La chica italiana

Lucinda Riley

Fragmento

Nota de la autora sobre

Nota de la autora sobre

La chica italiana

Escribí la historia de Rosanna y Roberto hace diecisiete años, y en 1996 se publicó como Aria bajo mi viejo seudónimo, Lucinda Edmonds. El año pasado, algunos de mis editores se interesaron por mis títulos antiguos. Les dije que todos estaban actualmente descatalogados, pero me pidieron algunos ejemplares. Me aventuré en el sótano y rescaté los ocho libros que había escrito durante esos años. Estaban cubiertos de telarañas y excrementos de ratón, pero los envié de todos modos, advirtiéndoles de que por aquel entonces yo era muy joven y que comprendería perfectamente que los tiraran a la basura. Para mi sorpresa, la reacción fue muy positiva y me preguntaron si me gustaría reeditarlos.

Eso significaba tener que empezar a leerlos yo también, y, como todo escritor que revisa sus obras del pasado, abrí la primera página de Aria con cierta inquietud. Fue una experiencia extraña, ya que apenas recordaba el argumento, y me dejé atrapar como hace un lector, pasando las páginas cada vez más deprisa para descubrir qué sucedía a continuación. Sentí que la novela necesitaba una actualización y algunas correcciones, pero la historia y los personajes estaban todos ahí. Así que trabajé durante varias semanas en ello y el resultado final es La chica italiana. Espero que os guste.

LUCINDA RILEY,

enero de 2014

A mi hijo Kit

Recuerda esta noche,

porque es el inicio de siempre.

DANTE ALIGHIERI

Metropolitan Opera House, Nueva York

Metropolitan Opera House,

Nueva York

Mi queridísimo Nico:

Me resulta extraño sentarme a relatar una historia tan compleja sabiendo que quizá nunca la leas. Cariño, ignoro si escribir sobre los acontecimientos de los últimos años supondrá una catarsis para mí o un beneficio para ti, pero siento el impulso de hacerlo.

Así que aquí estoy, sentada en mi camerino, preguntándome por dónde debería empezar. Gran parte de lo que me dispongo a narrar sucedió antes de que nacieras, una sucesión de acontecimientos que comenzó cuando yo tenía menos años de los que tú tienes ahora. Por tanto, quizá debería empezar por el lugar. En Nápoles, la ciudad donde nací…

Recuerdo a mamá tendiendo la colada en una cuerda que se extendía hasta el piso del otro lado de la calle. Cuando caminabas por las callejuelas de Piedigrotta tenías la sensación de que sus residentes vivían en un estado de celebración permanente, con las coloridas ropas colgando de los tendederos por encima de nuestras cabezas y el ruido —siempre el ruido— tan presente en aquellos primeros años; ni siquiera por la noche reinaba el silencio. Gente cantando y riendo, bebés llorando… Los italianos, como bien sabes, son gente extrovertida y emotiva, y las familias de Piedigrotta compartían a diario sus penas y alegrías cuando se sentaban en la calle, junto a los portales, tostándose al sol como granos de café. El calor era insoportable, sobre todo en el punto álgido del verano, cuando las aceras te quemaban las plantas de los pies y los mosquitos se aprovechaban de tu piel expuesta para atacarla a hurtadillas. Todavía me llega la miríada de olores que se colaban por la ventana de mi cuarto: el de los desagües, que a veces me revolvía el estómago, pero sobre todo el delicioso aroma a pizza recién hecha procedente de la cocina de papá.

De pequeña éramos pobres, pero para cuando hice la primera comunión el modesto café de papá y mamá, Da Marco, nos había convertido en una familia próspera. Trabajaban día y noche sirviendo porciones de la pizza especiada hecha con la receta secreta de papá, que había adquirido fama en Piedigrotta a lo largo de los años. Durante el verano, el café se llenaba con la llegada de los turistas; había tantas mesas de madera en su abarrotado interior que era casi imposible caminar entre ellas.

Nuestra familia vivía en un piso diminuto, justo encima del café. Teníamos cuarto de baño propio, comida en la mesa y zapatos en los pies. Papá se enorgullecía de haber salido adelante y ser capaz de mantener a su familia. Yo también era feliz, y mis sueños no se extendían mucho más allá del siguiente atardecer.

Entonces, una calurosa noche de agosto, cuando tenía once años, sucedió algo que me cambió la vida. Resulta difícil creer que una niña que no ha alcanzado aún la adolescencia pueda enamorarse, pero recuerdo perfectamente la primera vez que mis ojos se posaron en él…

Capítulo 1

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