Bethany y la bestia 2

Jack Meggitt-Phillips

Fragmento

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El abominable comienzo de la bestia

Cuando Ebenezer Tweezer tenía once años, el mundo era un lugar mucho más joven.

En las calles no había coches, sino caballos y carruajes. En lugar de móviles y ordenadores, la gente utilizaba las cartas para comunicarse, pero también probaban suerte a voces.

No existían las fotografías ni nada por el estilo, y si eras una de esas personas a las que les gusta capturar el instante en que llevan un atuendo que les queda fenomenal o van a comer a un sitio especial, pues tenías que llevar contigo a tu propio pintor e ir a todas partes con tu retratista particular. La electricidad no era más que una palabreja rara en aquel entonces, y eso significaba que, llegada la hora de irse a la cama, solo podías leer un libro si contabas con una gran colección de velas.

En resumen, era un asco vivir en aquella época, y para el pobre Ebenezer lo era todavía más, porque era un niño muy poco popular.

Es difícil decir qué lo convertía en alguien tan impopular. Quizá fuese la expresión petulante que tenía en la cara, o tal vez se debiera al hecho de que siempre lucía unos atuendos bastante estrafalarios, con unos diseños muy coloridos y llenos de volantes.

Fuera cual fuese el motivo, estaba claro que los demás niños no tenían ningún interés en el joven Ebenezer. Nunca lo invitaban a sus banquetes ni a sus torneos de bufones, ni tampoco cuando iban al teatro, pero esto no le impedía asistir. Es más, Ebenezer se pasaba la mayoría de las tardes merodeando por la puerta de la repostería Muddlington, porque sabía que, de vez en cuando, los niños se reunían allí y se desafiaban los unos a los otros en competiciones espontáneas de comer hojaldres.

Sin embargo, eran más las ocasiones en que Ebenezer se tiraba el día entero delante de la repostería sin que apareciese ningún niño, y entonces, Ebenezer pasaba el rato practicando sus dotes para la conversación charlando con la pared, y decía cosas como:

«Oye, qué día tan espléndido estamos pasando».

O bien:

«¿Habéis ido al teatro a ver esa nueva comedia de William Comosellame? Ah, no, yo tampoco pillé ninguno de los chistes».

Y también:

«Qué asquito lo de la peste, ¿verdad?».

Siempre sucedía lo mismo: que la pared nunca tenía nada que decir, pero a Ebenezer tampoco le importaba, porque pensaba que todos aquellos monólogos eran un magnífico entrenamiento para el momento de la verdad. Si fuera capaz de dar con el tema de conversación apropiado o de lucir el número preciso de volantes en la camisa, entonces estaba seguro de que los demás niños lo dejarían participar de su diversión con los hojaldres.

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Uno de aquellos días en que andaba merodeando por la repostería, Ebenezer oyó que se estaba formando un tumulto en la plaza. El pregonero del pueblo había dejado su vocerío habitual sobre las maravillosas ofertas que había a la venta en la mercería de su mujer y ahora gritaba no sé qué con voz insistente. Ebenezer no alcanzaba a distinguir las palabras exactas, porque el revuelo y el jaleo de la calle eran tremendos.

Unos hombres desmontaban de sus caballos con la expresión muy seria y el ridículo atuendo de una capa en rojo escarlata y unos leotardos verdes. Cada uno llevaba una trompeta en la mano, como si fuera un arma, y se les veía una profunda preocupación en la cara.

—¡Oye, tú, muchachito! —gritó uno de ellos. Ebenezer vio que llevaba un emblema en la capa que ponía «Brigada Especial de Recogida de Tunantes Abominables»—. ¿Has visto a la criatura más mortífera que jamás haya atormentado esta tierra?

Ebenezer estaba segurísimo de que recordaría a semejante criatura, pero era un niño muy obediente y quería ser lo más amable posible. Tardó unos doce segundos en repasar sus recuerdos.

—No, estoy prácticamente seguro de que no la he visto —dijo Ebenezer—. ¿Es que están jugando al escondite? Nunca me dejan jugar al escondite con los demás, pero creo que no vale pedir ayuda.

—¡Esto no es ningún juego, muchacho! Quién sabe lo que podría pasar si no capturamos a la criatura antes de que recupere su fuerza —dijo el hombre de la capa.

—Ay, caramba —dijo Ebenezer—. Ojalá pudiera ayudarlos, pero como decía, no me he cruzado con ninguna criatura. Lo siento.

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Cualquiera diría que el hombre de la capa se tomó aquel comentario como un insulto personal. Con aire malhumorado, regresó a lomos de su caballo y se alejó de Ebenezer al trote. El resto de los hombres con capa y leotardos continuaban con su búsqueda —irrumpiendo en los comercios y haciendo preguntas muy directas—, pero la atención de Ebenezer se centró enseguida en otra cosa, en cuanto localizó a tres niños que se acercaban a la repostería.

—He oído que la encontraron en el sótano de lady Morgana. Al parecer, la ha mantenido escondida de la Brigada durante siglos —dijo Nicholas Nickle, un niño desagradable que tenía una cara igualmente desagradable.

—Nadie vive durante siglos, así que está claro que eso no es verdad, hermano querido —dijo Nicola Nickle, la nada querida hermana de Nicholas—. Yo he oído que, antes, la criatura tenía el tamaño de una pequeña montaña, hasta que los de la Brigada le dieron de comer una trompeta. Uno de los vecinos de Morgana ha dicho que vio cómo la bestia se desinflaba como un globo y salía volando de la casa, disparada.

—¡YO QUIERO UNOS LEOTARDOS! —dijo Nicco Nickle, el más pequeño de aquella espantosa familia.

El resto del vecindario solía considerar que los Nickle eran todo un peligro público, pero Ebenezer no estaba en condiciones de ponerse exigente respecto de las amistades. Mientras se acercaban, él se atusó los volantes de la camisa e intentó recordar su entrenamiento para charlas intrascendentes.

—¿No es un asquito lo de esa trufa comosellame? Ah, no, yo no pillé la peste, en absoluto —dijo Ebenezer, que frunció el ceño con una arruga—. Esperad un momento, creo que me he liado un poco.

A los hermanos Nickle se les iluminó la cara. Ebenezer lo malinterpretó como si fuera una expresión de amistad, así que a él también se le iluminó la cara.

—Bueno, bueno, bueno… Mirad quién ha venido a buscarse otra paliza. ¡Si es don Ebenecio Pelmazo! —dijo Nicholas.

—Me encanta que me llaméis así —dijo Ebenezer con una cara muy seria—. He leído en alguna parte sobre la importancia de que los amigos se pongan motes los unos a los otros.

—No somos tus amigos, Ebenecio. Creía que ya te habíamos enseñado lo que te pasa cuando nos llamas así.

—¿Perdón? Ah, sí, ese juego en el que me perseguís tirándome piedras y palos es la monda —dijo Ebenezer—, pero ¿qué os parece si esta vez lo cambiamos

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