Patriarcado, Mercantil y Liberacion Femenina

Gabriel Salazar Vergara

Fragmento

Introducción: Recogimiento y develación de ‘lo femenino

INTRODUCCIÓN:

RECOGIMIENTO Y DEVELACIÓN DE ‘LO FEMENINO’1

En Chile, durante el período colonial, la historia de lo femenino constituyó un proceso escindido en dos, pues, por arriba, se desenvolvió la historia del recogimiento (o atesoramiento) de las mujeres patricias hacia las intimidades del capital mercantil2 y, por abajo, en contrapunto, la del ‘desnudamiento’ (abandono) de las mujeres plebeyas, por efecto de la expoliación que ese mismo capital, para acumular su patrimonio y atesorar a sus mujeres, ejerció sobre el «bajo pueblo».

Como era natural, esa dualidad, fundada en un doble tensionamiento de ‘lo femenino’, engendró, a lo largo del siglo XIX, una entrecruzada reacción socio-cultural: de una parte, la indirecta, refinada y progresiva ‘develación’ de las mujeres patricias y, de otra, la marginal, tortuosa, pero finalmente progresiva ‘dignificación’ de la plebe femenina. Ambos procesos se entrecruzaron —sin confundirse— hasta producir, hacia el cambio de siglo, un resultado dialéctico de relevancia: el reconocimiento público de ‘lo femenino’ como un significativo valor republicano. Como una nueva dimensión de la ciudadanía. En este sentido, ellas —patricias y plebeyas— introdujeron en su entorno relaciones sociales, culturales y cívicas más extensas y complejas, que favorecieron la emergencia y desarrollo de la sociedad civil chilena.3

En muchos sentidos, durante la modernidad, el poderoso patriciado europeo (sustentado en lo económico por el capital mercantil; en lo político, por las monarquías absolutas; en lo moral por las religiones cristianas, y en lo militar por ejércitos mercenarios) asumió ‘lo femenino’ del mismo modo como los grandes mercaderes asumían para sí el oro que atesoraban; los reyes, las joyas que daban lustre a la majestad de su corona, y los papas, los símbolos misteriosos que legitimaban su infalible autoridad. En otras palabras, ‘lo femenino’ se asumió, por tales poderes, como un valor social nimbado por lo íntimo, lo privado y lo recóndito. Se radicó en la identidad interior del poder y la moral, de suerte que, por tener ese carácter, no debía ser tratado como mercancía traficable ni como bien público disponible ni como objeto o sujeto disputable por la política. No era una res publica, sino un ‘bien identitario’ (de la conciencia y el hogar). Si se traficaba con él en el espacio público (mercado o política), entonces se convertía en una de las mayores expresiones del ‘mal’ (moral), tanto en la esfera privada como en el espacio público. Lo femenino, más que ningún otro principio social, se convirtió de esa manera —sobre todo a la mirada de la Inquisición— en una ocasión frecuente para que diversos tipos de inmoralidad y desprestigio estallaran en la intimidad del mundo patricio. Por eso, quedó convertido en objeto de sospecha, y por lo mismo, en un sujeto de alta incidencia moral, razón por la que debía prestársele una cuidadosa atención y protegerlo, atesorarlo, vigilarlo.

Las familias patricias, regidas desde lo alto por la alianza entre mercaderes, reyes y papas (y por sus respectivos ejércitos mercenarios), privatizaron lo femenino en los arcanos íntimos de la identidad patricial: en primer lugar, como madre, para asegurar la reproducción genealógica del patrimonio; luego, como esposa y dueña de casa, para garantizar la educación de la familia; también como virgen, para afianzar las conexiones matrimoniales del linaje y, por último, como paradigma de devoción, para preservar la lealtad a los poderes del más allá y la alianza terrenal con la Iglesia católica. Por tanto, la sociedad patricia situó a la mujer en la matriz de su identidad de clase para perpetuar así la reproducción de su dominio. Lo anterior equivalía, supuestamente, a situarla en un lugar de privilegio, en un cálido y mullido mundo de alcoba, de modo que constituyó el polo opuesto de la violencia ilimitada que el patriciado aplicó lejos de esa alcoba, a través de sus vanguardias colonizadoras (capitanes de barco, consignatarios, marineros, mercenarios, corsarios y colonos) para construir sus grandes mercados, sus primeros estados liberales, sus imperios coloniales, para acumular tesoros monetarios y centralizar poderes autoritarios.4

Con todo, lo que pretendió ser la coronación terrenal de la mujer patricia no fue sino un enclaustramiento secular. Y es que el privilegio, la condición de clase, exigía el ocultamiento del cuerpo, vigilancia de su castidad, lujo para enmarcar su belleza, arquitectura barroca para amurallar su elegancia, vigilancia eclesiástica para custodiar su recogimiento, interrogatorios confesionales para juzgar los pasos y sueños de su vida íntima, accesos de misticismo para sublimar su erotismo natural, anulación de su independencia afectiva y obediencia ciega a la política matrimonial de la familia.

De modo que, si bien la mujer patricia reinó en el espacio público interior (en la pieza de la costura y en el salón de los palacios), fue al costo de devenir fantasma misterioso en el espacio público exterior (el de la calle, el foro, la plaza, el mercado, la guerra, el trabajo productivo, la política). Un gran manto, hilado y bordado con recelos y prejuicios de todo orden, la divorció del espacio público exterior (que era tan extenso como el agitado mercado mundial de los mercaderes) donde, en cambio, predominaba sin tapujos la violencia y dominación masculina (comercio aventurero; guerras colonizadoras; horca para herejes, deudores y revolucionarios; plebe laboriosa pero empobrecida o esclavizada).5

El ‘recogimiento’, envuelto como conditio sine qua non dentro del privilegio concedido, fue en general aceptado con relativo beneplácito por las mujeres patricias. Después de todo, lo que se ofrecía era ser madre y reina en casonas solariegas o palacios barrocos que configuraban, sobre todo en Hispanoamérica, la condición material propia de una ‘aristocracia’ adosada a la jerarquía del Imperio. No se podía rechazar semejante privilegio, pero tampoco se podía aceptar sin más la condición que venía envuelta dentro del mismo. La salida consistió en desenvolver una práctica sutil de resistencia al recogimiento, sobre la base de usar el mismo privilegio concedido. En otros términos: utilizar la riqueza —que se concentraba, a final de cuentas, sobre ellas— como un medio de develamiento y liberación.

Tal resistencia surgió de ‘lo femenino’ como tal —que buscaba la autogestión de sus sentimientos, su erotismo y su conducta general—, pero también de las contradicciones que existieron entre los mismos componentes de la hegemonía patriarcal. Pues, de un lado, el poder mercantil promovía el lujo, la elegancia corporal y la cosmopolita cultura romántico-humanista, mientras que, por el otro, la Iglesia imponía una moral trascendente, ascética y monacal. Considerando que ambas corrientes cultural

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