pero también las nuevas promesas de cambio revolucionario y de renovación nacional del Gobierno ucraniano.[9]

En los siguientes meses la Rada Central disfrutó de cierto éxito popular, sobre todo debido a su retórica radical. Reflejo de los ideales izquierdistas de la época, propuso una reforma agraria encaminada a expropiar a los terratenientes, tanto las propiedades de los monasterios como las de las haciendas privadas, y redistribuirlas después entre los campesinos. «Nadie sabe mejor lo que necesitamos y qué leyes son las mejores para nosotros», declaró la Rada Central en junio de 1917 en la primera serie de «universales», manifiestos dirigidos a un público amplio.

Nadie sabe mejor que nuestros campesinos cómo gestionar su propia tierra. Por ello, tras haberse confiscado las tierras que la nobleza, el Estado, los monasterios y el zar poseían por toda Rusia y haberlas convertido en propiedad del pueblo, y después de que una asamblea constituyente panrusa haya promulgado una ley al respecto, deseamos que el derecho a administrar las tierras ucranianas nos pertenezca a nosotros, a nuestra asamblea ucraniana. De entre todos ellos nos han escogido a nosotros, la Rada Central, y nos han encomendado [...] crear un nuevo orden en una Ucrania libre y autónoma.[10]

Y hacía asimismo un llamamiento a la «autonomía». En noviembre, la cuarta y última universal declaró la independencia de la República Popular Ucraniana y exigió la convocatoria de elecciones a la asamblea constituyente.[11]

A pesar de que, como era de esperar, algunas personas se oponían, el renacimiento del idioma ucraniano también se popularizó, sobre todo entre los campesinos. Al igual que había sucedido en el pasado, el ucraniano volvió a convertirse en sinónimo de liberación económica y política; en cuanto los funcionarios y los burócratas comenzaron a hablar en ucraniano, los campesinos tuvieron acceso a los tribunales y a las oficinas gubernamentales. La posibilidad de utilizar en público su lengua nativa era asimismo razón de orgullo, y servía como «una base profunda de apoyo emocional» para el movimiento nacional.[12] A ello siguió una explosión de diccionarios y ortografías. Entre 1917 y 1919, las imprentas ucranianas publicaron cincuenta y nueve libros dedicados a este idioma, en comparación con el total de once que habían visto la luz durante todo el siglo anterior. Entre esas obras había tres diccionarios de ucraniano-ruso y quince de rusoucraniano. La alta demanda de esos últimos se debía al gran número de rusohablantes que de pronto se las habían tenido que arreglar en ucraniano, algo que no a todos les hacía gracia.[13]

Durante su breve existencia, el Gobierno ucraniano también obtuvo algunos éxitos diplomáticos, muchos de los cuales cayeron luego en el olvido. Tras la declaración de independencia del 26 de enero de 1918, el ministro de Asuntos Exteriores de la República de Ucrania, Olexánder Shulhin, un hombre de veintiocho años con formación de historiador, consiguió que su Estado obtuviese el reconocimiento de facto por parte de todas las principales potencias europeas, incluidas Francia, Gran Bretaña, el Imperio austrohúngaro, Alemania, Bulgaria, Turquía e incluso la Rusia soviética. En diciembre, Estados Unidos envió un diplomático para abrir un consulado en Kiev.[14] En febrero de 1918 una delegación de funcionarios ucranianos en Brest-Litovsk firmó un tratado de paz con las Potencias Centrales, un acuerdo diferente del otro, más conocido, que suscribieron los nuevos líderes de la Rusia soviética unas pocas semanas más tarde. La joven delegación ucraniana impresionó a todos. Uno de sus interlocutores alemanes recordaba que «se comportaban con valor, y gracias a su tenacidad forzaron [al mediador alemán] a aceptar todo lo que fuese importante desde su punto de vista nacional».[15]

Pero no fue suficiente; la difusión de la conciencia nacional, el reconocimiento exterior e incluso el Tratado de Brest-Litovsk no bastaron para construir el Estado ucraniano. Las reformas propuestas por la Rada Central —sobre todo sus planes para tomar posesión, sin compensación alguna, de las tierras de los dueños de las haciendas— provocaron confusión y caos en las zonas rurales. Las manifestaciones públicas, las banderas y la libertad que Hrushevski y sus seguidores recibieron con tanto optimismo en la primavera de 1917 no condujeron a la creación de una burocracia funcional, una administración pública para ejecutar sus reformas o un ejército lo bastante eficaz para proteger sus fronteras y evitar una invasión. A finales de 1917, todas las potencias militares de la región estaban desarrollando planes para ocupar Ucrania, incluidos el recién creado Ejército Rojo, los ejércitos blancos del anterior régimen y las tropas de Alemania y Austria. En diferente medida, cada uno de ellos atacaría a los nacionalistas ucranianos, al nacionalismo ucraniano e incluso al idioma ucraniano al tiempo que invadía las tierras ucranianas.

Lenin autorizó el primer ataque soviético a Ucrania en enero de 1918, y en febrero estableció durante un breve periodo un régimen antiucraniano en Kiev, del que se hablará más tarde. Este primer intento soviético de conquistar Ucrania acabó unas pocas semanas después, cuando los ejércitos alemanes y austriacos llegaron y declararon que pretendían «defender» el Tratado de Brest-Litovsk. En cualquier caso, en vez de salvar a los diputados liberales de la Rada Central, dichos ejércitos proporcionaron su apoyo a Pavló Skoropadski, un general ucraniano que llevaba uniformes estrafalarios, con espadas y sombreros cosacos.

Durante unos pocos meses Skoropadski fue un rayo de esperanza para los seguidores del antiguo régimen, a pesar de que mantuvo algunas de las características de la autonomía de Ucrania. Fundó la primera Academia de Ciencias de Ucrania y la primera biblioteca nacional, y utilizó el ucraniano en los trámites oficiales. Se identificaba como ucraniano y se arrogó el título de hetman. Pero, al mismo tiempo, Skoropadski retomó algunas leyes zaristas, contrató a funcionarios con las mismas afinidades y abogó por la reintegración al futuro Estado ruso. Bajo el mandato de Skoropadski, Kiev llegó a convertirse durante un tiempo en un lugar de acogida para refugiados de Moscú y San Petersburgo. Mijaíl Bulgákov, que vivió en Kiev en esa época, los recordó en su novela satírica La guardia blanca (1925).

En la huida llegaban banqueros con sus esposas; avispados hombres de negocios que habían dejado en Moscú agentes [...]. Llegaban periodistas de Moscú y San Petersburgo, gente venal, ávida y cobarde. Mujeres mundanas. Honorables damas de aristocrático apellido. Sus tiernas y pálidas hijas, corrompidas por el ambiente de San Petersburgo, con los labios pintados. Llegaban los secretarios de directores de departamento y jóvenes pederastas pasivos. Llegaban príncipes y gentes de tres al cuarto, poetas y prestamistas, gendarmes y actrices de los teatros imperiales.[16]

Skoropadski también afianzó las antiguas leyes de propiedad y retiró las promesas de una reforma agraria. Previsiblemente, esta decisión fue muy poco popular entre los campesinos, que «odiaban al hetman como a un perro rabioso» y que «no querían para nada la asquerosa reforma implantada por los señores».[17] La oposición a lo que pronto comenzó a percibirse como un gobierno títere de Alemania se organizó hasta adoptar varias formas de militancia. «Antiguos coroneles, supuestos generales, otamani y batki cosacos [señores de la guerra de la zona] florecieron como rosas salvajes durante ese verano revolucionario.»[18]

A mediados de 1918 el movimiento nacional se había reagrupado bajo el liderazgo de Simon Petliura, un socialdemócrata con un talento especial para la organización paramilitar. Sus contemporáneos tenían opiniones radicalmente diferentes sobre él. Algunos lo percibían como un posible dictador y otros, como un profeta adelantado a su tiempo. Bulgákov, a quien no le agradaba la idea del nacionalismo ucraniano, tachó a Petliura de «una leyenda, un espejismo [...] una palabra que combinaba la furia no apagada con la sed de venganza de los campesinos».[19] De joven, Petliura había impresionado a Serhí Yefrémov, un activista contemporáneo, con su «fanfarronería, sus doctrinas y su falta de seriedad». Más tarde, Yefrémov cambió de opinión y afirmó que Petliura había evolucionado hasta convertirse en «la única persona cuya honestidad no se podía cuestionar» de la Revolución ucraniana. Mientras que otros se rendían o se enzarzaban en insignificantes luchas internas, «Petliura fue el único que se mantuvo firme y no flaqueó».[20] El mismo Petliura escribiría más tarde que quería que se revelase toda la verdad sobre su actuación: «Los aspectos negativos de mi personalidad, mis acciones, deben salir a la luz, no quedar ocultos [...] Para mí, el juicio de la historia ha comenzado. No le tengo miedo».[21]

El juicio que esta ha hecho de Petliura se ha mantenido ambivalente. Desde luego, tuvo el valor suficiente para aprovechar la oportunidad que la conclusión de la Primera Guerra Mundial le dio al movimiento nacional de Ucrania. Mientras las tropas alemanas se retiraban del país, improvisó una fuerza proucraniana llamada Directorio, compuesto por «antiguos coroneles, supuestos generales, otamani y batki cosacos», y sitió la capital. A pesar de que la prensa en lengua rusa tachó al Directorio de «banda de ladrones» y consideró su golpe de Estado un «escándalo», las fuerzas de Skoropadski se desmoronaron a una velocidad asombrosa, casi sin ofrecer resistencia.[22] El 14 de diciembre de 1918, las tropas de Petliura marcharon por sorpresa hacia Kiev, Odesa y Mikoláiv, y el poder volvió a cambiar de manos.

El mandato del Directorio sería breve y violento, en gran medida debido a que Petliura nunca llegó a obtener una legitimidad absoluta y no pudo imponer la ley. El Directorio, al igual que la Rada Central antes que él, se situaba demasiado a la izquierda en el ámbito económico. Reflejando el pensamiento cada vez más radical de quienes lo apoyaban, los líderes del movimiento no convocaron un parlamento, sino un «Congreso de Trabajadores» formado por representantes de los campesinos, los obreros y la intelligentsia obrera. Sin embargo, el ejército campesino de Petliura era la fuente real de su autoridad, y, en palabras de uno de sus oponentes, no servía «ni como buen Gobierno ni como buen ejército».[23] Varios de sus miembros eran «aventureros» que llevaban una gran variedad de uniformes y trajes cosacos y que eran perfectamente capaces de sacar sus revólveres para robar a cualquiera que pareciese rico. Los habitantes de la Kiev burguesa se turnaban para hacer guardia frente a sus casas.[24]

Según escribió sarcásticamente un biógrafo, dentro de la ciudad una de las pocas políticas que el Directorio «no solo anunció sino que aplicó» fue la de eliminar de Kiev los letreros en lengua rusa y reemplazarlos por otros en ucraniano. «Al ruso ni siquiera se le permitía convivir junto al ucraniano.» Al parecer, se ordenó este cambio a gran escala porque muchos de los efectivos del Directorio provenían de Galitzia, casi no hablaban ruso y les horrorizaba perderse en una ciudad que solo hablase ese idioma. El resultado fue que «durante unos pocos días felices toda la ciudad se convirtió en un taller de artistas», y los habitantes de Kiev volvieron a percibir la importancia de la profunda relación entre el idioma y el poder.[25]

Fuera de la capital, Petliura controlaba un territorio muy reducido. Bulgákov describió la Kiev de aquella época como una ciudad «con su policía [...], su Ministerio y hasta sus tropas, con periódicos de muy diversos títulos. Y nadie sabía lo que ocurría alrededor en aquella auténtica Ucrania con una superficie mayor que la de Francia y con sus decenas de millones de habitantes».[26] Richard Pipes escribió que en Kiev «se promulgaban decretos, se resolvían crisis del gabinete y tenían lugar negociaciones diplomáticas, pero el resto del país vivía su propia existencia, en la que el único régimen real era el de la violencia».[27]

A finales de 1919, el movimiento nacional que había comenzado con tanta energía y esperanza se había echado a perder. Hrushevski, a quien la lucha había expulsado de Kiev, pronto se marchó al extranjero.[28] Los propios ucranianos estaban profundamente divididos, entre quienes apoyaban el antiguo orden y quienes no lo apoyaban; entre quienes preferían seguir unidos a Rusia y quienes no lo querían; entre quienes estaban a favor de la reforma agraria y quienes no lo estaban. La rivalidad por el idioma se había intensificado y se había vuelto muy amarga. Los refugiados de Moscú y San Petersburgo ya se estaban mudando a Crimea y Odesa y marchándose al exilio.[29] Pero la mayor división política —y la que marcaría el curso de las próximas décadas— era la que se daba entre aquellos que compartían los ideales del movimiento nacional ucraniano y los que apoyaban a los bolcheviques, un grupo revolucionario con una ideología por completo diferente.

A comienzos de 1917, los bolcheviques eran un pequeño partido minoritario en Rusia, la facción radical de lo que había sido el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, de orientación marxista. Pero se pasaron todo el año alborotando en las calles del país y sirviéndose de eslóganes simples como «paz, pan y tierra» a fin de atraer a tantos soldados, trabajadores y campesinos como fuese posible. El golpe de Estado que dieron en octubre (el 7 de noviembre, según el calendario gregoriano que luego adoptarían) les otorgó el poder en unas condiciones de caos total. Dirigidos por Lenin, un hombre paranoico, conspirativo y fundamentalmente antidemocrático, los bolcheviques se creían «la vanguardia del proletariado»; llamaban a su propio régimen «la dictadura del proletariado». Buscaban el poder absoluto, y con el paso del tiempo abolieron todos los demás partidos y eliminaron a sus oponentes políticos mediante el miedo, la violencia y campañas propagandísticas despiadadas.

A principios de 1917 los bolcheviques tenían aún menos seguidores en Ucrania. El partido contaba con veintidós mil miembros ucranianos, y la mayoría de ellos vivían en las grandes ciudades y en los centros industriales de Donetsk y Kriví Rih. Pocos hablaban ucraniano. Más de la mitad se consideraban rusos. Alrededor de uno de cada seis era judío. Un número insignificante, incluidos los pocos que luego desempeñarían un papel importante en el Gobierno soviético de Ucrania, creían en la posibilidad de una Ucrania bolchevique autónoma. Heorhi Piatakov —que había nacido en Ucrania pero no se consideraba como tal— hablaba en nombre de la mayoría cuando en junio de 1917, unas pocas semanas después del discurso de Hrushevski, dijo en una reunión de bolcheviques de Kiev que «no deberíamos apoyar a los ucranianos». Ucrania, explicó, no era «una región económica diferente». Más concretamente, Rusia dependía del azúcar, el cereal y el carbón de Ucrania, y Rusia era la prioridad de Piatakov.[30]

Ese punto de vista no era nuevo; el desprecio al simple concepto de un Estado ucraniano había constituido una parte consustancial del ideario bolchevique incluso antes de la revolución. En gran parte eso se debía simplemente a que todos los bolcheviques importantes —entre ellos Lenin, Stalin, Trotski, Piatakov, Zinóviev, Kaménev y Bujarin— se habían educado en el Imperio ruso, y este no reconocía la existencia de algo llamado «Ucrania» en la provincia que ellos consideraban la «Rusia del sudoeste». La ciudad de Kiev era para ellos la antigua capital de la Rus de Kiev, el reino que recordaban como ancestro de Rusia. En el colegio, la prensa y en el día a día habían asimilado los prejuicios de Rusia contra un idioma que se describía como un dialecto del ruso y contra un pueblo al que se percibía en general como un hatajo de antiguos siervos primitivos.

Todos los partidos políticos rusos de la época, desde los bolcheviques hasta la extrema derecha pasando por los centristas, compartían el mismo menosprecio. Muchos de ellos se negaban en redondo a utilizar la palabra «Ucrania»,[31] e incluso los liberales rusos se negaban a reconocer la legitimidad del movimiento nacional ucraniano. Este punto flaco —y el consiguiente rechazo de cualquier grupo ruso a formar una coalición con los ucranianos en contra de los bolcheviques— fue básicamente una de las razones por las que el Ejército Blanco no se alzó con la victoria en la guerra civil.[32]

Además de su prejuicio nacional, había razones políticas específicas para que a los bolcheviques no les gustase la idea de la independencia ucraniana. Este era aún un país en su mayoría campesino, y, de acuerdo con la teoría marxista que los dirigentes bolcheviques leían y debatían a todas horas, los campesinos eran como mucho un activo ambivalente. Como bien explicó Marx en un ensayo de 1852, estos no eran una «clase» y por consiguiente no tenían conciencia de tal. «Son, por tanto, incapaces de hacer valer su interés de clase en su propio nombre, ya sea por medio de un parlamento o por medio de una convención. No pueden representarse, sino que tienen que ser representados.»[33]

A pesar de que Marx creía que los campesinos no tenían un papel importante en la revolución venidera, Lenin, que era más pragmático, modificó en cierto modo esas ideas. Pensaba que sí eran potencialmente revolucionarios —aprobaba su deseo de una reforma agraria radical—, pero creía que necesitaban que la clase obrera, más progresista, los guiase. «No todos los campesinos que luchan por la tierra y la libertad tienen plena conciencia de esa lucha», escribió en 1905. Los trabajadores con conciencia de clase debían enseñarles cuál era la verdadera revolución que hacía falta no solo para la reforma agraria sino también para la «lucha contra la dominación del capital». Ominosamente, Lenin también sospechaba que, al ser propietarios, muchos agricultores de minifundios pensaban en realidad como minifundistas capitalistas. Esto explicaba por qué «no todos los pequeños campesinos ingresan en las filas de los combatientes por el socialismo».[34] Esta línea de pensamiento —a saber, que los propietarios de pequeñas parcelas de tierra, a los que luego llamarían «kulaks», eran en esencia una fuerza contrarrevolucionaria y capitalista— tendría enormes consecuencias unos años más tarde.

La ambivalencia de los bolcheviques sobre el nacionalismo también los llevó a sospechar del impulso independentista de Ucrania. Las opiniones de Marx y de Lenin sobre el nacionalismo eran intrincadas y evolucionaban constantemente, puesto que en algunas ocasiones lo consideraban una fuerza revolucionaria y en otras una distracción del socialismo universal, que era el objetivo real. Marx comprendía que las revoluciones democráticas de 1848 se habían debido en parte a los sentimientos de patriotismo, pero creía que esos sentimientos de «nacionalista burgués» eran un fenómeno temporal, una simple etapa en el camino hacia el internacionalismo comunista. En cuanto el Estado desapareciera, de algún modo también lo harían las naciones y los sentimientos patrióticos. «El dominio del proletariado los hará desaparecer aún más.»[35]

Lenin también defendía la autonomía cultural y la autodeterminación nacional, excepto cuando no le convenía. Incluso antes de la revolución desaprobaba los colegios en los que no se hablase en ruso, sin importar si lo hacían en yidis o ucraniano, pues argumentaba que crearían divisiones inútiles dentro de la clase obrera.[36] A pesar de que en teoría apoyaba la concesión del derecho de secesión a las regiones no rusas del imperio, que incluían a Georgia, Armenia y a los estados de Asia central, parece que no creía seriamente que eso fuera a ocurrir jamás. Además, el reconocimiento del «derecho» de secesión no significaba que Lenin apoyase la secesión como tal. En el caso de Ucrania, aprobó el nacionalismo ucraniano cuando este se opuso al zar o al Gobierno Provisional de 1917, y lo rechazó cuando le pareció que amenazaba la unidad del proletariado ruso y ucraniano.[37]

A este complejo rompecabezas ideológico, Stalin añadiría sus propias ideas. El georgiano era el experto del partido en nacionalidades, y al principio era mucho menos flexible que Lenin. El ensayo de Stalin de 1913, «El marxismo y la cuestión nacional», sostenía que el nacionalismo era una distracción de la causa del socialismo y que «es necesario un trabajo coordinado e infatigable de los socialdemócratas consecuentes contra la niebla nacionalista, de dondequiera que venga».[38] En 1925 sus ideas habían evolucionado hasta convertirse en un discurso sobre el nacionalismo como una fuerza en esencia campesina. Afirmaba que los movimientos nacionales necesitaban campesinos para poder existir. «La base de la cuestión nacional, su esencia misma, la constituye, a pesar de todo, el problema campesino. A ello, precisamente, se debe que los campesinos sean el ejército básico del movimiento nacional; que sin este ejército campesino no haya ni pueda haber un movimiento nacional potente.»[39]

Ese discurso, que reflejaba con claridad el análisis de Stalin sobre los eventos sucedidos en Ucrania, se volvería más relevante con el paso del tiempo. Si el ejército campesino era imprescindible para la existencia de un movimiento nacional poderoso, alguien que quisiera destruir ese movimiento muy bien podría querer empezar por aniquilar al campesinado.

A la postre, a los bolcheviques la ideología les importaría menos que sus experiencias personales en Ucrania, sobre todo las de la guerra civil. Para cualquier miembro del Partido Comunista, la época de la guerra civil fue un verdadero punto de inflexión personal y político. Hasta principios de 1917 pocos de ellos habían tenido una vida fructífera. Eran ideólogos oscuros, sin ningún tipo de éxito. Si ganaban algo de dinero, lo hacían escribiendo para periódicos ilegales; habían entrado y salido de la cárcel; sus vidas personales eran intrincadas y no tenían experiencia de gobierno o como gestores.

Inesperadamente, la Revolución rusa los puso en el centro de los acontecimientos internacionales. También les dio fama y poder por primera vez en su vida. Los rescató de la oscuridad y le dio un valor a su ideología. El éxito de la revolución demostró a los líderes bolcheviques y a muchos otros que Marx y Lenin estaban en lo cierto.

Pero esta pronto los obligó a defender su poder, pues los enfrentó no solo a contrarrevolucionarios ideológicos sino también a una contrarrevolución real y muy sangrienta que debían derrotar de inmediato. La consiguiente guerra civil los forzó a crear un ejército, una fuerza policial política y una maquinaria propagandística. Ante todo, el conflicto interno les dio a los bolcheviques una lección de nacionalismo, de política económica, de distribución alimentaria y de violencia; una lección que les sería útil más tarde. Las experiencias de los bolcheviques en Ucrania fueron muy diferentes de las que vivieron en Rusia, entre ellas una espectacular derrota que casi derribó su nueva nación. Muchas de las actitudes bolcheviques hacia Ucrania que surgieron como resultado de ello se originaron durante ese periodo, incluidas su falta de fe en la lealtad de los campesinos, sus sospechas acerca de los intelectuales ucranianos y su aversión al Partido Comunista de Ucrania.

De hecho, la experiencia de la guerra civil, sobre todo de la desarrollada en Ucrania, marcó el punto de vista del propio Stalin. Justo antes de la Revolución rusa, Stalin tenía unos treinta años y no había logrado gran cosa en la vida. No tenía «ni dinero, ni residencia permanente, ni profesión alguna aparte de la de dar su opinión», según ha escrito recientemente un biógrafo.[40] Había nacido en Georgia y se había educado en un seminario, y en la clandestinidad su reputación se basaba en el talento que tenía para robar bancos. Había entrado y salido de la cárcel en varias ocasiones. Durante la Revolución de Febrero de 1917, se encontraba desterrado en una aldea situada al norte del círculo polar ártico. Cuando se destronó al zar Nicolás II, Stalin volvió a Petrogrado (el nombre de San Petersburgo, la capital rusa, había sido rusificado en 1914, y en 1924 sería sustituido por el de Leningrado).

El golpe de Estado bolchevique de octubre de 1917 derrocó al Gobierno Provisional y le permitió a Stalin saborear por primera vez las mieles del verdadero poder político.[41] Fue miembro del primer Gobierno bolchevique como comisario para Asuntos Nacionales, una labor que le daba la responsabilidad directa de negociar con todas las naciones y pueblos no rusos que habían formado parte del imperio; es más, también le otorgaba la responsabilidad de convencerlos de que se sometieran al dominio soviético (o bien de obligarlos a ello). En sus negociaciones con Ucrania tenía dos prioridades claras e inmediatas, ambas fruto de la gravedad de la situación. La primera consistía en debilitar al movimiento nacional, que era sin duda el mayor enemigo de los bolcheviques en Ucrania. La segunda prioridad era hacerse con el cereal ucraniano. Se embarcó en esas dos tareas tan solo dos días después de que los bolcheviques tomasen el poder.

Ya en diciembre de 1917, en las páginas del Pravda, Stalin denunció la tercera universal de la Rada Central, el manifiesto que había proclamado la República Popular Ucraniana y que establecía las fronteras de Ucrania. ¿Quién apoyaría a una Ucrania independiente?, preguntaba retóricamente.

Los grandes terratenientes de Ucrania, así como Alexéi Kaledín [un general del Ejército Blanco] y su «Gobierno militar» del Don, es decir, los terratenientes cosacos [...] detrás de ambos acecha la gran burguesía rusa, que fue el enemigo feroz de todas las demandas del pueblo ucraniano pero que ahora apoya a la Rada Central.

Stalin aseguraba que, por el contrario, «todos los obreros ucranianos y los estratos más pobres del campesinado» se oponían a la Rada Central, algo que tampoco era verdad.[42]

Stalin siguió con sus acusaciones contra la Rada Central con lo que luego llamaría «medidas activas», encaminadas a desestabilizar al Gobierno ucraniano. Los bolcheviques locales intentaron crear unas supuestas «repúblicas soviéticas» en Donetsk-Kriví Rih, Odesa, Táurida y la región del Don, miniestados que contaban con el apoyo de Moscú y que claramente no tenían nada de independientes.[43] Los bolcheviques también intentaron dar un golpe de Estado en Kiev, y tras fracasar crearon un Comité Ejecutivo Central de Ucrania «alternativo» y después un «Gobierno soviético» en Járkiv, una ciudad más segura porque había más rusohablantes. Más tarde la convertirían en la capital de Ucrania, a pesar de que en 1918 tan solo unos pocos bolcheviques de dicha ciudad hablaban ucraniano.[44]

A medida que los bolcheviques consolidaban su poder en Rusia, el Ejército Rojo siguió abriéndose camino hacia el sur. Al final, el 9 de febrero de 1918, mientras los líderes de la Rada Central negociaban en Brest-Litovsk, Kiev cayó por primera vez ante las fuerzas bolcheviques. Esta primera y breve ocupación trajo consigo no solo la ideología comunista, sino también una agenda claramente rusa. El general Mijaíl Muraviov, el oficial al mando, declaró que volvía a traer el mandato ruso del «extremo Norte» y ordenó la ejecución inmediata de todo aquel que fuese sospechoso de nacionalismo. Sus hombres disparaban contra cualquiera a quien oyesen hablar en ucraniano y destruyeron cualquier vestigio del Gobierno ucraniano, incluidos los letreros de las calles que habían reemplazado a los que estaban en ruso tan solo unas semanas antes.[45] El bombardeo al que los bolcheviques sometieron a la capital ucraniana en 1918 tuvo como objetivo la casa, la biblioteca y las colecciones de documentos antiguos de Hrushevski.[46]

A pesar de que los bolcheviques controlaron Kiev durante tan solo unas semanas, esta primera ocupación le demostró a Lenin lo que Ucrania podría aportar al proyecto comunista. Desesperado por alimentar a los obreros revolucionarios que le habían dado el poder, envió de inmediato al Ejército Rojo a Ucrania acompañado de «destacamentos de requisa», grupos de hombres a los que se les había ordenado confiscar el cereal de los campesinos. Nombró a Sergó Ordzhonikidze, un destacado bolchevique georgiano, «comisario plenipotenciario extraordinario» a cargo de requisar el grano.[47] El consejo editorial del Pravda anunció a bombo y platillo el éxito de estos soldados y aseguró a sus lectores de la Rusia urbana que la cúpula dirigente soviética ya había empezado a tomar «medidas extraordinarias» para hacerse con el cereal de los campesinos.[48]

Entre bastidores, los telegramas de Lenin al frente ucraniano difícilmente podrían haber sido más explícitos. «Por el amor de Dios —escribió en enero de 1918—, ¡empleen toda la energía y todas las medidas revolucionarias para enviar cereal, cereal y más cereal! Si no, Petrogrado se morirá de hambre. Utilicen trenes especiales y destacamentos especiales. Recolecten y guarden. Escolten los trenes. Infórmennos todos los días. ¡Por el amor de Dios!»[49] La rápida pérdida de Ucrania a manos de los ejércitos alemanes y austriacos a principios de marzo enfureció a Moscú. Un iracundo Stalin censuró no solo al movimiento nacional ucraniano y a los obstinados campesinos que lo apoyaban, sino también a los bolcheviques ucranianos, que habían huido de Járkiv y establecido otro desastroso «Gobierno soviético de Ucrania en el exilio» justo en la frontera rusa, en Rostov. Aborrecía por instinto el concepto de «bolcheviques ucranianos» y tenía la sensación de que debían abandonar el esfuerzo de crear un partido político aparte. Desde Moscú, atacó al grupo de Rostov: «Ya basta de jugar al gobierno y a la república. Ya es hora de abandonar ese juego, ya basta».[50]

En respuesta, uno de los pocos interlocutores de Rostov que hablaban ucraniano envió una nota de protesta a Moscú, al Consejo de Comisarios del Pueblo. Según escribió Mikola Skrípnik, las palabras de Stalin habían ayudado a «desacreditar el poder soviético en Ucrania». Skrípnik creía en la posibilidad de implantar un «bolchevismo ucraniano» y fue uno de los primeros defensores de lo que más tarde se denominaría «comunismo nacional», la convicción de que el comunismo podía tener diferentes formas en diferentes países y de que no era incompatible con el sentimiento nacional de Ucrania. Sostenía que el breve Gobierno de la Rada Central había creado un verdadero deseo de soberanía ucraniana y proponía que los bolcheviques reconocieran e incorporaran ese mismo anhelo. Señalaba que el Gobierno soviético no debía «basar sus decisiones en la opinión de algún comisario del pueblo de la Federación rusa sino escuchar a las masas, a los obreros de Ucrania».[51]

Skrípnik ganó este asalto a corto plazo, pero no porque los bolcheviques hubiesen optado por escuchar a las masas o a los obreros. Tras su primera derrota en Ucrania, Lenin simplemente había decidido adoptar otras tácticas. Mediante los métodos de lo que más tarde (mucho más tarde, aunque en un contexto parecido) se conocería como «guerra híbrida», ordenó que sus fuerzas entrasen de incógnito en Ucrania. Debían esconder el hecho de que eran una fuerza rusa que luchaba por una Rusia bolchevique unificada. En lugar de eso, se llamaban a sí mismos «movimiento de liberación soviético de Ucrania», precisamente con el objetivo de confundir a los nacionalistas. La idea consistía en utilizar en su favor la retórica nacionalista, para convencer a la gente de que aceptase el poder soviético. En un telegrama al comandante del Ejército Rojo desplegado en la zona, Lenin explicó lo siguiente:

Con el avance de nuestras tropas hacia el oeste, hacia tierras ucranianas, se han creado gobiernos soviéticos regionales provisionales encargados de fortalecer a los soviéticos del lugar. Esta circunstancia ofrece la ventaja de disminuir las posibilidades de que los chovinistas de Ucrania, Lituania, Letonia y Estonia consideren el avance de nuestros destacamentos como una ocupación, y la de crear un ambiente favorable para ulteriores avances de nuestras tropas.[52]

En otras palabras, los líderes militares tenían la responsabilidad de ayudar a crear los gobiernos «nacionales» prosoviéticos que les darían la bienvenida. Tal y como expuso Lenin, la idea consistía en asegurarse de que la población de Ucrania los tratase como «libertadores», no como invasores extranjeros.

En ningún momento de 1918, ni Lenin, ni Stalin ni ningún otro líder bolchevique llegó a creer que un Estado soviético-ucraniano fuese a disfrutar de una soberanía real. En el consejo revolucionario de Ucrania formado el 17 de noviembre estaban Piatakov y Volodímir Zatonski, dos funcionarios «ucranianos» favorables a Moscú, así como Volodímir Antónov-Ovséienko, el comandante militar del Ejército Rojo en Ucrania, y el propio Stalin. El «Gobierno revolucionario provisional de Ucrania» que se formó el 28 de noviembre tenía como líder a Christian Rakovski, de origen búlgaro. Entre otras cosas, Rakovski afirmó que todas las demandas de convertir el ucraniano en la lengua oficial del país eran «injurias contra la Revolución ucraniana».[53]

El desorden generalizado facilitó esta guerra híbrida. El Ejército Rojo comenzó su asalto a la república justo al mismo tiempo que los bolcheviques empezaban a negociar un acuerdo con Petliura. Los funcionarios del Directorio denunciaron con insistencia esta política hipócrita; el bolchevique Gueorgui Chicherin, comisario del pueblo para Asuntos Exteriores, respondió sin inmutarse que Moscú no tenía nada que ver con las tropas que avanzaban hacia tierras ucranianas. Culpó de la acción militar contra ese territorio al «ejército del Gobierno soviético de Ucrania, que es totalmente independiente».[54]

El Directorio replicó que se trataba de una mentira innegable. Podían darse perfecta cuenta de que «el ejército del Gobierno soviético de Ucrania» era en r

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