El asilo contra la opresión

Autores Varios

Fragmento

Hacer reír a lo menos una vez al día

HACER REÍR A LO MENOS UNA VEZ AL DÍA

Francisco Mouat

«No somos nosotros, los sobrevivientes, los verdaderos testigos. Esta es una idea incómoda, de la que he adquirido conciencia poco a poco, leyendo las memorias ajenas, y releyendo las mías después de los años. Los sobrevivientes somos una minoría anómala además de exigua: somos aquellos que por sus prevaricaciones, o su habilidad, o su suerte, no han tocado fondo. Quien lo ha hecho no ha vuelto para contarlo, o ha vuelto mudo; son ellos, los hundidos, los verdaderos testigos, aquellos cuya declaración habría podido tener un significado general. Ellos son la regla, nosotros la excepción.»

Primo Levi, Trilogía de Auschwitz.

«Auschwitz es el nombre de un lugar concreto y de un episodio del pasado, pero también es una posibilidad, el recordatorio y la advertencia de lo que unos seres humanos pueden hacerle a otros; de que ni la cultura, ni las buenas maneras, ni la sólida educación, ni el amor por la música o por los atardeceres le impiden a nadie convertirse en un verdugo, en obediente ejecutor de un proyecto de exterminio. Auschwitz es un acontecimiento único, un agujero negro en la historia del siglo veinte, pero la crueldad y el fanatismo frío que lo hicieron posible han actuado y actúan en otros lugares, facilitan la eliminación de personas, de colectividades enteras, a las que se priva de la plena humanidad antes de privarlas de la vida. Perros, cerdos, gusanos. El recuerdo es a la vez un acto de justicia hacia los perseguidos y las víctimas y una urgente obligación política. Muy pronto esa tarea recaerá exclusivamente en quienes no fuimos testigos directos de lo que sucedió, y será nuestro deber transmitirlo a quienes nos sucedan.»

Antonio Muñoz Molina

1

En Rumania, donde nació en 1923, se llamaba Emeric, pero cuando llegó a Chile en enero de 1948 fue bautizado por el funcionario del Registro Civil como Américo, Américo Grunwald. El hombre, joven, venía de Europa junto a su nueva y flamante esposa, Irene, una mujer polaca a la que conoció en Alemania poco después de terminada la Segunda Guerra Mundial. Grunwald había sobrevivido por milagro a un año y algunos meses como prisionero en distintos campos de concentración nazi, desde Auschwitz hasta Flossenburg, desde Offenburg hasta Immendingen.

Había sido justamente a su llegada a Auschwitz cuando Grunwald vio por última vez a toda su familia: su padre, su madre, sus abuelos paternos y su única hermana, Caterina, cinco años mayor que él. Con ellos vivía en Oradea, hoy parte de Rumania, hasta que por orden de los nazis fueron arrancados de sus casas en marzo de 1944, instalados en guetos de judíos y posteriormente llevados en tren, hacinados como animales, a campos de concentración y exterminio.

En Auschwitz, sus padres y sus abuelos no superaron la primera selección y murieron asesinados en cámaras de gases, y luego fueron incinerados en los crematorios. Caterina, por su edad, por su juventud, se supone fue llevada primero a trabajos forzados y en algún sitio no pudo más contra el frío, el hambre, la enfermedad.

Un lunes de abril de 2005, llegué hasta la casa de Américo Grunwald en el centro de Concepción y toqué el timbre. Habíamos pactado semanas atrás una entrevista. El hombre, de ochenta y dos años de edad, estaba en cama, ligeramente resfriado, pero no tuvo inconveniente en que igual nos reuniéramos a conversar en su dormitorio. Irene, «mi bella esposa», como él la llamó cuando nos presentamos, intentaba cuidar a su marido y que el diálogo no se prolongara demasiado, pero Américo Grunwald tenía energía para regalar e insistió en que siguiéramos adelante con el relato. Nuestra primera conversación duró dos horas.

Allí supe que un año después de terminada la guerra, Américo le escribió una carta a un dentista en Oradea para preguntarle si sabía algo de su hermana Caterina, y tocó la casualidad de que en el momento de llegar la carta se encontraba en la sala de espera de la consulta dental el que fuera novio de Caterina, Nicolás, un rumano que también había sobrevivido a la guerra. El novio, que en ese momento creía que Américo estaba igual de muerto que Caterina, le escribió de vuelta a Grunwald y le envió dos fotografías de su hermana, las mismas dos fotografías que había llevado consigo en el pecho, en Rusia, durante toda la guerra. Esas fotos son el único vestigio que tiene Américo Grunwald de su familia, de sus raíces, de su primera historia. Son el único cargamento visible de sus primeros veinte años de vida.

Una de esas fotos descansa enmarcada sobre el piano del living de su casa en Concepción. Irene, que toca el piano estupendamente bien y admira sobre todo a Chopin, trae la mentada fotografía a la mesa y la deja encima. Es martes, hora del té, y Grunwald, que ya está mucho mejor del resfrío, se queda pegado mirando la fotografía de Caterina.

—Bonita su hermana —le digo.

—Muy bonita —contesta él.

Es probable que nos quedemos cortos. El retrato en blanco y negro de Caterina, conservado por el novio durante la guerra y ahora ampliado y enmarcado en Concepción, muestra a una mujer bellísima, de finas facciones y rostro elegante. Grunwald no le quita la vista a su hermana.

Al cabo de un rato, Américo le pide a su mujer que devuelva la foto a su lugar, el piano, y sonríe, y pregunta por el paté de ave que hemos estado comiendo, hecho por él mismo, paté que él sabe es muy sabroso, y yo le contesto que está buenísimo, y él me palmotea la espalda, está contento, y yo recuerdo una frase leída en alguno de los textos de prensa que hablan de Grunwald, cuando él dice que después de lo vivido durante la persecución nazi se propuso hacer reír a lo menos una vez al día a una persona, y él asegura que lo ha logrado, y yo lo miro reír y le creo,cómo no,si estamos riéndonos de buena gana en la mesa de su casa a pesar de Auschwitz y los fantasmas del recuerdo.

2

Han pasado seis meses desde que nos vimos por última vez en Concepción. Seis meses en los que guardé con celo la botella de licor que Américo me regaló, envuelta en una bolsa plástica de supermercado, cuando nos despedimos en la puerta de su casa. Era una botella de Kedem, licor judío de color rojo que fabrican especialmente en Estados Unidos y que habíamos estado bebiendo esa tarde; un vino dulce de color más claro y consistencia más ligera que el tinto, muy sabroso. Celebré bastante el Kedem mientras tomábamos un par de copas después del té, y tal vez por eso Américo me obsequió una botella. Le di las gracias y le prometí que la bebería en su nombre cuando escribiera su historia.

Es lo que hago ahora. Abro la botella de Kedem, tomo y escribo.

3

El día en que nos conocimos, Américo Grunwald estaba

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos