Tú serás mi muerte

Karen McManus

Fragmento

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1
IVY

Las listas de verificación me parecen muy bien, pero empiezo a pensar que mi madre se ha pasado de la raya.

—Perdona, ¿de qué página me hablas? —pregunto mientras hojeo un librito que hay sobre la mesa de la cocina bajo la atenta mirada de mi madre, que me observa por Skype con expresión expectante. El título dice «Viaje 20 aniversario Sterling-Shepard: instrucciones para Ivy y Daniel» y consta de once páginas en total. Por las dos caras. Mi madre ha planificado esta primera ocasión en que mi padre y ella nos dejan solos a mi hermano y a mí con la misma minuciosidad y precisión militar que aplica a todo. Entre la lista de verificación y las frecuentes llamadas por Skype y FaceTime, tengo la sensación de que no se han marchado.

—Nueve —dice mi madre. Lleva el pelo rubio recogido en ese moño estilo tiffany que le encanta, aunque no son ni las cinco de la madrugada en San Francisco. El avión de mis padres no sale hasta dentro de tres horas y media, pero mi madre nunca baja la guardia—. Justo después de la sección de las luces.

—Ah, sí, la sección de las luces. —Mi hermano, Daniel, lanza un suspiro histriónico. Está al otro lado de la mesa, llenándose un tazón de cereales Lucky Charm, que es lo mismo que comer golosinas. Aunque tiene dieciséis años, sus gustos relativos a cereales para el desayuno son los de un niño de dos años—. Yo pensaba que tendríamos que encenderlas cuando las usáramos y apagarlas cuando no. Resulta que me equivocaba. De medio a medio.

—Una casa bien iluminada disuade a los ladrones —dice mi madre como si no viviéramos en una calle donde lo más parecido a un acto delictivo que hemos presenciado es un niño yendo en bici sin casco.

Pongo los ojos en blanco, pero solo para mis adentros, porque no se puede discutir con mi madre. Enseña estadística aplicada en el Instituto de Tecnología de Massachusetts y cuenta con datos actualizados para todo. Por eso estoy buscando a toda prisa la «sección de ceremonia del premio CAC», una lista de tareas pendientes para cuando mi madre sea nombrada Ciudadana del Año de Carlton por sus aportaciones a un informe de ámbito estatal sobre el abuso de opiáceos.

—Ya lo he encontrado —le digo al tiempo que leo la hoja en diagonal buscando algo que pueda haber pasado por alto—. Ayer recogí tu vestido de la tintorería, así que está todo a punto.

—De eso te quería hablar —dice mi madre—. El avión aterriza a las cinco y media. En teoría, como la ceremonia empieza a las siete, tendré margen de sobra para pasar por casa y cambiarme. Pero acabo de caer en la cuenta de que no te he dado instrucciones sobre qué hacer en caso de que lleguemos tarde y tengamos que acudir al Centro Cultural Mackenzie directamente desde el aeropuerto.

—Hum. —Sostengo su penetrante mirada a través de la pantalla de mi portátil—. ¿No podrías, no sé, enviarme un mensaje si el vuelo se retrasa?

—Lo haré si puedo. Pero deberías bajarte una aplicación que te avise de los posibles retrasos, por si el wifi del avión no funciona —dice mi madre—. No tuvimos cobertura en todo el camino de ida. Sea como sea, si no aterrizamos antes de las seis, me gustaría que fueras a buscarnos y me llevaras el vestido. También necesitaré los zapatos y las joyas. ¿Tienes un boli a mano? Anota cuáles son.

Daniel se sirve más cereales y yo intento tragarme el sordo resentimiento que mi hermano suele inspirarme mientras tomo notas a toda prisa. La mitad de mi vida consiste en preguntarme por qué me toca trabajar el doble que a mi hermano, aunque en este caso me lo he buscado yo. Antes de que mis padres se marcharan, me empeñé en encargarme de todos y cada uno de los detalles de la entrega de premios, principalmente porque temía que, de no hacerlo, mi madre se daría cuenta del error que había cometido al pedirme a mí y no a Daniel que la presentara en la ceremonia. El niño prodigio de la familia, que se saltó un curso y brilla más que yo en cualquier faceta de este último año de secundaria, habría sido la opción más lógica.

Una parte de mí piensa que mi madre se arrepiente de su decisión. Sobre todo después de ayer, cuando mi gran y único logro en el instituto fue torpedeado con saña.

Con las tripas revueltas, suelto el boli y aparto el tazón de cereales vacío. Mi madre capta el gesto. No se le escapa ni una.

—Ivy, lo siento. Te he interrumpido en mitad del desayuno, ¿verdad?

—Tranquila. No tengo hambre.

—Pero tienes que comer —me advierte—. Come una tostada. O fruta.

La idea no me tienta lo más mínimo.

—No puedo.

Preocupada, mi madre frunce el ceño.

—No estarás mareada…

Antes de que yo pueda responder, Daniel finge atragantarse haciendo mucho ruido.

—Boney.

Le lanzo dagas con la mirada y vuelvo la vista hacia mi madre para ver si ella ha captado la indirecta.

Pues claro que sí.

—Ay, cariño —dice. Adopta una expresión compasiva con un toque de exasperación—. No estarás dándole vueltas otra vez a eso de la votación, ¿verdad?

—No —miento.

La votación. La debacle de ayer. Cuando yo, Ivy Sterling-Shepard, elegida en tres ocasiones delegada de la clase, perdí frente a Brian «Boney» Mahoney. Que se presentó por echarse unas risas. Su eslogan era, literalmente: «Vota por Boney y te dejaré a tu rolli».

Vale, muy bien. Tiene gancho. Pero ahora Boney es el delegado del último curso y no hará nada de nada, mientras que yo tenía un montón de planes para mejorar la vida estudiantil del Instituto Carlton. He estado hablando con una granja de la zona para que aporten opciones orgánicas al bufé de ensaladas y con uno de los consejeros del instituto sobre un programa de meditación para la resolución de los conflictos escolares. Por no hablar de la idea de compartir recursos con la biblioteca de Carlton para que la nuestra pudiera ofrecer libros electrónicos y audiolibros además de ejemplares en papel. Incluso pensaba organizar una campaña de donación de sangre para el hospital del pueblo, a pesar de que me mareo solo con ver una aguja.

Sin embargo, al final, resulta que todo eso no le importaba a nadie. Así que hoy, a las diez en punto, Boney pronunciará su discurso de nuevo delegado a la clase de los mayores. Si se parece en algo a los debates que hemos mantenido, consistirá en largos silencios sin ton ni son entre chistes de pedos.

He intentado tomármelo con deportividad, pero duele. La política estudiantil siempre ha sido lo mío. Es la única actividad en la que destaco por encima de Daniel. Bueno, no exactamente, porque él nunca se ha molestado en optar a ningún cargo, pero da igual. Era mi terreno.

Mi madre me lanza una mirada que sugiere «Ha llegado el momento de ponerse firme». Es una de sus miradas más poderosas, justo después de «Ni se te ocurra usar ese tono conmigo».

—Cariño, ya sé que te has llevado una gran desilusión. Pero tienes que pasar página o te vas a poner enferma.

—¿Quién está enfermo? —La voz de mi padre atruena desde algún lugar de la habitación del hotel. Un instante después sale del lavabo con un atuendo informal, listo para el viaje, frotándose ese pelo entrecano suyo con una toalla—. Espero que no seas tú, Samantha. Tenemos por delante un vuelo de seis horas.

—Estoy perfectamente, James. Estaba hablando con…

Mi padre se acerca al escritorio frente al que está sentada mi madre.

—¿Entonces es Daniel? Daniel, ¿picaste algo en el club? He oído que este fin de semana se intoxicaron varias personas por comer algo en mal estado.

—Sí, pero yo no como allí —responde mi hermano. Hace poco mi padre consiguió que lo contrataran en el mismo club de campo que él ayudó a instalar en el pueblo de al lado y, si bien Daniel solo es ayudante de camarero, gana un pastón en propinas. Aunque hubiera comido marisco en mal estado, habría ido a trabajar a rastras si hacía falta con tal de seguir ampliando su colección de carísimas zapatillas deportivas.

Como de costumbre, yo soy el último mono en el domicilio Sterling-Shepard. Casi espero que mi padre pregunte por nuestra perrita salchicha, Mila, antes que pensar en mí.

—Nadie está enfermo —lo informo cuando su rostro se perfila sobre el hombro de mi madre—. Solo… estaba pensando que quizá hoy podría ir un poco más tarde a clase. Sobre las once o algo así.

Mi padre enarca las cejas con sorpresa. No me he saltado ni una sola clase en toda mi vida escolar. No porque tenga una salud de hierro. Es que me ha tocado esforzarme tanto para estar entre los primeros de la clase que he vivido en un estado de terror constante a quedarme atrás. La única vez que falté al colegio adrede fue en sexto curso, cuando hice pellas durante un rollazo de excursión a la Sociedad Hortícola de Massachusetts junto con dos niños de la clase a los que, en aquella época, no conocía demasiado bien.

Estábamos sentados cerca de una salida y, en un momento especialmente aburrido de la conferencia, Cal O’Shea-Wallace empezó a deslizarse muy despacio hacia la puerta del auditorio. Cal era el único niño de la clase que tenía dos padres y yo, en secreto, siempre había querido trabar amistad con él, porque era divertido, tenía un apellido doble como el mío y llevaba camisas con estampados chillones que me producían una extraña sensación hipnótica. Buscó mis ojos, luego los del niño que yo tenía al otro lado, Mateo Wojcik, y nos indicó por gestos que lo siguiéramos. Mateo y yo nos miramos, nos encogimos de hombros —¿por qué no?— y salimos con él.

Pensaba que nos limitaríamos a merodear por el pasillo un ratito, con aire culpable, pero la salida del edificio estaba allí mismo. Cuando Mateo abrió la puerta, nos recibió un sol radiante y una cabalgata que casualmente pasaba por allí para celebrar el campeonato que los Red Sox acababan de ganar. Nos mezclamos con el gentío en lugar de volver a nuestros asientos y pasamos dos horas dando vueltas por Boston por nuestra cuenta. Al final regresamos a la Sociedad Hortícola sin que nadie hubiera reparado en nuestra ausencia. La experiencia, que Cal bautizó como el Mejor Día de Nuestra Vida, forjó una estrecha amistad entre los tres que, en aquel entonces, pensamos que duraría para siempre.

Duró hasta octavo curso, que viene a ser lo mismo cuando eres un niño.

—¿Por qué a las once? —La voz de mi padre me arrastra de nuevo al presente y mi madre se tuerce en la silla para mirarlo.

—La asamblea postelectoral se celebra esta mañana —dice.

—Aah —suspira mi padre, y sus apuestas facciones adoptan una expresión compasiva—. Ivy, lo que pasó ayer es una vergüenza. Pero no refleja en absoluto tu valía ni tus capacidades. No es la primera vez que un payaso accede a un cargo que no merece y no será la última. Lo único que puedes hacer es afrontarlo con la cabeza alta.

—Claro que sí. —Mi madre asiente con tanta vehemencia que por poco se le escapa un mechón del moño. Pero no llega a hacerlo. No se atreve—. Además, no me sorprendería que Brian dimitiese cuando esté todo atado. La política estudiantil no le interesa. Una vez que la novedad haya pasado, podrás ocupar su lugar.

—Claro —dice mi padre en tono alegre, como si recoger las sobras de Boney Mahoney no fuera un modo tristísimo de convertirse en delegada de clase—. Y recuerda, Ivy: las cosas que te imaginas a menudo son peores que la realidad. Estoy segura de que hoy no será tan horrible como te esperas.

Apoya la mano en el respaldo de la silla de mi madre y ambos me sonríen a la vez, enmarcados por la pantalla de mi portátil como si fueran una fotografía, mientras esperan mi asentimiento. Forman el equipo perfecto: mi madre fría y analítica, mi padre cálido y exuberante, ambos convencidos de que siempre tienen razón.

El problema de mis padres es que nunca han fracasado en nada. Samantha Sterling y James Shepard son la pareja ideal desde que se conocieron en la Facultad de Administración de Empresas, aunque mi padre dejó los estudios seis meses más tarde, cuando se le ocurrió que prefería reformar casas. Empezó aquí, en Carlton, su pueblo natal, una localidad de las afueras de Boston que se puso de moda tan pronto como mi padre compró un par de destartaladas casas de estilo victoriano. Ahora, veinte años más tarde, es uno de esos promotores inmobiliarios a prueba de crisis que siempre consigue comprar barato y vender caro.

En resumidas cuentas: ninguno de los dos entiende lo que es necesitar un día libre. O tan solo una mañana.

Sin embargo, la fuerza de sus optimismos combinados es tal que no me siento capaz de seguir quejándome.

—Ya lo sé —digo reprimiendo un suspiro—. Lo decía en broma.

—Bien —responde mi madre con un asentimiento de aprobación—. ¿Y qué te vas a poner esta noche?

—El vestido que envió la tía Helen —contesto, recuperando una pizca de entusiasmo. La hermana supermayor de mi madre puede que esté rozando los sesenta pero tiene un gusto excelente; además de un chorro de ingresos caídos del cielo, gracias a los cientos de miles de novelas románticas que vende cada año. Su regalo más reciente está firmado por un diseñador belga del que nunca había oído hablar y es la prenda más estilosa que he tenido en mi vida. Esta noche será la primera vez que lo luzca fuera de mi habitación.

—¿Y los zapatos?

No tengo ningunos zapatos que le hagan justicia al vestido, pero eso no tiene remedio. Puede que la tía Helen me envíe unos cuando venda su próximo libro.

—Los negros de tacón.

—Muy bien —asiente mi madre—. No nos esperéis a cenar, porque llegaremos con el tiempo justo. Podrías descongelar un chili o…

—Yo cenaré con Trevor en el Olive Garden —interrumpe Daniel—. Después del entreno de lacrosse.

Mi madre frunce el ceño.

—¿Estás seguro de que te dará tiempo?

Le está insinuando a mi hermano que cambie de planes, pero él no capta la indirecta.

—Claro.

Mi madre parece a punto de protestar, pero mi padre golpea el escritorio con los nudillos antes de que pueda hacerlo.

—Es mejor que cortes ya, Samantha —dice—. Todavía tienes que hacer el equipaje.

—Es verdad —suspira mi madre. Le revienta hacer el equipaje deprisa y corriendo. Pienso que hemos terminado hasta que añade—: Una cosa más, Ivy. ¿Ya has preparado la presentación de esta noche?

—Sí, claro. —He dedicado todo el fin de semana a prepararla—. Te la he enviado por email, ¿no te acuerdas?

—Sí, sí. Es maravillosa. Te lo digo porque… —Por primera vez desde que hemos empezado a hablar, mi madre no parece segura de sí misma, algo que rara vez sucede—. Traerás una copia impresa, ¿no? Ya sabes que a veces te pones nerviosa cuando hay mucha gente.

Se me anuda el estómago.

—Está en mi mochila.

—¡Daniel! —grita mi padre de repente—. Gira el ordenador, Ivy. Quiero hablar con tu hermano.

—¿Cómo? ¿Por qué? —pregunta Daniel a la defensiva mientras yo muevo el portátil. Me arden las mejillas de un bochorno difícil de olvidar. Ya sé lo que viene a continuación.

—Óyeme bien, hijo. —Ya no veo a mi padre, pero lo visualizo tratando de ponerse muy serio. Por más que se esfuerce, no intimida lo más mínimo—. Debes prometerme que no enredarás con las notas de tu hermana.

—Papá, pues claro que no. Por Dios. —Daniel se recuesta en la silla y pone los ojos en blanco con aire de paciencia infinita. Tengo que hacer grandes esfuerzos para no tirarle el tazón de cereales a la cabeza—. ¿Podéis dejar de recordármelo de una vez? Se suponía que era una broma. No pensé que de verdad fuera a leerlo.

—Eso no es una promesa —insiste mi padre—. Es una noche muy importante para tu madre. Y sabes lo mucho que se disgustó tu hermana la última vez.

Si siguen hablando de eso, sí que acabaré vomitando.

—Papá, no pasa nada —intervengo en tono crispado—. Solo fue una broma idiota. Ya lo he superado.

—Pues no lo parece —señala él. Tiene toda la razón.

Devuelvo el portátil a su posición anterior y me pego una sonrisa a la cara.

—De verdad que sí. Es agua pasada.

Mi padre no me cree, a juzgar por su expresión escéptica. Y hace bien. Comparado con la humillación de ayer, desde luego que sí; lo sucedido la última primavera es agua pasada. Pero lo mires como lo mires, no lo he superado.

Lo más gracioso es que ni siquiera era un discurso demasiado importante. Se suponía que debía cerrar el concurso de talentos del penúltimo curso de secundaria y sabía que la gente ya estaría pendiente de otras cosas. A pesar de todo, lo llevaba escrito, como hago siempre, porque hablar en público me pone nerviosa y no quería olvidar nada.

Solo cuando estaba en el escenario delante de toda la clase, me percaté de que Daniel me había quitado las notas y las había sustituido por otra cosa: una página de la última novela erótica de bomberos firmada por la tía Helen, El fuego interior. Y yo… entré en una especie de fuga disociativa suscitada por el pánico que consistió en leerla en voz alta. Primero entre un silencio desconcertado, mientras la gente pensaba que formaba parte del espectáculo, y luego entre grandes carcajadas, cuando se dieron cuenta de que no era así. Al final un profesor tuvo que subir corriendo al escenario para detenerme, más o menos cuando estaba describiendo al protagonista con todo lujo de detalles anatómicos.

Todavía no entiendo qué me pasó. Cómo es posible que mi cerebro desconectara mientras mi boca funcionaba a todo gas. Pero sucedió y fue bochornoso. Sobre todo porque tengo muy claro que fue en ese momento exacto cuando el instituto al completo empezó a considerarme un hazmerreír.

Boney Mahoney se limitó a hacerlo oficial.

Mi padre sigue sermoneando a mi hermano, aunque ya no lo ve.

—Tu tía es puro talento creativo, Daniel. Si algún día llegaras a tener la mitad del éxito profesional que ella tiene, serías afortunado.

—Ya lo sé —musita Daniel.

—Y hablando de eso, antes de marcharnos vi que había mandado un ejemplar de prueba de Un calor que no se apaga. No quiero oír ni una palabra de ese libro esta noche o…

—Papá. Para ya —lo interrumpo—. Nada va a salir mal. Esta noche será perfecta. —Imprimo seguridad a mi voz mientras miro a mi madre a los ojos. Los tiene abiertos de par en par con una expresión preocupada, igual que si reflejaran mis fracasos más recientes. Tengo que reponerme y borrar para siempre esa mirada de su rostro—. Todo irá como te mereces, mamá. Te lo prometo.

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2
MATEO

Es el problema de la gente hiperactiva: ni te imaginas la cantidad de trabajo que asumen hasta que ya no son capaces de llevarlo a cabo.

Antes pensaba que yo ayudaba mucho en casa. Más que mis amigos, al menos. Pero ahora que el rendimiento de mi madre se ha reducido a cosa de la mitad, no tengo más remedio que reconocer la realidad: el antiguo Mateo no hacía una mierda. Intento estar a la altura de las circunstancias, pero la mayor parte del tiempo ni siquiera se me ocurre lo que hay que hacer hasta que es demasiado tarde. Como ahora, que estoy mirando de hito en hito la nevera vacía. Y pensando que ayer trabajé cinco horas en el supermercado sin que se me pasara por la cabeza que quizá debería llevar algo de comida a casa.

—Ay, cielo, lo siento, casi no queda nada —exclama Ma. Está en el salón haciendo sus ejercicios de fisioterapia, pero mi casa tiene la cocina abierta y, de todos modos, estoy convencido de que tiene ojos en la nuca—. No he tenido fuerzas para ir a comprar esta semana. ¿Puedes desayunar en el instituto?

La cafetería del Instituto Carlton es una porquería. Sin embargo, comentarlo sería algo propio del antiguo Mateo.

—Claro, sin problema —digo cerrando la puerta de la nevera entre los gruñidos de mi barriga.

—Toma. —Me vuelvo cuando mi prima Autumn, sentada a la mesa de la cocina con una mochila a medio cerrar ante ella, me lanza una barrita energética. La pillo al vuelo con una mano, retiro el envoltorio y me zampo la mitad de un bocado.

—Gracias —murmuro con la boca llena.

—No hay de qué, primano.

Autumn lleva siete años viviendo con nosotros, desde que sus padres murieron en un accidente de coche cuando ella tenía once. Mi madre ya estaba sola en aquel entonces (mi padre y ella acababan de divorciarse, algo que horrorizó a la rama materna, de Puerto Rico, y dejó totalmente indiferente a la paterna, que es polaca) y Autumn era su sobrina política, no natural. Eso debería haber desplazado a mi madre a los últimos puestos en la lista de personas aptas para hacerse cargo de una huérfana preadolescente traumatizada, sobre todo habiendo tantas parejas casadas en la rama paterna, pero Ma siempre ha sido el adulto que se lo echa todo a la espalda.

Y, a diferencia de los demás, ella quería hacerse cargo de Autumn.

—Esa chica nos necesita y nosotros la necesitamos a ella —replicó a mis indignadas protestas mientras pintaba lo que antes era mi sala de juegos de un alegre tono lavanda—. Tenemos que cuidar de los nuestros, ¿sabes?

Al principio no me hizo ninguna gracia. Autumn se portaba fatal en aquel entonces, algo muy comprensible pero sumamente desagradable para un chico de diez años como era yo. Nunca sabías qué dispararía sus resortes; ni a qué objeto inanimado le atizaría un puñetazo. La primera vez que mi madre nos llevó a comprar, una cajera despistada le dijo a mi prima:

—¡Pero mira qué pelo rojo tan bonito! Tu hermano y tú no os parecéis en nada.

Autumn se quedó lívida.

—Es mi primo —respondió con voz estrangulada y unos ojos grandes y brillantes—. No tengo hermanos. No tengo a nadie.

A continuación estampó el puño contra el expositor de golosinas que había junto a la caja registradora. La mujer se pegó un susto de muerte.

Yo me agaché a recoger las golosinas del suelo mientras mi madre posaba las manos en los hombros de Autumn para alejarla del expositor. Habló en un tono desenfadado, como si nadie estuviera en plena crisis nerviosa.

—Bueno, puede que ahora tengas un hermano y un primo —le dijo.

—Un primano —apunté yo mientras colocaba las chocolatinas en casillas equivocadas. Y eso arrancó a Autumn algo parecido a una carcajada, así que la broma se quedó.

Mi prima me lanza otra barrita energética después de que devore la primera de tres mordiscos.

—¿Trabajas esta noche en el supermercado? —me pregunta.

Tomo otro enorme bocado antes de responder.

—No, en Garrett’s. —Es mi empleo favorito. Un tugurio sin pretensiones en el que sirvo mesas—. ¿A dónde vas tú? ¿Al restaurante?

—No, hoy me toca la furgo asesina —dice Autumn. Entre otras cosas, trabaja para Sorrento’s, una empresa que se dedica a afilar cuchillos. El empleo le requiere desplazarse por los restaurantes de toda la zona metropolitana de Boston en una cochambrosa furgoneta blanca con un gigantesco cuchillo pintado a cada lado. El mote estaba cantado.

—¿Cómo vas? —le pregunto. Solo tenemos un coche, así que el transporte en mi casa requiere auténticas filigranas.

—Gabe viene a buscarme. Puede dejarte en el instituto si quieres.

—Paso.

Ni me molesto en disimular la mueca. Autumn sabe que no trago a su novio. Empezaron a salir justo antes de graduarse la primavera pasada y yo pensé que no durarían ni una semana. O quizá tenía la esperanza de que no duraran. Nunca le había prestado atención a Gabe, pero empecé a sentir por él lo que Autumn llama una «antipatía irracional» la primera vez que lo oí responder al teléfono diciendo «Dígame», en español. Algo que hace constantemente.

«¿A ti qué te importa? —me pregunta ella cada vez que me quejo—. Solo es un saludo. Deja de buscar motivos para odiar a la gente».

Es una pose, en mi opinión. Ni siquiera habla español.

Gabe y mi prima no pegan, a menos que lo contemples en términos de equilibrio: Autumn se preocupa demasiado por todo y a Gabe nada le importa un carajo. Antes era el fiestero número uno en el Instituto Carlton y ahora se ha tomado un «año sabático». Por lo que yo sé, eso significa que todavía se comporta como si estuviera en el colegio, excepto por los deberes. No trabaja, pero se las arregló para comprarse un Camaro nuevo, cuyo motor revoluciona de un modo odioso en la entrada de nuestra casa cada vez que viene a buscar a Autumn.

Ahora ella se cruza de brazos y ladea la cabeza.

—Muy bien. Pues adelante. Si tanta rabia le tienes y tan cabezota eres, camina un kilómetro y medio sin ninguna necesidad.

—Lo haré —gruño antes de apurar la segunda barrita y tirar el envoltorio a la basura. Es posible que solo esté celoso de Gabe. Últimamente me caen mal las personas que tienen más de lo que necesitan y no están obligadas a trabajar para conseguirlo. Yo tengo dos empleos y Autumn, que se graduó en el Instituto Carlton la primavera pasada, tres. Y ni siquiera así nos llega para vivir. No desde que nos cayeron del cielo dos buenos golpes, uno detrás de otro.

Me vuelvo a mirar a mi madre, que entra en la cocina caminando con lentitud y muy concentrada para no cojear. Golpe número 1: en junio le diagnosticaron osteoartritis, una mierda de enfermedad que te fastidia las articulaciones y que en teoría no afecta a la gente de su edad. Hace fisioterapia constantemente, pero andar le duele horrores a menos que tome antiinflamatorios.

—¿Cómo te encuentras, tía Elena? —le pregunta Autumn en un tono demasiado alegre.

—¡Muy bien! —dice mi madre, todavía más animada. Mi prima ha aprendido de la mejor. Yo aprieto los dientes y desvío la vista, porque no puedo fingir como ellas. Un día sí y otro también me siento como si me golpearan la cabeza con un listón de madera al ver a mi madre, que antes corría cinco kilómetros y jugaba a sófbol cada fin de semana, recorrer a duras penas la distancia que hay del salón a la cocina.

No digo que esperase que la vida fuera justa. Aprendí que no lo es hace siete años, cuando un conductor borracho arrolló a los padres de Autumn y él salió completamente ileso. Pero es un asco en cualquier caso.

Ma llega a la isla de la cocina y se recuesta contra la superficie.

—¿Te has acordado de recoger mi medicamento? —le pregunta a mi prima.

—Sí. Aquí lo tienes. —Autumn hurga por la mochila y extrae una bolsa blanca de farmacia que le tiende a mi madre. Los ojos de mi prima buscan los míos un instante y luego se desvían cuando vuelve a hundir la mano en la mochila—. Y aquí tienes el cambio.

—¿Cambio? —Las cejas de mi madre se disparan hacia su frente al ver el grueso fajo de billetes de veinte en la mano de mi prima. Las pastillas cuestan un dineral—. No esperaba cambio. ¿Cuánto?

—Cuatrocientos ochenta dólares —responde Autumn con voz suave.

—Pero ¿cómo…? —Mi madre no entiende nada—. ¿Has usado mi tarjeta de crédito?

—No. El copago solo eran veinte pavos esta vez. —Ma todavía no ha hecho ningún gesto para coger el dinero, así que Autumn se levanta y lo deja en la encimera, delante de ella. Luego vuelve a sentarse y recoge la banda elástica que ha dejado sobre la mesa. Se sujeta el pelo para hacerse una coleta con gesto tranquilo y sereno—. El farmacéutico ha dicho que han cambiado la formulación.

—¿Cambiado? —repite mi madre. Yo bajo la vista al suelo, porque tengo clarísimo que no puedo mirarla.

—Sí. Dice que ahora hay una versión genérica. No te apures, sigue siendo el mismo medicamento.

Autumn es buena actriz, pero yo todavía estoy tenso porque mi madre tiene un detector de mentiras infalible. Demuestra lo mal que lo hemos pasado estos últimos meses el que se limite a parpadear con sorpresa una vez y luego sonría agradecida.

—Bueno, es la mejor noticia que he oído en una buena temporada.

Extrae un frasco color ámbar de la bolsa de la farmacia y desenrosca la tapa antes de mirarlo con atención, como si no se pudiera creer que sea la misma medicina. Debe de convencerle lo que ve, porque se encamina hacia el armario que hay junto a la nevera, saca un vaso y lo llena de agua del grifo.

Autumn y yo la miramos como halcones hasta que se traga el comprimido. Lleva semanas saltándose tomas, tratando de alargar el último frasco mucho más de lo que debería durar, porque nuestra economía es una porquería ahora mismo.

Lo que me lleva al golpe número 2: antes mi madre tenía su propio negocio, una bolera llamada A Tu Bola que era toda una institución en Carlton. Mamá, Autumn y yo trabajábamos allí y lo pasábamos en grande. Hasta seis meses atrás, cuando un niño resbaló en una calle demasiado encerada y se hizo tanto daño que sus padres nos metieron un buen paquete. Para cuando las cosas se apaciguaron, A Tu Bola estaba en la ruina y mi madre necesitaba venderla a toda costa. El promotor número uno de Carlton, James Shepard, se la apropió por nada.

No debería estar tan enfadado. «Los negocios son así, no es nada personal —me repite Ma una y otra vez—. Yo me alegro de que se lo haya quedado James. Hará algo bonito con el local». Y, sí, seguramente lo hará. Le ha enseñado a mi madre los esbozos de la bolera-barra-centro recreativo que planea poner allí. Es mucho más ostentoso que A Tu Bola, pero no tanto como para desentonar en un pueblo como el nuestro y le ha pedido que lo asesore cuando el proyecto se vaya aproximando al final. Es posible que incluso le ofrezca un cómodo empleo corporativo en algún escalafón inferior de la jerarquía. Seguramente en el último de todos.

El problema es que la hija de James, Ivy, y yo éramos amigos. Y si bien ya hace un tiempo de eso, mentiría si dijera que no ha sido un asco enterarme de los planes de James por él y no por ella. Porque sé que Ivy estaba al tanto. Se entera de esas cosas antes que nadie. Podría haberme avisado, pero no lo hizo.

No sé por qué me fastidia. Tampoco habría cambiado nada. Y no es que seamos colegas, ya no. Pero cuando James Shepard vino a nuestra casa con su portátil color oro rosa y sus planos, rezumando simpatía, encanto y respeto de mierda mientras explicaba cómo iba a erigir su empresa sobre las cenizas del sueño de mi madre, yo solo podía pensar: «Joder, Ivy, me lo podrías haber dicho».

—Tierra a Mateo. —Mi madre está delante de mí haciendo chasquear los dedos en mi cara. Ni siquiera la he visto moverse, así que debo de llevar un rato absorto en mis pensamientos. Mierda. Esta tendencia a desconectar que tengo preocupa a mi madre; quien, cómo no, me está mirando como si intentara asomarse al interior de mi cerebro. A veces me parece que me lo arrancaría del cráneo si pudiera—. ¿Estás seguro de que no te quieres venir a pasar el día al Bronx? A la tía Rose le encantaría verte.

—Tengo clase —le recuerdo.

—Ya lo sé —suspira ella—. Pero nunca faltas y tengo la sensación de que te vendría bien un día libre. —Se vuelve hacia Autumn—. A los dos. Trabajáis demasiado.

Tiene razón. Un día libre sería fantástico; o lo sería si no involucrara un viaje en coche de siete horas con Christy, su amiga de la universidad. Christy se ofreció a llevarla tan pronto como mamá comentó su deseo de visitar a la tía Rose, que hoy cumple noventa años, y fue un detallazo por su parte, porque mi madre ya no puede conducir distancias largas. Pero Christy nunca deja de hablar. Jamás. Y antes o después todas las conversaciones acaban versando sobre cosas que mi madre y ella hicieron en su época universitaria que yo preferiría seguir ignorando el resto de mi vida.

—Ojalá pudiera —miento—. Pero Garrett’s anda corto de personal esta noche.

—A mí también me necesita el señor Sorrento —se apresura a decir Autumn. No le gustan los monólogos de Christy más que a mí—. Ya sabes cómo va eso. Los cuchillos no se afilan solos. Pero llamaremos a la tía Rose para desearle feliz cumpleaños.

Antes de que mamá pueda responder, un rugido que conozco bien me satura los oídos y me hace rechinar los dientes. Me acerco a la puerta principal y la empujo para salir al porche. Tal como imaginaba, Gabe está en la entrada revolucionando el motor de su Camaro rojo, con un codo asomando de la ventanilla del conductor mientras finge no verme. Está arrellanado en el asiento, pero no tanto como para que no atisbe su pelo engominado hacia atrás y sus gafas de sol de espejo. ¿Odiaría menos a Gabe si no tuviera esa pinta de crápula todo el tiempo? Nunca lo sabremos.

Levanto las manos y empiezo a batir palmas despacio cuando Autumn se reúne conmigo en el exterior y pasa la vista del coche a mí con expresión de desconcierto.

—¿Qué estás haciendo? —me pregunta.

—Ovacionando el motor de Gabe —respondo mientras sigo aplaudiendo con tanta fuerza que me escuecen las palmas—. Parece que le importa mucho llamar la atención.

Autumn me empuja el brazo para interrumpir el aplauso.

—No seas idiota.

—El idiota es él —replico automáticamente. Podríamos mantener esta discusión en sueños.

—Venga, nena —grita Gabe, que levanta el brazo para llamarla por gestos—. Vas a llegar tarde al trabajo.

El teléfono de Autumn empieza a sonar en su mano y ambos lo miramos.

—¿Quién es Charlie? —le pregunto alzando la voz para oírme por encima del rugido del motor—. ¿El remplazo de Gabe? Por favor, di que sí.

Pensaba que pondría los ojos en blanco, pero, en vez de eso, rechaza la llamada y se guarda el teléfono en el bolsillo.

—Nadie.

Se me erizan los pelillos de la nuca. Conozco ese tono y no significa nada bueno.

—¿Es uno de esos tíos? —le pregunto.

Niega con la cabeza, rotunda.

—Cuanto menos sepas, mejor.

Lo sabía.

—¿Tienes pensado hacer alguna parada extra hoy?

—Seguramente.

Me tiembla la mandíbula.

—No lo hagas.

Aprieta los labios con fuerza.

—Tengo que hacerlo.

—¿Durante cuánto tiempo más?

También podríamos mantener esta discusión en sueños.

—Todo el que pueda —replica Autumn.

Se ajusta la mochila al hombro y me mira a los ojos con la pregunta que lleva semanas formulándome escrita en la cara. «Tenemos que cuidar de los nuestros, ¿no?».

No quiero asentir, pero ¿qué otra maldita respuesta se supone que debo darle?

«Sí. Tenemos que hacerlo».

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3
CAL

—Es naranja —le digo a Viola cuando me pone el dónut delante.

—No me digas. —Puede que Viola pase de los cuarenta, pero es capaz de poner los ojos en blanco con tanta agresividad como cualquier adolescente del Instituto Carlton—. Es por el polvo de ganchito.

Hundo el dedo en un lado del dónut con desconfianza. La yema se me tiñe de un naranja brillante.

—¿Y esto sabe bien?

—Cielo, ya conoces el lema de Crave Doughnuts.

Se lleva una mano a la cadera y ladea la cabeza como invitándome a terminar la frase.

—Cuanto más raro, mejor —la complazco.

—Eso es. —Me propina unas palmaditas en el hombro antes de volverse hacia la cocina—. Espero que te guste el dónut de bavaroise con sabor a ganchito.

Miro la masa que tengo en el plato con una mezcla de temor y emoción. Crave Doughnuts es mi cafetería favorita de toda la zona metropolitana de Boston, pero llevaba un tiempo sin venir. Es difícil encontrar a alguien dispuesto a comerse esta clase de dónuts tan especiales a menos que lo hagan en plan irónico. Mi exnovia, Noemi, no come gluten y practica la alimentación sana, así que se negaba a pisar este sitio por más que se lo suplicara. Por alguna razón, eso hace aún más horrible el hecho de que al final rompiera conmigo en el Veggie Galaxy.

—No sé qué te ha pasado. Ni siquiera te reconozco —me dijo delante de un plato de ensalada de seitán y kale la semana pasada—. Es como si los extraterrestres hubieran secuestrado al verdadero Cal y hubieran dejado esta carcasa en su lugar.

—Hum, vale. Hala. Qué fuerte —musité. Me dolió como una puñalada, aunque lo estaba viendo venir. No eso exactamente, pero algo por el estilo. Apenas nos habíamos visto en toda la semana y luego, sin venir a cuento, me envió un mensaje diciendo: «Estaría bien que fuéramos al Veggie Galaxy mañana». Tuve un mal presentimiento, y no solo porque odie la col rizada—. He estado un poco distraído últimamente, nada más.

—A mí no me parece que estés distraído. Es más como si… —Noemi se echó las trenzas por encima de un hombro y arrugó la nariz, pensando. Estaba muy mona y comprendí de golpe y porrazo cuánto me había gustado. Todavía me gustaba, solo que… ya no era tan sencillo—. Como si hubieras dejado de esforzarte. Haces cosas porque es lo que toca, pero no son reales. Tú no eres real. O sea, mira lo que estás haciendo —añadió, señalando mi plato con un gesto—. Te has comido un plato casi entero de kale y no te has quejado ni una vez. Eres un ultracuerpo.

—No sabía que criticar los alimentos que escoges fuera condición indispensable para ser un buen novio —gruño a la vez que me llevo un tenedor repleto de col a la boca. Y entonces casi me entran arcadas, porque, lo juro por Dios, solo los conejos deberían comer esa porquería. Unos minutos más tarde Noemi pidió la cuenta e insistió en pagar, y yo estaba soltero otra vez. Más o menos. La verdad es que Noemi seguramente se estaba vengando de que llevara un tiempo interesado en otra persona, pero tampoco hacía falta que restregara mi autoestima por los suelos en represalia.

—Tómate un descanso, Cal —me dijo mi padre cuando sucedió. Bueno, uno de mis padres. Tengo dos (además de una madre biológica a la que veo unas cuantas veces al año, que es una amiga de mis padres de su época universitaria y su vientre de alquiler hace diecisiete años) y los llamo papá a ambos. Algo que no deja lugar a dudas, pero que sume en la perplejidad a cierto subtipo de alumnos. Boney Mahoney, en particular, se pasó toda la primaria preguntándome: «Pero ¿cómo saben a cuál de los dos te diriges?».

Es fácil. Siempre he empleado una inflexión de voz ligeramente distinta para hablar con cada uno de mis padres, algo que empezó de manera tan natural cuando era niño que ni siquiera recuerdo comenzar a hacerlo. Pero no es el tipo de detalle que le puedas explicar a alguien como Boney, que tiene la misma capacidad para captar matices comunicativos que un ladrillo. Así que le dije que los llamo por el nombre, Wes y Henry. Aunque no lo hago, a menos que esté hablando de ellos a otra persona.

Sea como sea, Wes es el padre al que acudo cuando tengo problemas personales.

—Hay más cosas en la vida que las relaciones románt

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