Fabricante de lagrimas

Erin Doom

Fragmento

fabricante_de_lagrimas-3

Prólogo

En el Grave teníamos un sinfín de historias.

Relatos susurrados, cuentos para dormir… Leyendas a flor de labios, iluminadas por la claridad de una vela. La más conocida era la del fabricante de lágrimas.

Hablaba de un lugar lejano, remoto…

Un mundo donde nadie era capaz de llorar y las personas vivían con el alma vacía, desnudas de emociones. Pero, oculto a todo el mundo, en su inmensa soledad, había un hombrecillo vestido de sombras. Un artesano solitario, pálido y encorvado que, con sus ojos claros como el vidrio, era capaz de fabricar lágrimas de cristal.

La gente acudía a su casa y le pedía poder llorar, poder experimentar una pizca de sentimiento, porque en las lágrimas se esconde el amor y la más compasiva de las despedidas. Son la extensión más íntima del alma, aquello que, más que la alegría o la felicidad, hace que uno se sienta verdaderamente humano.

Y el artesano los contentaba…

Engarzaba en los ojos de las personas sus lágrimas con lo que contenían y eso era lo que la gente lloraba: rabia, desesperación, dolor y angustia.

Eran pasiones lacerantes, desilusiones y lágrimas, lágrimas, lágrimas. El artesano infectaba un mundo puro, lo teñía de los sentimientos más íntimos y extenuantes.

«Recuerda: al fabricante de lágrimas no puedes mentirle», nos decían al final del cuento.

Nos lo contaban para enseñarnos que todos los niños pueden ser buenos, que deben ser buenos, porque nadie nace malo. No está en nuestra naturaleza.

Pero en mi caso…

En mi caso no era así.

Para mí aquello no era una simple leyenda.

Él no se vestía de sombras. No era un hombrecillo pálido y encorvado con los ojos claros como el vidrio.

No.

Yo conocía al fabricante de lágrimas.

fabricante_de_lagrimas-4

1

Una nueva casa

Vestida de dolor, ella seguía siendo

lo más bello y resplandeciente del mundo.

—Quieren adoptarte.

Jamás pensé que oiría aquellas palabras en toda mi vida. Cuando era una niña, lo había deseado tanto que por un momento dudé de si me había quedado dormida y estaba soñando. De nuevo.

Sin embargo, aquella no era la voz de mis sueños.

Era el áspero tono de voz de la señora Fridge, aderezado con aquel matiz de contrariedad del que nunca nos privaba.

—¿A mí? —respondí con un hilo de voz, incrédula.

Me miró con el labio superior fruncido.

—A ti.

—¿Está segura?

Apretó la pluma con sus dedos grasientos y la mirada que me lanzó me hizo encogerme de hombros al instante.

—¿Ahora te has vuelto sorda? —ladró con fastidio—. ¿O acaso insinúas que la sorda soy yo? ¿Es que el aire libre te ha taponado los oídos?

Me apresuré a sacudir la cabeza, negando con los ojos desorbitados por la estupefacción.

No era posible. No podía serlo.

Nadie quería adolescentes. Nadie quería a los mayores, nunca, por algún motivo. Era un dato contrastado. Pasaba un poco como con los perros: todos querían cachorritos, porque eran muy monos, inocentes, fáciles de adiestrar, pero nadie quería a los perros que llevaban allí toda la vida.

No había resultado una verdad fácil de aceptar para mí, que me había hecho mayor bajo aquel techo.

Cuando eras pequeña, al menos te miraban. Pero a medida que ibas creciendo, las miradas cada vez se volvían más circunstanciales y su compasión te esculpía para siempre entre aquellas cuatro paredes.

Sin embargo, ahora… ahora…

—La señora Milligan quiere hablar un momento contigo. Te espera abajo; enséñale la institución mientras dais un paseo y procura no estropearlo todo. Contente, no empieces con tus rarezas y, a lo mejor, con un poco de suerte, lograrás salir de aquí.

Yo estaba hecha un flan.

Mientras bajaba, sintiendo el roce del vestido bueno en las rodillas, volví a preguntarme si aquello no sería otra de mis innumerables fantasías.

Era un sueño. Al pie de la escalera me recibió un rostro amable; pertenecía a una mujer de edad más bien avanzada que estrechaba un abrigo entre sus brazos.

—Hola —saludó sonriente, y me percaté de que sin duda me estaba mirando a mí, directamente a los ojos, lo cual era algo que no me sucedía desde hacía muchísimo tiempo.

—Buenos días… —exhalé con un hilo de voz.

Me dijo que me había visto antes, en el jardín, cuando franqueó la verja de hierro forjado: me distinguió entre la hierba sin cortar y las franjas de luz que se filtraban a través de los árboles.

—Yo soy Anna —se presentó cuando comenzamos a pasear.

Su voz era aterciopelada, como templada por los años, y yo me quedé mirándola fascinada; me preguntaba si era posible quedarse prendada de un sonido o encariñarse de algo que apenas se acababa de oír por primera vez.

—¿Y tú? ¿Cómo te llamas?

—Nica —respondí, tratando de contener la emoción—. Me llamo Nica.

Ella me observó con curiosidad, y yo ni siquiera me fijaba en dónde ponía los pies, de tanto como deseaba corresponder a su mirada.

—Es un nombre realmente peculiar. No lo había oído nunca, ¿sabes?

—Sí… —Noté que la timidez hacía que mi rostro pareciera evasivo e inquieto—. Me lo pusieron mis padres. Ellos… hum… eran biólogos, los dos. Nica es el nombre de una mariposa.

Recordaba muy poco de mi padre y de mi madre. Y muy vagamente, como si los percibiera a través de un cristal muy empañado. Si cerraba los ojos y permanecía en silencio, podía ver sus rostros desenfocados mirándome desde lo alto.

Tenía cinco años cuando murieron.

Su afecto era una de las pocas cosas que recordaba, y lo que echaba de menos más desesperadamente.

—Es un nombre muy bonito. Nica… —pronunció mi nombre redondeando los labios, casi como si quisiera saborear su sonido—. Nica —repitió con decisión, y después asintió con delicadeza.

Me miró directamente al rostro y yo sentí que me iluminaba. Tenía la sensación de que mi piel se volvía dorada, como si pudiera brillar solo por una mirada correspondida. Y eso no

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos