UNO
Magnolia
—Me gusta. —Me tira del vestido al aparecer detrás de mí. Vaqueros negros de Amiri Thrasher (con las rodillas extremadamente deshilachadas, por supuesto), Vans negras y la camiseta blanca y negra de mangas ranglan de Givenchy.
Me miro en el espejo de su cuarto. Ladeo la cabeza, entorno los ojos y finjo que soy la única chica que ha estado aquí últimamente. Me aseguro de que llevo el colgante con el anillo que me dio él bien escondido bajo la ropa, donde nadie excepto yo, y probablemente él en otro momento, puede verlo, y luego me aliso el cuello bobo del vestido de satén con estampado floral rojo, azul y blanco.
—Miu Miu —le digo, mirándolo a los ojos a través del espejo.
Adoro sus ojos.
Asiente con calma.
—Me acosté con una modelo de Miu Miu la semana pasada.
Cómo odio sus ojos. Lo fulmino con la mirada durante un segundo y trago saliva con esfuerzo para tranquilizarme antes de sonreír despreocupada.
—Me da igual.
Nos miramos a los ojos y aguantamos la mirada y durante otro segundo no solo odio sus ojos, lo odio entero. Por conocerme como me conoce, por ver la verdad que ocultan todas mis palabras, por hacerlo con cualquiera que no sea yo. Él se encoge de hombros, indiferente.
Es BJ Ballentine, mi primer… mi primer todo, en realidad. Mi primer amor, mi primera vez, el primero que me rompió el corazón. Es el chico de pelo dorado y ojos dorados, aunque tiene el pelo castaño y los ojos verdes, el chico más precioso de todo Londres según dicen… y es posible que yo esté de acuerdo. Cuando tiene un buen día. Aunque, ¿por qué te estoy explicando cómo es él? Si ya sabes quién es.
—Ya sé que te da igual. —Se pasa la lengua por los dientes sin darse cuenta. Lo hace cuando está mosqueado y veo que está mosqueado, pero durante solo un segundo, porque luego suaviza la mirada como hace siempre conmigo.
—Entonces tenías novio, Parks… —Busca mis ojos, pero no dejo que los encuentre porque me gusta hacerle pensar que tiene que esforzarse para captar mi atención.
—Que sí —parpadeo al repetírselo—: Que me da igual.
—Ya —suspira, fingiendo que se aburre—. Nos ponemos los escudos, ¿verdad? —dice con un hilo de voz. Eso es lo que se dicen los chicos entre ellos cuando ven que mi corazón cambia de tema.
Vuelve a mirarme porque sabe que estoy mintiendo, y nuestros corazones tienen un duelo a la mexicana a través de nuestros ojos.
«Te echo de menos», parpadeo en código morse.
«Todavía te quiero», dicen las comisuras tristes de sus labios perfectos.
Casi demasiado carnosos, como si siempre se las arreglaran para recibir la picadura de una abeja. Hubo una vez en que ese chico tenía mi corazón pendiendo de sus labios.
—En fin, ¿cuándo? —pregunto, mientras giro sobre mis talones para ponerme de cara a él, agarrarle la muñeca y abrocharle, sin su permiso, la manga de su cazadora vaquera negra llena de parches, también de Amiri. Siento sus ojos fijos en mí, observándome, esperando a que levante la mirada y cuando lo hago, noto un dolor en el centro de mi ser, como siempre me pasa cuando nuestras miradas se encuentran. Un pez de vuelta en el agua. Un alivio dolorido.
—¿Qué? —pregunta Beej, observándome con el ceño fruncido.
Tiro de la pechera de su cazadora, intentando decidir cómo quedaría mejor si abotonada o no. Le abrocho los botones. Él ladea la cabeza, sigue buscando mis ojos y, al ver que no respondo, me levanta el mentón para que lo mire, sosteniéndomelo entre los dedos pulgar e índice.
La distancia física entre nosotros es escasa, pero aun así un bosque crece en ella. Abetos de errores tan altos que no podemos ver por encima de ellos y ríos de cosas que no nos dijimos tan anchos que no podemos vadearlos. Estamos lejísimos de donde pensábamos que estaríamos, estamos completamente desconectados, y me siento sola y perdida durante un minuto, pero estoy sola y perdida con él.
—Solo me preguntaba cuándo, eso es todo. —Parpadeo mucho. Me ayuda a mantener los recuerdos a raya. Desabrocho los botones—. Porque estuviste conmigo casi toda la semana pasada, así que no veo cuándo tuviste tiempo de fornicar con una chica tremendamente blanca que, sin duda, tendrá los ojos demasiado separados.
Me mira desde arriba con una sonrisita, divertido. Es alto, ese BJ Ballentine. Un metro noventa.
—¿Qué? —me encojo de hombros inocentemente—. Blanca como un espíritu y con ojos saltones es claramente la estética de Fabio Zambernardi.
BJ se traga una sonrisa.
—Tenías novio, Parks —me repite, y yo lo ignoro porque eso no tiene nada que ver.
Vuelvo a cerrarle la cazadora de un tirón para abotonarla de nuevo.
—Pero estuve contigo casi todo el tiempo, así que no entiendo, en serio, cuándo…
—¿Quieres que comparta mi agenda contigo?
—¿Tu agenda sexual? —le suelto con aspereza, pero me pregunto si debería decirle que sí de todos modos, porque seguramente me iría bien tenerla para organizar qué noches de la semana tengo que lavarme el pelo, y de paso saber dónde está él, lo cual quiero saber a todas horas aunque no puedo admitirlo, bajo ninguna circunstancia, así que me limito a mirarlo con fijeza.
Entorna un instante los ojos.
—No tengo ninguna agenda sexual.
Lo miro con intensidad.
—Bueno, está claro que tampoco tienes una agenda de trabajo…
—Tengo un trabajo. —Pone los ojos en blanco.
—¿Cuál, quitarte la camiseta para tu club de fans de Instagram?
Se rasca la nuca al tiempo que sonríe con timidez.
—Solo intento pagar las facturas. —Se encoge de hombros juguetón—. No todos tenemos ochocientos millones en el banco, Parks.
—En eso tienes razón —admito—. Dime, ¿qué tal la pequeña isla que tu familia tiene en la costa de Grenada…?
Se pasa la lengua por el labio inferior, riendo.
—Tenías que decir pequeña…
—Más pequeña que la mía —lo corto y él se ríe.
Me mira de arriba abajo, recorre mi cuerpo con sus ojos como solía hacerlo con las manos —coge una bocanada de aire y suelta el amor que siente por mí—, mira más allá de mí para observarse en el espejo. Se pasa las manos por el pelo.
—¿Qué te parece, cómo dejamos los botones?
Vuelvo a desabrochárselos y me mira desde arriba, con una sonrisita jugando en sus labios.
—Siempre intentando desnudarme…
Pongo los ojos en blanco, pero me sonrojo.
—Ya te gustaría.
Cojo el bolso de ante azul cielo Le Chiquito Noeud de Jacquemus de la cuarta balda de mi estantería de bolsos.
—Sí me gustaría —admite, luego me repasa el cuerpo con los ojos—. ¿Tienes algún botón que deba desabrochar?
Lo aparto de un manotazo, riendo.
—Vete a la mierda.
—Venga. —Me pasa el brazo por el cuello y me conduce hacia la puerta—. Llegaremos tarde.
—Dime, Parks —pregunta BJ con una sonrisita y los ojos entornados—, ¿cuál es tu manía número uno de esta semana?
—¿Esta semana? —frunzo el ceño. Estamos sentados a una mesa con la Colección Completa, nuestros mejores amigos, pero aun así, de vez en cuando pasa algo y un telón negro cae sobre el resto del mundo y solo nos podemos ver el uno al otro.
—Bueno. —Se encoge de hombros—. Sé cuál es la de toda la vida.
Enarco las cejas.
—Ah, ¿sí? —Él asiente y yo tamborileo con los dedos sobre la mesa, esperando—. Ilumíname.
Estamos en Annabel, y para la próxima vez que vayas, te recomiendo encarecidamente que pidas una botella de Dom Pérignon Rosé de 1995.
Aunque no es lo que bebe BJ. Él bebe Negroni. Siempre un Negroni, a no ser que la noche se esté yendo al traste; cuando eso ocurre, entonces se pide un Don Julio de 1942.
—Tu manía número uno de toda la vida… es que otras chicas me presten atención. Obviamente. —Hace un pequeño rictus con los labios como si quisiera decir: «Ahí está».
Suelto un bufido y niego con la cabeza con vehemencia.
—No. Vamos, es que no se acerca ni de lejos.
Aunque se acerca, y mucho; de hecho, es absolutamente, al cien por cien, correcto.
Pone los ojos en blanco y hace caso omiso de la mentira.
—Venga, pues, esta semana es…
—Las chicas que proclaman que no llevan maquillaje en Instagram cuando claramente no llevan maquillaje en Instagram.
—Uy —se mete mi mejor amiga, Paili Blythe—. ¡No puedo con eso! —Se coloca un mechón de pelo rubio platino detrás de la oreja y, frustrada, arruga su naricita de botón—. ¿Qué esperan de nosotras, un corazoncito lila?
Le hago un gesto de «muchísimas gracias» antes de continuar.
—En serio, no entiendo en qué momento se puede alardear de ir intencionadamente descuidada.
—¿Un poco de corrector, quizá? —plantea Paili—. Un buen colorete en crema.
—Uy, ¿qué me dices, Charlotte? ¿Hoy no te has maquillado? —Le pregunto a la nada—. Sí, lo sé… resulta terriblemente obvio cuando tienes el don de la vista.
BJ se pasa la lengua por los molares posteriores, sonriendo. Suelta una risita y sacude la cabeza.
—No todo el mundo sale de la cama pareciéndose a un cervatillo de dibujos animados, Parks…
—Es… —Me flaquea la expresión—. ¿Se… se supone que es un cumplido?
—Desde luego. —Asiente.
—Venga ya —dice Henry Ballentine, mi mejor y más antiguo amigo. De aspecto se parece mucho a su hermano mayor: tiene el pelo castaño y una sonrisa que puede dejarte preñada, pero tiene los ojos azules en lugar de verdes como BJ, y de vez en cuando los esconde detrás de unas gafas que ninguno de nosotros tiene del todo claro que necesite. Asoma la cabeza en la conversación—. Todos sabemos que Bambi fue el despertar sexual de BJ.
—Eh, Bambi es macho —anuncia Christian Hemmes y su acento de Manchester se filtra en sus palabras, como le ocurre siempre que se divierte.
Christian y yo salimos juntos hace tiempo. Bueno, más o menos. Ahora no lo admitiríamos, pero lo hicimos, creo. Y fue malo. Malo para mí, malo para él (especialmente malo para él), malo para Beej (sobre todo malo para Beej)… Malo para todo el mundo, a decir verdad.
A pesar de ello, Christian es precioso. Tiene el pelo dorado oscuro, los ojos de color avellana y unos labios carnosos. Es casi angelical… sus rasgos, no sus actos. Da verdadero miedo en acción, en realidad. Intento no pensar en ello, en lo que hacen él y su hermano. Ellos creen que no lo sé. Pero lo sé. Lo sé todo sobre mis chicos.
Tanto Henry como BJ parecen confundidos y perturbados por la revelación de Christian.
Le dedico una mirada frívola y me vuelvo hacia Beej.
—Entonces, si yo soy un cervatillo, ¿qué eres tú?
—Un lobo —dice sin dudar un instante.
Pongo los ojos en blanco.
—¿De los solitarios?
Él niega con la cabeza y suaviza la mirada como no debería hacerlo en una mesa llena de gente que nos conoce en un local lleno de gente que no nos conoce.
—De los que encuentran a un cervatillo en el bosque que no llega solo a la balda de arriba de su botiquín, ni sabe cambiar el aceite del motor, ni…
—Parece un cervatillo de lo más evolucionado —le susurra Henry a su hermano.
—Bueno, sin duda es un cervatillo complicado —le contesta BJ y yo frunzo el ceño. Él sonríe.
—Sin el lobo ese cervatillo no habría podido abrocharse el vestido que lleva puesto. —BJ me señala con la cabeza—. No se habría alimentado desde 2004… Por eso el lobo siempre anda cerca, por la pura bondad de su corazón.
—Creo que los lobos comen cervatillos —interviene Henry bruscamente.
BJ pone los ojos en blanco, pero a mí me preocupa que Henry lleve razón.
Perry Lorcan, de pelo oscuro peinado hacia atrás, grandes ojos marrones y una sonrisa todavía más grande, pómulos prominentes y absolutamente hermoso, completamente fabuloso, sacude la cabeza desde el otro lado de la mesa.
—Henry se ha confundido. Bambi fue mi despertar sexual. El de BJ fue Ariel… —Se señala el pecho—. El sujetador de conchas. Las tetas lo vuelven loco.
No es mi intención, pero bajo la mirada hacia mis pechos y, al levantarla, BJ me está mirando. Me guiña el ojo con disimulo y esboza una sonrisa traviesa.
Hago lo que puedo por no arder ahí mismo.
—Bueno. —Beej se inclina hacia mí y me quita una pestaña perdida que no tengo en la cara… Una excusa cualquiera para tocarme, en realidad—. Los dos sabemos cuál es la de verdad. —Intento no sonreírle—. Pero ¿cuál es tu falsa manía de toda la vida?
Intento no sonreírle.
—Esa también te la sabes.
—¿También? —Me mira con expresión radiante y pongo los ojos en blanco. Se para un segundo a pensar—. ¿Rosas y ranúnculos en el mismo ramo?
Asiento una vez.
—Jodidamente repugnante. De un mal gusto absoluto.
Se ríe desde las profundidades de su garganta y lo adoro cuando se ríe con mis comentarios, quiero hacerle reír para siempre, pero no puedo porque ese chico se rompió para siempre y todavía lucho contra la necesidad de besarlo igualmente. Jonah Hemmes, el hermano mayor de Christian, alarga los brazos desde el otro lado de la mesa; siempre viste de negro. Cazadora tejana negra, camiseta negra, vaqueros negros, Cons negras, aunque es un rayo de luz por dentro… dejando a un lado la precaria naturaleza de su trabajo. Podría tener el pelo rubio, pero creo que es castaño, y sus ojos podrían ser verdes, pero creo que son marrones o quizá de color avellana. Todos sus rasgos son angulosos: mandíbula marcada, nariz aguileña, lengua afilada. Excepto conmigo, porque soy su favorita.
Jo me mira con la cabeza inclinada.
—¿Ya vuelve a hablar de Monty Python?
BJ le dice que no con la cabeza a su mejor amigo al tiempo que levanto la nariz, indignada.
—Es una cicatriz en el rostro del cine británico y no se hable más.
—Ya sé qué veremos esta noche, pues. —Beej guiña el ojo.
—Sí. —Lo miro fijamente—. Yo también. Dejamos a Jack Bauer en una posición muy precaria anoche.
Jonah hace un ademán y alarga la mano para coger mi copa.
—Ese pobre desgraciado siempre está en posiciones precarias…
Prueba mi cóctel y luego esboza una mueca de asco. Demasiado dulce.
Henry le da un codazo a su hermano.
—¿Anoche? —pregunta en voz baja. A lo mejor creen que no los oigo—. ¿Cuántas noches van ya esta semana, entonces?
—¿Todas? —BJ entorna los ojos—. ¿Y a ti qué más te da?
Henry enarca una ceja.
—Se está tomando muy bien la ruptura…
BJ aprieta la mandíbula, a la defensiva.
—Pues sí.
Henry lo mira con intensidad.
—¿Porque te estás quedando a dormir cada noche esta semana?
BJ se pone insolente.
—Me quedé a dormir cada noche la semana anterior cuando todavía no habían roto, así que…
—Cada noche, no —intervengo—. Solo tres de siete.
Ambos me miran, algo sorprendidos, como si se hubieran olvidado de que están teniendo esa conversación delante de mí.
—Cuatro —susurra BJ para que solo yo pueda oírlo.
Nuestros rostros están demasiado cerca y yo estoy mareada y la respiración se me atasca en uno de los pedazos de mi corazón roto.
¿Cuatro? No me extraña que Brooks Calloway me dejara.
No sé por qué eso se me clava, pero es así. Como una flecha.
¿Lo de las cuatro noches?
Él es el único hombre cuya pérdida he llorado, el único amor que he amado.
Antes de saber qué estoy haciendo, me aparto de la mesa, sintiéndome algo aturdida —me da vueltas la cabeza y estoy asustada—, pero no estoy teniendo un ataque de pánico, porque yo no los tengo, los tienen las personas que no controlan sus vidas y yo lo domino todo, absolutamente todo, especialmente mi corazón. Es solo que el dolor de haberlo perdido viene y va. Yergue su cabecita en momentos inesperados, en lugares concretos.
Como tres años después del hecho, en The Dorchester, con él sentado justo a mi lado con la chaqueta Amiri que le había comprado una hora antes completamente desabrochada, como mi cerebro siempre que lo tengo cerca.
¿Creías que te hablaba de mi novio de la semana pasada?
Qué ingenuo por tu parte. Qué optimista por parte de mi habilidad lo de desprenderme del barco tocado y hundido al que tengo anclado el corazón.
—¿Es Magnolia Parks?
—¿Dónde está su novio?
—¿Está con BJ Ballentine?
—¿Vuelven a estar juntos?
—Nunca están separados.
—¿Pero ella no tenía novio?
—Me gusta su vestido.
—Odio su vestido.
—¿Vuelven a follar?
Esos son algunos de los comentarios que oigo al encaminarme hacia el aseo, intentando no desmayarme antes de llegar.
Las cuatro noches no son el motivo por el que Brooks Calloway y yo rompimos, por cierto. Brooks no lo sabe. O igual sí, porque al parecer todo el mundo sabe más cosas de mí de las que yo creo. A Brooks le da igual, siempre le ha dado igual. Bajo la forma más cruda y los términos más tácitos y secretos, Calloway y yo teníamos una relación simbióticamente beneficiosa.
Yo era su billete hacia una vida que no acababa de pertenecerle por nacimiento, y él era mi última línea de defensa. Una desviación fenomenal y un endeble ardid para explicar por qué BJ y yo no somos lo que BJ y yo somos en realidad. Algo tras lo que esconderme y a lo que recurrir cuando ser solo la mejor amiga de mi mejor amigo deja momentáneamente de llenar el abismo que amarlo abrió en mí.
Me miro fijamente en el espejo del baño, me coloco la cabellera oscura detrás de las orejas y tiro de mis aros de oro con perlas Mizuki con nerviosismo. Mojo un papel secamanos. Me lo acerco a las mejillas, que están más oscuras que de costumbre porque Beej y yo bajamos a Pentle Bay unos días, y tengo la mente desbocada porque… ¿acaso no estuvo conmigo solo tres noches de siete la semana pasada y, aun así, se las arregló para verse con una modelo de Miu Miu? ¿Dónde se conocieron? ¿Dónde estaba yo cuando se conocieron? ¿Cuántas veces se vieron?, me pregunto. ¿Y dónde lo hicieron? ¿En un hotel? ¿En su casa? ¿En qué casa? La de sus padres jamás, su madre lo mataría. ¿En la que comparte con Jonah? ¿Ella estuvo allí después de que yo estuviera allí? ¿Cambió las sábanas? La idea de dormir en una cama donde BJ se había acostado con otra me llena los ojos de lágrimas de una manera que no comprendo, pero con la que estoy más que familiarizada, porque pasa cada dos por tres. Eso es lo que él hace. Se lo hace con otras mujeres.
No nos estamos acostando, por cierto, a pesar de lo que hayas leído en la prensa. No debes creerte todo lo que lees por internet, pero sí puedes creerte esto: en otros tiempos, BJ fue el amor de mi vida.
Ya no lo es. Y, ahora mismo, es lo único que te hace falta saber.
—¿Estás bien? —Paili aparece detrás de mí en el espejo.
—¿Hum? —Me doy la vuelta—. Sí. Claro.
Frunce el ceño y no me cree.
—No pasaría nada si no lo estuvieras, ¿sabes? —me dice.
—Lo sé. —Me encojo de hombros con ligereza—. Es que acabamos de romper… lleva su tiempo acostumbrarse a…
—Me refería a lo de la modelo de Miu Miu.
Frunzo el ceño.
—¿Cómo sabes lo de la modelo de Miu Miu?
Me dedica una lastimera sonrisa de disculpa.
—Por Perry.
Frunzo el ceño todavía más.
—¿Y él cómo lo sabe?
Paili parece abatida.
—Fuera quien fuera, no serviría ni para sujetarte una vela…
Aparto la mirada de ella y vuelvo a fijarla en mi reflejo.
—Pues claro —escupo—. ¿Para qué quiero yo una vela si mis ojos brillan más que los diamantes?
Paili reprime una sonrisa.
—De todos modos, me da igual —le digo meneando la cabeza.
Veo que no me cree. Mierda.
Saco el pintalabios perfecto de color coral de mi bombonera con textura de cuero de color hueso de Alexander McQueen; el tono perfecto de coral que hace que mi piel oscura se vea más rica y que me resalta los ojos hasta lo absurdo.
—Esa expresión —BJ Ballentine adora mis ojos cuando se lo permito— se remonta al 1600, ¿sabes? Cuando los aprendices eran tan torpes que no servían ni para sujetar una vela para el maestro.
Mi mejor amiga me mira de hito en hito; suaviza la expresión y parece sentir pena por mí, y yo odio que la gente parezca sentir pena por mí, pero ella es una de las personas en las que lo odio menos.
Me coge la mano, me saca del baño y luego nos encontramos de cara con BJ.
—Hola. —Me dedica una sonrisa grande y extraña.
Lo miro con desconfianza.
—¿Hola?
Se cruza de brazos y, como por casualidad, me cierra el paso.
—¿Qué haces?
Lo miro a él y luego a Paili, confundida.
—¿Volver a la mesa?
Frunce los labios.
—No. —Me mira meneando la cabeza como si fuera tonta—. Qué va. Volvamos al baño. —Empieza a empujarme hacia atrás.
—¿Qué estás…? —empieza a preguntar Paili—. Ah. —Se detiene. Ella ve algo que a mí se me escapa—. Claro. El baño.
BJ hace un gesto hacia mí.
—¿Has… visto ya… los nuevos… secadores de manos Dyson que tienen en esos baños? —BJ silba. Paili asiente entusiasmada—. Guau.
—Sí —digo, mirándolo como si estuviera loco—. Los he visto. Hace un momento, de hecho. —Lo miro con fijeza—. Además, tenéis los mismos en vuestra casa.
—Sí —asiente—. Un poco raro, ¿no te parece? ¿Debería mandar quitarlos?
—Bueno, a ver, pues en realidad sí, si no te importa, porque son bastante ruidosos, y Jonah tiene una vejiga diminuta, se levanta cuatro veces por la noche y lo oigo desde el cuarto. Además, personalmente prefiero esos papeles secamanos, los que no son de papel sino como de lino, pero que son desechables. ¿No podemos hablar de ello cuando volvamos a la mesa? Porque ya que sacamos el tema, hay unas cuantas cosas más en tu baño que me gustaría bastante cambiar…
Justo entonces, veo a mi exnovio de hace solo una semana de la mano de una chica que no he visto en mi vida a unas pocas mesas de la nuestra.
—¿Qué cojones? —digo mucho más alto de lo que pretendo.
De hecho, estoy yendo hacia él antes de darme cuenta de que estoy yendo hacia él. Como una pequeña polilla masoquista hacia una maldita llama. Brooks Calloway levanta la mirada y me mira con sus estúpidos ojos marrones de atontado muy abiertos y llenos de sorpresa.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunto con los brazos en jarras.
—Pues… —Me mira y luego mira a su acompañante—. ¿Cenar?
Dedico una somera mirada a la que está con él.
—Hola, lo siento mucho, soy Magnolia… —Y entonces miro a Brooks—. ¿Y quién cojones es esta? —le pregunto, con los brazos en jarras—. ¿Estás aquí con otra chica?
Todavía no ha aparecido en las páginas de sociedad que hemos roto, ¿y ya va por ahí saliendo con otras mujeres?
—Sí —asiente con la espalda erguida.
—¿Qué cojones? —Me contengo de pegar un pisotón al suelo en señal de protesta—. Esto es muy irrespetuoso.
Mira por encima de hombro hacia BJ, que está de pie muy cerca de mí. Le dedica a BJ una mirada calculada y a mí otra más larga.
—¿Lo es? —Entorna los ojos—. Hola, BJ.
BJ asiente una vez, con una sonrisa tensa. La verdad es que nunca le ha caído muy bien.
—Calloway.
—Uf —digo, echando la cabeza para atrás sin poder creerlo—. Lo siento, pero espera, la gente todavía piensa que estamos juntos. Estás aquí con otra chica.
—Sí. Pero ¿tú estás aquí con otro hombre?
—Estoy aquí con unos cuantos hombres —aclaro.
—Mucho mejor. —Asiente, pero no creo que esté siendo sincero.
—He venido con mis amigos.
—Has venido con Ballentine —me dice con una mirada que me hace plantear si estaba más descontento con nuestro acuerdo de lo que yo pensaba. Se aclara la garganta—. En fin. Te presento a Hailey…
—Se hace la manicura, ¿sabes? —le advierto. Hailey lo mira de soslayo, insegura.
—La manicura masculina —aclara Calloway.
—Es lo mismo… —empiezo.
—¡No lo es! —interrumpe—. ¡No es lo mismo!
Sacudo con la cabeza.
—Es pulir, dar forma…
—Y un esmalte transparente al final —dice Brooks, con un inocente encogimiento de hombros—. ¿Que por qué necesitas esmalte al final? —Lo miro con los ojos entornados—. Uñas quebradizas.
—Oooh —finjo gorjear—. Qué sexy.
Pone los ojos en blanco.
—Hailey y yo llevamos viéndonos unos tres o cuatro meses.
Lo miro con fijeza unos segundos.
—Nosotros solo estuvimos saliendo cinco.
Calloway asiente con alegría.
—Venga ya, tío —dice BJ y lo fulmina con la mirada.
Y entonces Calloway salta, casi como hubiera estado esperando algo así.
—Oye, ¿quién eres hoy: su perrito guardián o su novio?
BJ se adelanta y le dedica una sonrisa tensa.
—Soy lo que ella quiera que sea.
—Ah —asiente Brooks con frialdad—. Entonces eres su puta.
BJ echa la cabeza hacia atrás, sorprendido.
—¿Quieres que vayamos fuera?
Beej se acerca a él y una oleada de nervios baña a Brooks. Por norma general, nadie quiere estar en el lado equivocado de una pelea con BJ, pero todavía menos si el tema tiene que ver conmigo, aunque sea remotamente. No piensa con claridad cuando tiene que ver conmigo, según Jonah. Coloco una mano en el pecho de BJ e intento apartarlo con suavidad, pero él grita por encima de mi cabeza.
—Pruébalo… —le dice BJ—. Imbécil de mierda.
—¡Eh! —Los miro negando con la cabeza, analizo el local y veo que van apareciendo móviles.
Y, a decir verdad, no acabo de entender qué pretende Calloway… Está loco si intenta provocarlo.
—¡Ven y dímelo a la cara! —le grita a Beej y hay algo en su postura ofensiva que me recuerda al León Cobarde de El mago de Oz.
El pobre Brooks es un poco arrogante y aunque no esté apretando los puños y sujetándolos en alto literalmente, como si quisiera decir «venga, dale», es como si lo hiciera. Mientras tanto, Baxter-James Ballentine podría ser cualquier cosa desde un jugador de rugby hasta un Vengador. Por qué Brooks intenta pelearse con él es algo que se me escapa y, sea cual sea el motivo, me preocupa. También me preocupa que BJ se pegue con alguien por mí. Otra vez. Me preocupan los titulares de mañana por la mañana. Otra vez. Me preocupa lo que dirán, de nosotros, de mí. A veces no son muy buenos conmigo.
—Ya te lo he dicho a la cara, paquete —grita BJ y hay cámaras de móviles tomando fotos mientras los camareros del local se acercan, nerviosos.
—Me parece gracioso que lo menciones, ¿sabes a quién le encantaba mi paquete? —empieza a decir Calloway, con aspecto engreído, y yo me quedo boquiabierta.
Entorno los ojos y lo apunto con el dedo.
—No te atrevas a decirlo…
A BJ le cambia la mirada, y no es nada bueno. Sé que no es nada bueno porque de repente los otros chicos están a nuestro alrededor.
Ya puedo imaginar los titulares: «Ballentine esposado en The Dorchester», «¡Los chicos se vuelven locos por Parks!», «A Magnolia Parks le gustan los paquetes» (ese sería The Sun). Brooks nunca sale en la prensa sin mí, ¿lo estará haciendo por eso? A él le importan ese tipo de cosas, como la prensa. Beej mira largamente a Brooks, desafiándolo a acabar esa frase.
Se queda ahí. Y durante un instante espero que Calloway tenga dos dedos de frente y retire todo lo que ha dicho…
—A ella. —Brooks me señala con un dedo.
—¡Eso es objetivamente incorrecto! —anuncio en voz alta para que me oiga todo el mundo, porque esa parece la parte más importante que aclarar—. ¡No es verdad! Es… bueno… en fin, lamento decirlo, pero en realidad resulta incluso decepcionante, si te soy sincera. —Le dedico una mirada de disculpa a la chica.
—Ya se lo he visto —me dice.
—Desde luego que sí. —Asiento una vez mirándola—. Mi más sentido pésame.
—Eh. —Brooks frunce el ceño.
Lo ignoro y me vuelvo para mirar a BJ. Tiene la mandíbula tensa, los puños apretados, listos para defender mi honor en cualquier momento del día o de la noche.
—Vámonos —le digo, pero no se mueve.
Beej fulmina a Calloway con la mirada y yo le cojo el rostro con la mano, lo vuelvo hacia mí haciendo caso omiso de los flashes de todas las cámaras que nos rodean y, por un segundo, me da igual si el Daily Mail saca un artículo sobre nosotros porque son todo mentiras igualmente. Todo lo es. Todos quedan tras el negro telón. Lo único que puedo ver es a él.
Busco sus ojos.
Los encuentro y, al hacerlo, los suyos se suavizan.
—Llévame a casa, Beej —le digo con unos ojos que no puede ignorar—. Jack tiene una bomba que desactivar.
Me coge la mano y la besa.
—A la mierda David Palmer. Bauer presidente.
DOS
BJ
Mi padre se pondrá como una moto. La reputación de un hombre lo es todo, según él. Él puede decirlo porque es un buen hombre. Yo no sé qué reputación tengo ahora mismo, pero estoy casi seguro de que no es algo que haría gritar a mi padre orgulloso a pleno pulmón.
—¿Otra pelea, BJ? —me diría.
Yo no diría nada y pondría los ojos en blanco.
—¿En cuántas peleas tienes que meterte antes de comprender que es demasiado tarde? Perdiste a Magnolia hace mucho tiempo. —Eso me diría al día siguiente por la mañana.
Seguramente a través de un mensaje en el contestador, porque no iré a casa esta noche.
No sé cómo sabe que perdí a Magnolia, aunque ella no me haya perdido a mí, pero tiene razón. Él no sabe que tiene razón; él solo da por hecho que la tiene, lo cual en realidad me pone de los putos nervios porque tiene toda la razón. Pero estoy acostumbrado. Acostumbrado a que tenga razón y también a los largos mensajes en el contestador, rebosantes de sabiduría que nadie le ha pedido y que malgasta conmigo pero que comparte de todos modos. Creo que él querría que yo fuera distinto. Mejor, o cualquier mierda. Parks dice que no es verdad, que mis padres me quieren a morir —y lo hacen—, pero eso no quita que mi padre desee que yo sea un hombre mejor.
A ver, joder, hasta yo deseo ser un hombre mejor.
Ese mensaje que va a dejarme en el contestador, no es más que lo que me dice siempre que me peleo por Parks. Claro que ellos pierden el culo por Magnolia. Ahí está el tema: no solo porque la quiero y es ella, sino porque se trata de mi familia. Todos son de los míos. El internado conlleva eso: te hace formar tu propia familia; y tanto si la quiero como si no, es mía.
Y, honestamente, ¿sabes qué? De todas las razones de mierda por las que me he peleado a lo largo de los años, que el imbécil del ex de Parks anunciara públicamente en The Dorchester que a ella le encantaba su paquete, me pareció una razón tan buena como cualquier otra.
Además, técnicamente ni siquiera me peleé con él.
A LMC y Loose Lips les dará igual; lo pintarán como si me hubiera peleado.
Parks dijo que llamaría a Richard Dennen por la mañana para frenar cualquier cosa que pudiera publicar Tatler.
El coche se detiene ante su casa, en Holland Park.
—Una modesta casita independiente de diez habitaciones en Holland Park —la oí explicar a no sé quién la semana pasada—. Es verdad que tiene una piscina interior, pero ninguna al aire libre, lo cual es una pena, pero nos apañamos —le dijo con solemnidad a la dependienta que no le había preguntado absolutamente nada sobre su casa.
Cruzamos esas pesadas puertas negras contra las cuales la he besado un millón de veces y no puedo remediar lo que me hace esa casa: la he amado en todos sus rincones. La he desnudado en todos los cuartos. Esa casa me deja hecho una mierda. Nostalgia dopada de esteroides con un huevo de oxitocina cada vez que me encuentro en ese vestíbulo… toda una vida de recuerdos observándola bajar la escalinata de mármol en curva, con el corazón en la garganta y ella en mis manos…
Amar a alguien como yo la amo a ella te jode un poco. Joderla como la jodí yo también te jode un poco.
Cierra la puerta principal en sumo silencio y, con sumo cuidado, se coloca un dedo en los labios para mandarme callar en silencio.
—¿Por qué me mandas callar? —le susurro, con la boca más cerca de lo necesario de su oído, pero exactamente donde la quiero.
—Porque si despertamos a Marsaili, me pegará la bronca por traerte a casa…
—Ah.
Asiento como si no fuera un puñetazo en la boca del estómago que el adulto más importante de todos en la vida de Parks piense que soy escoria. Una personita aterradora, Marsaili MacCailin. Su niñera, cuidadora, tutora… lo que sea, pero lo era todo para Parks. Hacía siglos que estaba allí, de hecho: por lo que sé hasta podría haberla arrancado del mismísimo útero de su madre. Aparece en todas las fotos familiares, fue la progenitora que no fueron sus padres. Pelirroja, un metro cincuenta y cinco, de rostro bonito, pero siempre con mala cara… por lo menos cuando me mira a mí. En otro tiempo Mars fue mi fan número uno, pero es posible que ahora prenda una jodida vela cada vez que salgo de una habitación.
—Y también porque si mi madre te ve, es posible que intente montarte. —Magnolia pone los ojos en blanco y yo suelto una risita traviesa. Sobre todo porque bromea, y un poco porque no lo hace.
No es una madre al uso, esa Arrie Parks. La diseñadora de bolsos.
Superdivertida, bastante fresca, siempre le parecía adorable pillarme con la mano bajo las faldas de su hija, no nos daba la turra cuando de adolescentes nos sorprendía metiéndonos algo (y de vez en cuando hasta se nos unía). Su atributo número uno, por lo que a mí respecta, es que sigue siendo mi mayor fan a pesar de mis transgresiones.
—¿Dónde está tu padre? —Miro a mi alrededor. Me gusta la sensación de estar a solas con ella en esa casa.
Es como si volviéramos a ser niños, escabulléndonos a escondidas tras escaparnos.
—En Atlanta. —Se encoge de hombros—. Volverá por la mañana.
Su padre, vamos, ya sabes quién es. ¿Harley Parks? ¿El productor? Trece Grammys en los últimos veinte años, y como treinta y cinco nominaciones. Ese hombre es una maldita leyenda. Da casi miedo.
¿Tienes idea de lo que es salir con la hija de un tipo negro, enorme y corpulento, que tiene a 50 Cent entre las llamadas rápidas de su teléfono? Un maldito estrés, tío, eso es lo que es.
Me pasé el decimoséptimo cumpleaños de ella sudando como un maldito pollo porque estoy casi convencido de que su padre les dijo a Kendrick Lamar y a Travis Scott que no me perdieran de vista y me mantuvieran a raya. Parks intentaba meterme mano a la mínima, porque esa chica tiene las manos muy largas cuando ha bebido un poco y tuve que pararle los pies, por eso se enfadó mucho conmigo y a ellos les pareció gracioso… fue una noche de mierda.
Me alegro de que su padre no esté, en realidad… Si Parks y yo lo estuviéramos haciendo, me acostaría con ella en la cama de su padre para joderlo, pero no lo estamos haciendo, así que me limitaré a quedarme dormido en la cama de ella como hago casi todas las noches.
Sigue siendo una manera de joderlo, supongo.
Cuando llegamos a su cuarto, me quito la camisa y me voy de cabeza al cuarto de baño. Tiene una extraña manía con las duchas y las sábanas. No puedes meterte en la cama sin ducharte antes.
¿Tienes idea de lo que jode esa regla cuando vas borracho? Es una auténtica putada. Es probable que nos hayamos discutido un millón de veces por eso, y jamás me he salido con la mía.
Entra en el baño mientras me estoy duchando. Coge su cepillo de dientes y gira sobre sus piececitos descalzos, observándome. Solo me ve el torso, el mitad inferior está detrás de esa mierda de pared embaldosada que no te deja ver a través y que ojalá no estuviera ahí siempre y ya sé lo que estás pensando: ¿qué cojones? Es raro. Sé que somos raros.
Pero estoy enamorado de ella. Y esa es la única manera que me deja tenerla, así que a la mierda, me hundiré con el barco.
—¿Quieres unirte? —le pregunto, solo para hacerla enfadar.
—BJ… —gruñe, pero es falso. Levanta la mirada como si estuviera molesta, aunque se sonroja. Se da la vuelta y se mira en el espejo, se queja de sus rasgos, que no tienen queja alguna.
—¿Puedo mirarte mientras te duchas, al menos?
Frunce el ceño.
—Rotundamente no.
La miro ladeando la cabeza.
—Un poco hipócrita.
Adora que le ladee la cabeza. Traga saliva con esfuerzo y odio esto. Odio lo que sea que somos. Odio no poder ir hasta ella y besarla y meterla en la ducha conmigo. Odio la caja donde me ha metido, odio los muros que ha levantado a su alrededor. Odio estos despojos de la relación, pero es lo único que nos queda. Y es la mejor parte de mi día.
—Pásame una toalla —le pido mientras salgo de la ducha.
Corre a taparse los ojos con las manos, pero está intentando reprimir una risa.
—Ay, Dios mío.
—Sí, ¿verdad? —suspiro, con orgullo, solo para molestarla.
—¡BJ! —grita, y sus mejillas toman el color que tenían antes cuando estábamos a punto de… ya sabes.
Me atiza a ciegas, pasándome la toalla e intentando golpearme a la vez.
—Cuidado con esas manos, Parks.
Con los ojos todavía cerrados, me empuja para echarme del baño y deja resbalar las manos por mi cuerpo. Ambos sabemos que es a propósito, pero ella jurará hasta la muerte que es casualidad. Y, en otra vida, yo dejaría caer la toalla, la cogería por la cintura, la besaría hasta la locura y me la llevaría de vuelta a su cama, pero en esta vida me cierra la puerta en las narices.
Saco un chándal que Parks me compró esta semana del cajón que ella te dirá que no es «mi cajón», pero vamos si no es mi puto cajón y ambos lo sabemos y me subo a la cama. Me siento en su lado para que finja que se cabrea cuando salga de la ducha y entonces me empuje a mi lado y tenga que volver a tocarme, porque soy como un yonqui de sus manos sobre mi cuerpo.
Sale diez minutos más tarde con un camisón de seda rosa palo de La Perla. Sé que es de allí porque se lo compré yo. La verdad es que no es sexy. No tiene encaje ni nada. Me crucificaría si le comprara ropa interior sexy. Ya lo hice para San Valentín de este año, en realidad. Merecía la pena intentarlo, porque San Valentín es mi cumpleaños. Le dije a Parks que era para mí tanto como para ella, y que solo tenía que hacerme ese favor. Me tiró la ropa interior a la cabeza. Aunque se la puso al día siguiente. No me dijo que la llevaba, pero se puso un top semitransparente para tomar un brunch el 15 de febrero más frío que Londres había visto en toda la década.
Pasa exactamente como lo había imaginado.
Esboza esa expresión de contrariedad… camina hasta la cama, me aparta con toda la fuerza que tiene, la cual es casi inexistente, y esto provoca mi risa. Ella me empuja aún con más fuerza, la coloco encima de mí y durante unos pocos segundos se queda allí tumbada, fingiendo que está empujándome al otro lado de la cama, cuando en realidad estamos intentando agarrarnos con firmeza de las maneras que nos quedan. Pasan tres, cuatro, cinco, seis… seis segundos antes de que abra mucho los ojos y se acuerde del daño que le hice un par de años atrás y se aparte de mí, haciendo un mohín con el labio inferior que parece injusto cuando no puedes besarla para que se sienta mejor.
—¿Estás bien? —digo.
Ella me mira y el fichero rotativo de mi mente intenta encontrar la manera de hacerla sentir mejor, pero no existe. Necesito una puta máquina del tiempo.
Me repasa con los ojos y apoya un dedo sobre el tatuaje que llevo en el pulgar. Un cordel finito de no me olvides. Le regalé un collar de Tiffany’s cuando llevábamos un mes juntos, lo cual ni siquiera es un aniversario, por cierto, pero supongo que un poco lo es cuando tienes quince años y has conseguido a la chica de tus sueños. Da igual, le encantó. Lo perdió dos años más tarde y habían dejado de venderlo. Fue el primer tatuaje que me hice por ella.
Todos son por ella, de hecho, con la excepción de…
—Este es nuevo. —Toca un pequeño tatuaje que me hice en el pecho hace un par de días. Una ballena. ¿Por culpa de Jonah? Le pareció ingenioso. Me da igual, apenas tiene el tamaño de una moneda de dos céntimos.
Hago una mueca.
—Perdí una apuesta con Jo.
Me fulmina con la mirada un instante y hace un ruidito que suena como «mmm».
—¿Qué?
—Nada. —Levanta la nariz—. Pero es que pienso que eres un poco imprudente con tu cuerpo, es todo. —Se encoge de hombros como si le diera igual, pero me doy cuenta de que sí le importa.
—No pensaste que los otros veintidós fueran imprudentes.
—Porque esos eran por m… —Se calla antes de decirlo y me dedica una sonrisa tensa y controlada.
Todo son símbolos y mierdas profundas y mitológicas de sabiduría popular sobre el amor que solo conocemos ella y yo, y nadie más sabe, y me encanta llevar sus marcas en la piel. Antes las dejaba de otras maneras, pero ya no. Frunce los labios, se recompone, se aclara la garganta.
—Eso es porque los otros veintidós pertenecen a alguien que se preocupa por tu cuerpo.
Pongo los ojos en blanco. No solo por ella, sino por mí y por nosotros y por lo que sea que estemos haciendo con nuestras vidas.
—¿Por eso llevo tres años con los huevos azules, pues?
—BJ… —Me mira, incrédula—. No conozco literalmente a nadie que tenga más sexo que tú. Si todavía tienes los huevos azules, tienes que ir al médico.
Y entonces me echo a reír y ella se echa a reír, aunque no hace tanta gracia porque ella lo odia, y por eso yo lo odio, pero ella se echa novios y yo echo polvos y eso es lo que hacemos, así que nos reímos.
La puerta de su cuarto se abre de par en par y su hermana ocupa el dintel. Apenas.
—Bueno, bueno. ¿No será la pareja más disfuncional de Londres? —Bridget Parks nos sonríe, con los brazos cruzados ante el pecho. Es dos años menor que Parks, tiene los ojos marrones, el pelo rizado y es más bonita de lo que se cree, pero de todos modos da igual. Bridge es la hermana pequeña de mi mejor amiga.
—Fridget. —Parks le hace un gesto con la cabeza y se sienta más erguida—. ¿Qué tal ha ido otra fascinante velada entre libros?
—Me encanta que consigas que estudiar parezca algo malo —replica Bridge y Magnolia la mira con los ojos entornados.
—Yo tengo estudios —contesta Parks, con la nariz levantada.
—Tienes una licenciatura en Artes —se mofa Bridge—, lo cual, como todos sabemos, es un eufemismo de carrera para decir que no sabes qué hacer con tu vida, y que le has pagado al Imperial College una buena suma de dinero para que te lo confirme por escrito.
—Sí, pero —digo, mirándola con los ojos entrecerrados—, entrar entró en el Imperial College…
Su hermana pone los ojos en blanco.
—Como si papá no hubiera pagado para que entrara…
—Las universidades necesitan savia nueva. —Parks se encoge de hombros, imperturbable por la acusación—. Es el círculo de la vida.
Bridge la mira con suficiencia.
—Ah, ¿sí?
Me rio por la nariz.
—Dime, Bridget, ¿cómo es la vida sin tener otra cosa que la universidad y los trabajos y los exámenes? —Parks se vuelve hacia mí—. Qué triste, ¿no? ¿No te parece triste?
Expulso el aire por la boca.
—A mí no me metas en esto.
—Bueno —empieza a decir Bridge—. ¿Veo que estáis metidos en esto —añade, señalando la cama de Magnolia— otra vez? ¿Hace falta que tengamos la charla?
—Tienes más o menos la misma autoridad que una patata para dar esa charla, Fridge…
—Tengo sexo —gruñe Bridge.
—¿Con quién?
—Con gente.
—¿Con gente? —Magnolia parpadea con fuerza y abre mucho los ojos en un gesto hostil—. ¿En plural? ¿En serio? —Me pega—. ¿Tú te lo crees?
—¿Qué sabrás tú del plural? —espeta Bridget—. La única persona con la que has tenido sexo es él.
A Parks se le encienden las mejillas.
—Con penetración, tal vez, pero…
—Por Dios —gruño.
Así son ellas. Han sido así desde niñas.
Y no hay nadie en el planeta a quien Parks quiera más que a su hermana, exceptuándome a mí seguramente.
—Beej. —Bridge hace un gesto hacia mí—. Sin camiseta, otra vez. —Guiña un ojo con torpeza—. Gracias.
—¿Le has guiñado el ojo? —pregunta Magnolia, que sabe perfectamente que sí—. ¿O te ha pasado algo con las lentillas?
—Ay, Beej. —Bridget ignora a su hermana—. ¿Puedes hacernos un favor a todos y darle un orgasmo a esta muchacha para que sea menos imbécil?
—Créeme, Bridge —le digo con una sonrisa—, lo intento.
Magnolia me pega con un brazo largo y huesudo, y estoy seguro de que se ha hecho más daño ella que yo. Bridget pone los ojos en blanco, se va y cierra la puerta. Miro a Parks y ella me mira a mí y vuelve a pasar lo mismo que pasa cada noche. Nos miramos fijamente. Tengo los ojos casi tan abiertos como ella: ambos estamos atrapados en lo que fuimos, mientras todo lo que hemos hecho en esa habitación emerge de las paredes y baila a nuestro alrededor, como si fueran fantasmas de otros tiempos.
¿Alguna vez alguien te ha mirado de lleno a los ojos y te ha hecho ver todas las maneras en las que le hiciste daño? Es intenso que te cagas. Pero, ¿sabes qué?, ella también me ha hecho daño a mí.
Da dos palmadas. Las luces se apagan; me mira con fijeza en la oscuridad unos cuantos segundos más, y yo la adoro en la oscuridad. En fin, joder, la quiero de los pies a la cabeza en todos los espectros de la luz, incluso en su ausencia.
Se tumba, se acurruca bajo las mantas y luego asoma la cabecita por encima. Ambos nos quedamos mirando el techo. Su respiración es tranquila. Parks tiene distintos estados de tranquilidad: una tranquilidad pensativa, una tranquilidad cansada, una tranquilidad segura.
Esta es pesada y un poco enfadada. Aunque ella siempre está un poco enfadada conmigo, creo.
Lo cual es normal, en realidad. Lo entiendo. Me odio por lo que le hice el ciento por ciento del tiempo: nada de esa mierda de «viene y va», es constante. Solo que hago todo lo que puedo para ahogarlo.
Ella lo ahoga mejor que cualquier otra cosa. Incluso su respiración tranquila.
Luego le hago nuestra pregunta:
—¿Qué tiempo hace por allí, Parks?
Me mira y veo una sonrisa jugando en sus labios.
—Bastante cálido —responde, y se acerca a mí—. ¿Qué tiempo hace por allí, Beej?
Me pongo de lado para mirarla.
—Cielos claros.
TRES
Magnolia
Me despierto antes que BJ la mayoría de las mañanas; así ha sido desde que éramos pequeños.
Lo conozco desde entonces. Desde que éramos niños pequeñísimos. Henry y yo coincidimos en la misma clase de bienvenida en Dwerryhouse Prep y fuimos a todas las clases juntos hasta que nos marchamos para empezar en Varley, en séptimo.
No recuerdo mucho de BJ antes del instituto, aparte de que estaba allí.
Una vez cuando éramos críos —yo tendría unos siete años, quizá— nuestras familias estaban en Capri compartiendo un superyate. Habíamos atracado y los padres estaban en un chiringuito de la playa. Nosotros jugábamos en la orilla y yo me caí de la escollera y me corté con las ostras por todas partes. Muchísima sangre. Ese es uno de los pocos recuerdos vívidos que guardo de Beej antes de ir al instituto: él metiéndose en el agua y llevándome hasta la superficie. Entonces él tenía el pelo más rubio. «Te tengo», me dijo mientras me sacaba del agua. Me llevó hasta la orilla. Tuvieron que darme como veintidós puntos.
Vino conmigo al hospital. No supe por qué. Cien años después me dijo que para entonces ya me quería, pero en esa época yo no le prestaba mucha atención porque BJ no era más que el hermano mayor de Henry y yo estaba colada por Christian. Es probable que aun hoy sea una vieja herida para todos nosotros, a decir verdad.
En fin, Henry, Paili, Christian y yo íbamos a la misma clase, éramos inseparables. Nunca quedábamos con sus hermanos; la diferencia de edad se nos antojaba demasiado grande para salvarla. Es cierto que BJ y yo nos besamos una vez cuando yo tenía trece años. El juego de la botella. Fue una fiestecita en casa de los Hemmes y el beso estuvo bien, pero, aun así, para mí seguía siendo el hermano mayor de mi mejor amigo.
Cuanto más nos adentrábamos en secundaria, sin embargo, más difícil resultaba no reparar en Baxter-James Ballentine. Era un ídolo de quince años, no el mejor de la clase, pero sí un renombrado jugador titular del equipo de rugby (lo bastante bueno para que quisieran ficharlo tanto los Harlequins como los Ulster cuando se graduara, pero se destrozó el isquiotibial durante la pretemporada y no hubo nada que hacer). Representó al distrito en las competiciones de natación, jugó a hockey, también fue mediocentro, pero la gente no lo conocía por eso. La gente lo conocía porque tenía esa desaliñada mata de pelo rubio oscuro que supuraba sex appeal adolescente, y esa sonrisa torcida que habría llevado a las profesoras a tirarle las bragas de no ser porque, de haberlo hecho, habrían perdido el trabajo.
¿Sabes cuando vas al instituto y las cosas más sexys del mundo son el pelo de recién levantado, los hombros y el skate?
Él hacía el triplete.
Además, tenía esos ojos seductores que te miran como si te estuvieran desnudando allí mismo y sé que suena muy inapropiado, pero eso es solo porque no te lo ha hecho nunca, porque si lo hubiera hecho, lo sabrías y vivirías tu vida esperando que volviera a mirarte de esa manera.
No podías no saber quién era BJ Ballentine en Varley.
No podías no saber quién era en Londres.
Fue la primera semana de clases tras las vacaciones de verano. Los Ballentine nos llevaron a todos a las Islas Canarias durante unas semanas, porque Lily siempre decía que después de tres niños, todo es cuesta abajo sin frenos, y ¿qué eran seis más? Yo tenía catorce años, y ese fue el verano en que dejé de estar colada por Christian y empezó a gustarme BJ, y me pregunté si tal vez yo también le gustaba a él, pero para entonces él era BJ Ballentine, y seguramente yo estaba soñando.
Yo estaba junto a mi taquilla con Paili y él vino derechito a mí, apoyó la mano en mi taquilla y me arrinconó, como el chico malo por excelencia de todas las pelis adolescentes. Pero él no era un chico malo. Quizá le gustaba pensar que lo era, pero no lo era. No ha olvidado jamás el cumpleaños de su madre, y siempre le llevaba flores los fines de semana que volvía a casa del internado. Su peli favorita de toda la vida es Mary Poppins, que también fue la primera persona de quien se enamoró. Yo fui la segunda.
Ya entonces tenía los hombros tan grandes y anchos, que solo verlo te susurraba que era el mejor y más malote, pero era una treta. Cuando su abuelo murió, empezó a salir con su abuela una vez a la semana. Todavía lo hace, en realidad.
Aparte de Henry, hay tres hermanas, todas son más pequeñas menos una, y Beej era horriblemente sobreprotector con ellas. En el colegio, ni Allison ni Madeline tuvieron novio en ningún momento porque nadie quería estar a malas con los chicos Ballentine.
Se pasó una mano por el pelo, me miró desde arriba con esa seguridad extraña y recién descubierta. Como si se hubiera despertado ese día y se hubiera dado cuenta de que era el tío más bueno del mundo.
—Hola, Parks —dijo y me hizo el gesto de chico guay.
—Hola —contesté, mirándolo a los ojos porque es lo te dicen que hagas en las revistas de chicas.
—Quiero tener una cita contigo —me soltó.
—Oh. —Eso fue todo cuanto respondí. Parpadeé unas cuantas veces—. ¿Por qué?
Él soltó una risotada, muy guay y tranquilo, y creo que si en ese momento hubiéramos podido echar un vistazo tras las cortinas del cielo, habríamos visto a las Parcas enredando nuestros destinos, el mío y de Beej, de esta manera pura, luminosa, inexorable, inviable. He dicho enredado, no atado. Porque no sé si nos desenredaremos jamás. Con facilidad seguro que no.
—¿Puedo? —volvió a preguntar—. ¿Este fin de semana?
Fruncí los labios.
—No.
Paili me miró como si hubiera perdido la cabeza, y a él le cambió la cara.
Yo negué con la cabeza.
—Es que es la fiesta de aniversario de mis abuelos en el Four Seasons. No puedo perdérmela. Mi niñera me ha dicho que me quitará el móvil si no voy…
—Ay, mierda. —Se rio—. Si yo también tengo que ir. Con mis padres.
—Oh. —Me sonrojé.
—¿Querrás ir conmigo, pues?
Asentí un poco, pero me pareció necesario aclarar:
—Será bastante aburrido.
Él me sonrió con una luz en los ojos que era sinónimo de travesuras.
—Yo haré que sea bastante divertido.
Y lo hizo, por cierto. Hacer que fuera divertido. Él lo hace todo divertido.
Fuimos a la fiesta; nuestras familias estaban encantadas de que hubiéramos ido juntos. Un sueño hecho realidad, el matrimonio de nuestras familias perfectas. Escrito en las estrellas, el destino, imagina la boda, y ese tipo de cosas. Fue una extraña cantidad de presión que poner en la primera cita de unos jóvenes adolescentes que no pertenecen a la realeza saudí. Sin duda oí a mi madre ir lanzando la palabra «prometidos» unas cuantas veces, pero ni siquiera me importó, porque lo único que contaba fue el momento en que él levantó la mirada y me observó bajando la escalinata de mármol de mi casa.
Tragó saliva con esfuerzo. Dejó resbalar la mirada por mi cuerpo igual que lo hace ahora, pero ahora es peor porque me ha visto desnuda.
—Pero bueno —dijo. Y luego sonrió con timidez y bajó la vista al suelo.
Esa noche en la mesa de Trinity Square, mientas mi tío Tim —que estaba borracho— pronunciaba un discurso sobre mis abuelos («Pa