Las aventuras del joven Lupin

Marta Palazzesi

Fragmento

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París, 1886

Prólogo

Robar es un delito, dice todo el mundo.

No si lo haces por un buen motivo, digo yo.

Sobre todo, si tienes once años, vives en uno de los orfanatos más lúgubres de la ciudad y eres el único capaz de forzar la cerradura de la despensa.

Era la Nochebuena de 1886. Mis compañeros de desventuras y yo, veinte niños entre los cuatro y los once años, sufríamos las punzadas del hambre tumbados en la cama. Aquella noche nos había tocado la misma sopa insípida de siempre, acompañada de un trozo de queso duro. Nada de pato relleno de castañas, ni de pan con mantequilla a las finas hierbas, ni de pasteles de merengue. Y, por supuesto, ni hablar de regalos.

Me encogí bajo la manta e imaginé las mil maneras en que me gustaría hacérselo pagar a madame Générouse, la directora del orfanato. Nosotros, los huérfanos, estábamos en los huesos, mientras que la señora tenía los huesos cubiertos de blandas capas de grasa. Su marido, monsieur Fraude, no se quedaba atrás y aquellos días lo pasaba en grande recorriendo los pasillos con una bolsa llena de bombones colgada del cinturón. ¡Lo que habría dado yo por meterles un animal asqueroso en la cama! Pero el orfanato Laurent era un sitio tan lúgubre que hasta los ratones, las cucarachas y los milpiés se negaban a infestarlo.

—Lupin —susurró de pronto el pequeño Léon, mi compañero de catre, y levantó la cabeza de la almohada—. Tengo hambre.

—Ya lo sé, Léon, pero...

—Yo también tengo hambre, Lupin —murmuró otro niño tendido detrás de nosotros.

—Lupin, por favor —pidió uno más.

—Lupin, haz algo.

Poco a poco, todo el dormitorio entonó la misma cantilena:

—Lupin, Lupin, Lupin.

—¡CALLAD!

Monsieur Fraude apareció de repente en la puerta, envuelto en una cálida bata roja. Sus ojos oscuros, coronados por unas cejas que parecían larvas peludas, recorrieron el dormitorio con aire malvado.

—Si oigo una palabra más, ¡os mando a dormir al patio!

No amenazaba en vano. Todas las semanas al menos un niño pasaba la noche en aquel triste rectángulo empedrado. En cualquier estación, sobre todo cuando llovía o nevaba. Sin duda era uno de los imaginativos intentos de diezmarnos de monsieur Fraude.

En el dormitorio se hizo un silencio tétrico. Monsieur Fraude, satisfecho por el efecto que había producido su amenaza, se marchó. Lo oímos subir con pasos pesados la escalera hasta el segundo piso, donde madame Générouse lo esperaba en su saloncito privado. Allí tomarían licor y comerían dulces hasta quedarse dormidos delante de la chimenea.

Malditos.

Me quedé un rato en la cama escuchando los ruidos del piso de arriba. Luego me levanté y, ante la mirada expectante de los otros huérfanos, fui hacia la puerta del dormitorio.

Cuando ya iba a salir, el pequeño Léon se escabulló de la cama y corrió a abrazarme.

—Que no te pillen, Lupin —murmuró con sus grandes ojos claros cargados de terror—. Ya sabes lo que les pasa a los niños malos. Desaparecen.

—No te preocupes —lo tranquilicé—, yo no desapareceré. Vuelve a la cama. —Léon no se movió. Le puse una mano en la cabeza y le alboroté los rizos dorados—. Si vuelves ahora mismo a la cama, te traeré un regalo de Navidad de la cocina.

Al oír la palabra «regalo», Léon sonrió y se tocó la cicatriz en forma de media luna que tenía en la mejilla derecha, un recuerdo reciente de madame Générouse y su vara.

—Un merengue. Lo que me gustaría es un merengue.

—Lo tendrás. Y, ahora, largo.

Esperé a que Léon volviera a la cama y luego, rápido y silencioso como un gato, bajé al piso inferior y crucé el vestíbulo del orfanato. Madame Générouse era demasiado tacaña para cambiar las mechas de los quinqués y, de no haber sido por las farolas de la calle, yo no habría visto nada. Tampoco es que hubiera mucho que ver en el vestíbulo, aparte del escuchimizado árbol de Navidad de la esquina, un abeto enfermizo con unos tristes adornos hechos de papel de periódico.

Una vez en la cocina me deslicé hasta la despensa, un cuartito que la cocinera, la arisca madame Lipp, cerraba con llave todas las noches. Pobre ilusa, ¡una cerradura no iba a detenerme! Una horquilla para el cabello, un par de golpecitos bien asestados y la cerradura cedió dándome libre acceso a las maravillas que ocultaban allí, objeto de las fantasías más desenfrenadas de todos nosotros, los huérfanos.

—Madre mía... —susurré al ver la despensa repleta. Había tarros de mantequilla y miel, cajas de galletas, quesos, un jamón entero y varias cestas llenas de verduras.

Tras coger un par de merengues para Léon de un bote de cristal, me hice con una bolsa de manzanas; seguro que madame Générouse y su marido no se darían cuenta, no eran lo bastante suculentas para ellos. Sin hacer ruido, cerré la puerta de la despensa, me volví y...

—¡Ay!

Recibí un bofetón en plena cara y la bolsa se me cayó de la mano.

—Bien, bien, bien —dijo en tono burlón madame Générouse mientras me levantaba del suelo por la solapa del pijama. Sus ojos, hundidos en el rostro regordete, brillaban de satisfacción por haberme pillado con las manos en la masa, mejor dicho, en la bolsa—. Ni siquiera en Navidad puedes respetar las normas, ¿eh, Lupin? Robarnos comida es tu pasatiempo favorito —siseó con su aliento a alcohol.

—¡No es un pasatiempo! —exclamé pataleando—. Lo hago porque, mientras ustedes se hartan de comer, nosotros nos morimos de hambre.

Madame Générouse me tiró al suelo. Su vara me golpeó las piernas y me dejó dos largas franjas violáceas.

—¡Deberías estar agradecido, chico!

—¿Agradecido? —repliqué—. ¿Por qué? Nosotros, los huérfanos, no les importamos nada. Solo dirigen este lugar para llenarse los bolsillos. ¡No son más que dos cascarrabias codiciosos y glotones!

Madame Générouse levantó el brazo para pegarme de nuevo, pero la interrumpió la voz de su marido.

—¿Querida? —Monsieur Fraude se asomó a la cocina con un quinqué en la mano—. Ya es la hora.

—¡Lupin!

A pesar del dolor en las piernas, me puse en pie de un salto.

—¿Léon? —exclamé al descubrir a mi compañero de cama detrás de monsieur Fraude—. ¡Quietos! ¿Adónde lo llevan?

Madame Générouse me apuntó con la vara.

—¡No te atrevas a moverte o te despellejo vivo! —Luego se dirigió a su marido—: Ven aquí y mantén a raya a este sinvergüenza. Quiero contar el dinero yo misma. Ya sabes que no me fío de ese.

Léon empezó a patalear en un intento por librarse de monsieur Fraude.

—¡Lupin! ¡Ayúdame! ¡No quiero desaparecer!

Madame Générouse se acercó a él y lo sacó de la cocina.

—¡No! ¡Lupin!

—¡Suéltenlo! —grité—. Él no ha hecho nada, es culpa mía. ¡Llévenme a mí!

Monsieur Fraude se me plantó delante blandiendo la vara de su mujer.

—¡Deja de armar jaleo o aparecerán los gendarmes! ¡Conseguirás que nos detengan!

—¡Es lo que se merecen!

—Menudo

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