Enola Holmes 2. El caso de la dama zurda

Nancy Springer

Fragmento

Índice

Índice

Sabía que iba a morir...

Londres, enero de 1889

Capítulo primero

Capítulo segundo

Capítulo tercero

Capítulo cuarto

Capítulo quinto

Capítulo sexto

Capítulo séptimo

Capítulo octavo

Capítulo noveno

Capítulo décimo

Capítulo decimoprimero

Capítulo decimosegundo

Capítulo decimotercero

Capítulo decimocuarto

Capítulo decimoquinto

Capítulo decimosexto

Capítulo decimoséptimo

Aún el frío invierno,

¡Descubre la primera aventura de Enola!

Notas

A MI MADRE

Sabía que iba a morir...

SABÍA QUE IBA A MORIR...

A grandes zancadas, proseguí mi camino. Temblaba de frío. Y de miedo. A la escucha.

Distraída con aquellos pensamientos, cuando noté una presencia a mis espaldas era ya demasiado tarde.

Un sonido imperceptible, tal vez el roce del cuero de un zapato pisando el barro helado y las piedras rotas de la calle, tal vez el jadeo de una respiración diabólica... En el momento en que intenté tomar aliento, justo en el momento en que, asustada, traté de darme la vuelta, algo me agarró del cuello.

Algo oculto e invisible, detrás de mí.

Aterradoramente fuerte.

Que me apretaba cada vez con más ímpetu.

No era algo humano, era como... como una condena opresora, sinuosa, constrictora, que me mordía el cuello. No podía pensar, y mucho menos alcanzar mi daga. Mi única reacción fue dejar caer el farol que sostenía y, con las dos manos, tratar de zafarme de aquella... cosa, fuera lo que fuera, que atormentaba mi cuello. Pero empecé a sentir que me faltaba el aliento, que mi cuerpo se retorcía de dolor, que mi boca se abría en un grito callado, que todo lo que veía empezaba a oscurecerse ante mis ojos. Y supe que iba a morir.

Londres, enero de 1889

LONDRES,

ENERO DE 1889

–No nos encontraríamos en esta deplorable situación —declara el más joven y alto de los dos hombres que se encuentran en la pequeña sala del club— si no la hubieses obligado a ir a ese internado.

Con sus rasgos afilados y su delgadez extrema, casi cadavérica, camina de un lado a otro en sus brillantes botas negras, pantalones negros y chaqueta de frac también negra, como si fuera una garza negra.

—Mi querido hermano. —El mayor y más corpulento, cómodamente hundido en un sillón orejero de cuero marroquí, alza unas cejas muy pobladas y puntiagudas—. Esta intensa amargura no suele acompañar en absoluto tu temperamento habitual. —Habla con calma, pues está en su club, y en concreto, en su estancia privada, que habitualmente utiliza para los encuentros. Mientras espera deseoso que llegue su cena consistente en una excelente carne asada, le dice a su hermano menor en un tono afable—: No negaré que la muy mema está sola en este caldero de ciudad y puede que ya la hayan atracado, que haya acabado en la indigencia o, peor aún, que haya perdido su honor... Aun así, no deberías implicarte emocionalmente en el asunto.

—¿Y cómo se supone que debo hacer eso? —El hombre se da la vuelta desafiante y le dirige una mirada de halcón—. ¡Es nuestra hermana!

—Y la otra mujer que ha desaparecido es nuestra madre. ¿Y qué? ¿Servirá de algo que nos impacientemos como perros de caza en una jaula? Si buscas a alguien a quien culpar —dice el hombre que está sentado, cruzando las manos sobre la mullida extensión del chaleco que conforma su barriga—, madre es la persona contra la que deberías dirigir tu ira. —Es un lógico, así que enumera sus razones—: Es nuestra madre la que, en vez de proporcionarle los modales adecuados de una dama, ha permitido que la niña se eduque medio salvaje, en bombachos y montada en una bicicleta. Es nuestra madre la que se ha pasado los días pintando florecillas mientras nuestra hermana trepaba a los árboles, y es nuestra madre la que malversó el dinero que, de otro modo, hubiera tenido que ser para la institutriz de la jovencita, para su profesora de danza, para confeccionarle pudorosos vestidos femeninos y un largo etcétera. Y también es nuestra madre la que, en última instancia, la abandonó.

—El día de su decimocuarto cumpleaños —murmura el hombre que camina de un lado a otro.

—En su cumpleaños o en cualquier otro día, ¿qué más da? —se queja el hermano mayor, que está empezando a cansarse del tema—. Madre es la que abdicó de su responsabilidad, finalmente hasta el punto de la deserción, y...

—Y entonces tú decides imponer tu voluntad a una joven con el corazón roto, ordenándole que abandone el único mundo que ha conocido, que ahora se desmorona bajo sus pies...

—¡El único proceder racional para convertirla en algo parecido a una jovencita decente! —le interrumpe el hermano mayor con aspereza—. Tú mejor que nadie deberías entender lo lógico...

—La lógica no lo es todo.

—Ciertamente, es la

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