1
Al otro lado del abismo solo había niebla y silencio. El puente se balanceaba un poco, mecido por una leve brisa que removía la bruma sin acabar de despejarla del todo. No parecía particularmente sólido, pero Rox sabía que era capaz de soportar el peso de un carro cargado.
En los últimos tiempos había aguantado hasta el límite de su resistencia, desbordado por la marea de gente que huía de la última ofensiva de los monstruos.
Ahora, sin embargo, el Puente de los Chillones permanecía desierto, como si al otro lado ya no quedara nada que valiera la pena salvar ni nadie vivo para cruzarlo.
—Buena guardia —saludó de pronto una voz tras ella, sobresaltándola—. ¿Vienes a relevarme? Todavía no ha llegado la hora.
Rox se volvió hacia el Guardián, que la observaba con curiosidad. Había aparecido de la nada, y la joven alzó la cabeza hacia el puesto de vigilancia que se elevaba por encima de las puertas que conducían al puente. Sin duda su compañero había saltado desde allí para aterrizar a su lado con el silencio característico de los de su clase.
—¿Eres el único Guardián que vigila el paso? —preguntó ella a su vez, algo perpleja.
El otro la miró con mayor atención.
—Recién llegada, ¿no es así? ¿No te lo han explicado en el enclave? Hace ya días que no cruza nadie ni se avista ningún monstruo al otro lado. Probablemente a estas alturas hayan entrado todos en letargo.
Rox frunció el ceño, pensativa, con la mirada clavada en el puente. Era cierto que muchas especies hibernaban si no había humanos cerca; pero otras, en cambio, se desplazaban hasta el lugar habitado más próximo en busca de nuevas presas.
Cuando la joven iba a plantear sus dudas al respecto, el Guardián del puente volvió a preguntar:
—¿Han cambiado los turnos? ¿Quién te ha enviado exactamente?
Rox negó con la cabeza.
—No he venido a relevarte. Voy a cruzar el puente. Tengo que llegar al otro lado.
El Guardián la miró con escepticismo, convencido de que no hablaba en serio. Al leer la determinación en su rostro, sacudió la cabeza desconcertado.
—Al otro lado no hay nada. No queda nadie. ¿Y pretendes cruzar sola? ¿Para qué?
—No va a ir sola —intervino entonces un tercer Guardián, que se acercaba a ellos desde el camino, llevando a su caballo de la brida—. Yo la acompañaré.
Rox se dio la vuelta, perpleja, y su asombro creció todavía más al reconocer al recién llegado, un Guardián algo mayor que ella y también un poco más alto que la mayoría, de cabello negro y gesto sereno y seguro de sí mismo.
—¡Aldrix! —murmuró—. ¿Qué haces aquí?
Lo había visto por última vez en la Ciudadela, varias semanas atrás, justo antes de partir de viaje. ¿La había seguido hasta allí? Reprimió el impulso de dar un paso atrás, incómoda. Si lo enviaban sus superiores, su viaje terminaría nada más empezar.
Él le dedicó una media sonrisa y se dirigió al Guardián que custodiaba el puente.
—Nos envían desde el cuartel general de la Ciudadela —dijo con tono formal—. Se trata de una misión de rescate: tenemos indicios de que aún podría haber personas atrapadas al otro lado.
El Guardián lo miró con incredulidad, mientras Rox se esforzaba por mantener su rostro inexpresivo. Ella se había desplazado hasta el Puente de los Chillones por iniciativa propia y, desde luego, no había recibido ninguna instrucción al respecto por parte de sus superiores.
—Al otro lado ya solo quedan monstruos —repuso el Guardián del puente—. Y, en todo caso, ninguna misión de rescate formada por una sola pareja de Guardianes llegaría demasiado lejos.
Aldrix se encogió de hombros.
—Yo no soy quién para cuestionar las órdenes de los oficiales —se limitó a responder.
El Guardián se rascó la cabeza, pensativo.
—¿Habéis hablado con el capitán en el enclave?
—¿Estaríamos aquí si no lo hubiésemos hecho?
El Guardián del puente no supo qué contestar. Aldrix le tendió una hoja de papel.
—Aquí tienes. Orden oficial, sellada y firmada por la comandante Xalana.
Rox observó cómo el Guardián del puente tragaba saliva de forma ostensible. Lo vio leer la notificación con incredulidad.
—Pero esto... no tiene sentido.
—Puedes decírselo a la comandante, si es lo que piensas —replicó Aldrix sin sonreír—. Nosotros nos limitamos a cumplir órdenes.
Tiró de la rienda de su caballo y se encaminó hacia la entrada del puente. Se detuvo allí y se volvió para mirar fijamente al Guardián.
—¿Abrirás el portón o no? —preguntó.
Él tragó saliva de nuevo, muy pálido.
—Pero os envían a una muerte segura. Si hablamos con el capitán en el enclave, quizá acceda a organizar una patrulla más numerosa para que os acompañe...
—Ya he hablado con él. Es una misión rápida: cruzar el puente, acudir a la aldea en cuestión y volver tan deprisa como podamos para informar. Una patrulla más numerosa nos retrasaría.
Rox miró a su compañero, alzando una ceja con desconcierto. Aquella «misión rápida», tal como Aldrix la había descrito, seguía siendo una empresa suicida. Ella misma había planeado llevarla a cabo en solitario porque tenía motivos personales para hacerlo y estaba dispuesta a correr el riesgo. Y si no había comunicado sus intenciones a sus superiores, se debía a que estaba bastante segura de que de ningún modo habrían aprobado aquella incursión.
No se le ocurría ninguna razón para que hubiesen autorizado a Aldrix a acompañarla. Si él la había delatado, lo cual parecía bastante probable, ahora que lo pensaba, sin duda deberían haberlo enviado a detenerla, no a secundarla en aquel viaje descabellado.
Seguía sin comprender qué estaba pasando en realidad, pero permaneció en silencio, en un segundo plano, observando a sus compañeros.
—Si no vas a ayudarnos a abrir la puerta —estaba diciendo Aldrix—, al menos no nos impidas el paso.
El Guardián del puente se quedó mirándolos un momento, indeciso. Después se apartó con cierta reluctancia, aún sosteniendo el documento entre los dedos.
—¿Al menos vais... preparados?
Rox echó un vistazo curioso a las alforjas del caballo de Aldrix. Venían bien cargadas, y aquello le confirmó que hablaba en serio. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. ¿Sería posible que hubiese subestimado a los generales de la Guardia? ¿Y si, a pesar de la situación crítica que se vivía en todo el mundo civilizado, ellos estaban realmente dispuestos a investigar lo que sucedía en una aldea remota que probablemente ya había sido borrada del mapa?
—Vamos preparados —confirmó él—. ¿Nos ayudarás con la puerta o nos encargamos nosotros solos?
El Guardián asintió, un tanto avergonzado, y se apresuró a abrir una de las hojas del portón, mientras Rox y Aldrix tiraban de la otra.
Cuando el acceso al puente estuvo despejado por fin, ella se detuvo un momento antes de continuar.
Aquel era el límite de la tierra civilizada. No hacía mucho, aquella frontera se situaba bastante más lejos; pero en los últimos tiempos los monstruos habían arrasado toda la región occidental, y los Guardianes solo habían logrado detenerlos en aquel punto, aprovechando el pavoroso acantilado que se abría a sus pies.
Tiempo atrás cualquiera habría podido viajar por la región que se extendía al otro lado del puente, bien pertrechado y con la escolta adecuada. Ahora cruzar aquel paso suponía adentrarse en lo desconocido. Y probablemente afrontar una muerte segura, incluso para un Guardián.
Rox inspiró hondo, tiró de las riendas de su caballo y puso un pie sobre la pasarela. Y después otro.
—¡Buena guardia! —se despidió el Guardián del puente.
Aldrix le respondió; ella, en cambio, no pronunció palabra.
El puente se mecía ligeramente, pero no se dejó intimidar. Sujetando a su montura de la brida, avanzó hasta adentrarse en las brumas que se alzaban desde el fondo del abismo. Si prestaba atención, podía oír el murmullo lejano del río a sus pies, aunque no fuera capaz de verlo desde allí.
También era muy consciente de la presencia de Aldrix, que la seguía llevando a su caballo tras de sí. Pero no se molestó en volverse, ni siquiera cuando el portón se cerró tras ellos, abandonándolos a su suerte.
Solo cuando alcanzaron la mitad del trayecto, la joven Guardiana preguntó:
—¿Por qué me has seguido? ¿Es cierto que te lo han ordenado en el cuartel?
El fino oído de Aldrix captó sus palabras sin problemas.
—No. ¿No te enseñaron a falsificar sellos oficiales en la escuela?
Rox tardó un poco en contestar. Su compañero había formulado aquella pregunta con total seriedad, pero le costaba creer que no estuviese bromeando.
—Me temo que tú y yo no fuimos a la misma escuela —respondió.
—Cierto; eres una extraviada —recordó él—. Bueno, casi todos los Guardianes lo hicimos de niños alguna vez. Para justificar ausencias y cosas parecidas. Los instructores tendían a hacer la vista gorda.
—La educación que yo recibí en el Bastión era bastante más severa.
—No estoy hablando del Bastión, sino de la escuela preparatoria del primer ensanche. —Aldrix hizo una pausa, reflexionando—. Supongo que, en ciertos aspectos, la disciplina era un poco laxa porque los adultos eran conscientes de que estábamos viviendo los últimos años de nuestra infancia.
Rox no respondió enseguida. También su propia infancia había sido muy diferente de la de aquellos niños de la Ciudadela, al parecer. Pero decidió no hacer ningún comentario al respecto.
—Lo que intentas decirme es que no seguimos ninguna orden oficial, en realidad —resumió—. Que has venido por iniciativa propia y... ¿le has entregado al centinela un documento falso? —inquirió con un cierto tono de reproche.
—De lo contrario, no te habría dejado cruzar —razonó él con calma—. Dime, ¿qué pensabas hacer si te hubiese negado el paso?
—No lo sé —reconoció ella—. Pero ¿por qué te has molestado en seguirme hasta aquí y engañar al Guardián del puente?
—Porque quiero ir contigo, por supuesto.
—¿En busca de una aldea perdida que a estas alturas probablemente será un erial? —Su compañera sacudió la cabeza—. No te creo.
Aldrix hizo una pausa, meditando la respuesta que debía darle.
—¿Sabes cuántos años tengo, Rox? Veintiséis —continuó, antes de que ella pudiese contestar—. ¿Sabes cuántas veces he sido destinado fuera de la Ciudadela?
Ella hizo un rápido cálculo mental. Todos los Guardianes pasaban una temporada en otros enclaves una o dos veces al año.
—Una docena por lo menos —respondió—. Eso sería lo habitual, al menos.
Él negó con la cabeza.
—Ninguna.
Rox se detuvo en medio del puente y se volvió para mirarlo, no del todo segura de haber oído bien.
—¿Ninguna? Pero...
—Cuando cumplí los quince me enviaron al Bastión, y allí me entrené tan duramente como cualquier otro. También me gradué con honores, como tú. Pero después regresé a la Ciudadela y... pronto empecé a darme cuenta de que las cosas eran diferentes para mí.
—¿Diferentes en qué sentido?
—Debido al apellido de mi familia. De Vaxanian. ¿Te suena?
Ella esbozó una media sonrisa.
—Y a quién no. Pero el apellido de tu familia no tiene la menor trascendencia en la Guardia, Aldrix. Todos los Guardianes somos iguales. Todos hemos de dejar atrás nuestro pasado y cumplir con las mismas obligaciones.
Aldrix hizo una mueca.
—Sí, eso dicen, y es lo que yo pensaba. Pero durante mis primeras semanas de servicio... empecé a notar que esto no era exactamente así. Cambios de patrulla inexplicables, modificaciones de turno de última hora... Al principio pensé que se trataba de casualidades. Después empecé a sospechar que no era normal que casi siempre me tocase patrullar en la ciudad vieja o en el primer ensanche. Al cabo de un año, a todos los graduados de mi promoción los habían destinado como mínimo a las Tierras Civilizadas en algún momento. A todos..., menos a mí.
—Seguramente se trataría de un error. O de simples casualidades.
—El primer año, tal vez. Pero... ¿durante una década? —Rox no contestó—. Lo consulté en varias ocasiones con mis superiores y siempre me respondían que se me destinaba allí donde resultaba más necesario, atendiendo a mi rango y mis capacidades, como sucedía con todos los Guardianes, sin excepciones.
»Con el tiempo, dejé de preguntar. Pero, a medida que pasan los años, me resulta más difícil creer que se me trata como a uno más. No cuando prácticamente un tercio de los hombres y mujeres con los que me formé en el Bastión han caído en combate desde entonces, mientras que yo...
Dejó la frase sin concluir. Aunque su compañera no había apartado la mirada del otro extremo del puente, que ya se distinguía con mayor claridad entre las brumas, había estado escuchando su historia con atención.
—¿Y por eso ahora me acompañas en un viaje suicida? —preguntó, con cierta incredulidad—. ¿Porque vas en busca de emociones fuertes?
—No es tan difícil de entender. Tú viajas a la región del oeste para reencontrarte con tu pasado. —Hizo una pausa y añadió—: Yo lo hago para escapar del mío.
Rox no supo qué responder, de modo que permaneció en silencio. Aldrix no añadió nada más, pero la observó con atención. Notó que sus hombros se habían relajado ligeramente, pese a que su mirada seguía clavada en el portón que los aguardaba al otro lado del puente, y entonces comprendió que lo había aceptado como compañero de viaje.
No fue necesario hablar más; ambos estaban bien entrenados y habían patrullado juntos en otras ocasiones. En cuanto pusieron de nuevo los pies en tierra, empujaron las hojas del portón sin mediar palabra. Cruzaron al otro lado con precaución, perfectamente coordinados, escudriñando las brumas a su alrededor con las armas desenvainadas.
Tras ellos, los caballos resoplaban y cabeceaban, inquietos. Pero sus jinetes no tardaron en relajarse de nuevo: sus extraordinarios sentidos de Guardianes les indicaban que no había monstruos por los alrededores.
—¿Crees de verdad que han entrado todos en letargo? —planteó Rox.
Aldrix no contestó. Estaba examinando la superficie del portón, repleta de marcas de garras y salpicada de manchas que, a pesar del tiempo transcurrido, su compañera identificó como restos de sangre, cuyo color destacaba entre la niebla con una tonalidad casi irreal.
Pero no se dejó impresionar. Después de todo, era una Guardiana. Sabía lo que eran los monstruos.
Y lo que hacían.
—Si ese es el caso, nuestra presencia los despertará —respondió él por fin.
Ella lo vio montar de nuevo sobre su caballo con resolución, y sacudió la cabeza.
—Ni siquiera sabes a dónde voy.
—Sé que eres lo bastante juiciosa como para llevar al menos un mapa fiable.
—Sí, pero...
—Entonces llegaremos tarde o temprano.
—O puede que no.
—Cierto. —Aldrix clavó en ella sus ojos dorados, inescrutables—. Puede que no.
Rox se quedó mirándolo, sin saber muy bien qué pensar. Por fin se encogió de hombros con un suspiro y se encaramó a su propia montura.
—Como quieras. —Dudó un instante antes de añadir—: En circunstancias normales, tardaríamos unos quince días en llegar allí. Ahora, con las aldeas vacías y los monstruos fuera de control..., puede que tres semanas, y eso solo si va todo bien.
Su compañero se limitó a asentir.
—No perdamos tiempo, entonces.
Ella volvió a mirarlo, como si estuviese esperando que volviese grupas en el último momento para regresar por donde había venido. Después desvió la vista hacia el puente, solo para asegurarse de que, en efecto, estaba solo y su presencia allí no formaba parte de ningún elaborado plan para llevarla de vuelta a la Ciudadela. Tras unos instantes de indecisión, la joven asintió finalmente y espoleó a su caballo para lanzarlo al galope por el camino que se perdía entre la niebla.
Aldrix la siguió.
2
Los sonidos rítmicos del martillo del herrero se extendían por toda la calle, elevándose hacia el cielo encapotado sobre la Ciudadela. Axlin se estaba acostumbrando a ellos, aunque aún se sobresaltaba ligeramente con cada golpe que Davox descargaba sobre el yunque. Se quedó quieta en la entrada del taller, no solo porque en el interior hacía mucho calor, sino también porque no le gustaba interrumpir al herrero mientras trabajaba.
No obstante, él detectó su presencia, y se detuvo.
—¿Vienes otra vez a buscar restos? —gruñó, enjugándose el sudor de la frente con el dorso de la mano.
Ella asintió y dirigió una tímida mirada al montón de trastos que se acumulaba en el fondo del taller: cubos desfondados, herramientas herrumbrosas, armas melladas y cubertería vieja. Aquel era el resultado de una campaña que se estaba llevando a cabo desde el Consejo de Defensa y Vigilancia, debido a que en la Ciudadela empezaba a escasear el metal. Había que forjar nuevas armas para reforzar las defensas contra los monstruos y los caminos hacia las minas del oeste estaban cortados, de modo que los funcionarios realizaban rondas periódicas por los barrios, de casa en casa, reclamando cualquier objeto de metal que los ciudadanos pudiesen aportar para la causa.
Los herreros habían señalado que gran parte de aquel material era solo chatarra y que no lograrían transformarlo en armamento de calidad. Pero los funcionarios se encogían de hombros y respondían que no era su problema. Ellos se limitaban a seguir las instrucciones del plan diseñado por el Consejero y sus burócratas.
Al principio, Axlin y Loxan se habían tomado la molestia de recorrer todas las fraguas que ella conocía en el segundo ensanche para preguntar si podían utilizar el material sobrante para el carro que quería construir el buhonero. Pero los herreros estaban desbordados y apenas les prestaron atención.
La joven no se rindió. Volver a visitar todas las herrerías requería mucho esfuerzo y un tiempo del que no disponía; no obstante, el taller de Davox quedaba cerca de su ruta diaria hacia la biblioteca, y no le resultaba problemático desviarse para saludarlo.
—Todavía no he tenido tiempo de ponerme con eso —siguió diciendo él—. Voy muy retrasado con los encargos, ¿sabes?
Ella intentó que no se le notase la decepción que sentía. Sabía que no era culpa de Davox; las fraguas trabajaban sin descanso, y la última ocurrencia del Consejero solo había conseguido sobrecargar a los herreros con más trabajo del que podían asumir. En realidad, no resultaba sorprendente que no hubiese podido encontrar un hueco para clasificar todo aquel material. Pero, hasta que no lo hiciera, tampoco estaría en condiciones de cederle lo que no pudiese utilizar.
—Gracias de todas formas —murmuró ella—. Volveré en otro momento.
El herrero la observó mientras se alejaba, renqueando.
—Oye, muchacha —la llamó. Axlin se detuvo y se volvió hacia él, esperanzada—. No hace falta que vengas todos los días, ¿sabes? Lo digo por tu cojera.
Ella sonrió con dulzura.
—Vengo de la región del oeste —le respondió—. Nunca me han asustado las largas distancias.
Pero el rostro de Davox se ensombreció ante aquellas palabras; sacudió la cabeza y volvió al trabajo sin añadir nada más.
Axlin suspiró y prosiguió su camino. Tiempo atrás, cuando hablaba del lugar en el que había nacido, la gente la miraba con curiosidad y cierto asombro. Pero ahora desde el oeste solo llegaban malas noticias: sangre, muerte, desolación y una riada de viajeros que lo habían perdido todo y que, aun así, se consideraban muy afortunados por haber alcanzado con vida la Ciudadela.
En las últimas semanas, no obstante, el flujo de recién llegados había disminuido mucho. Aquello era bueno para la Ciudadela, porque se hallaba prácticamente al límite de su capacidad y ya no podía acoger a más gente tras sus murallas. También era bueno para sus nuevos habitantes, porque ya se habían alzado voces que proponían cerrar las puertas de la Ciudadela o incluso expulsar a aquellos que no habían obtenido aún la ciudadanía, y ahora el gobierno del Jerarca podía tomarse un poco más de tiempo para analizar la situación y tomar decisiones al respecto.
Pero también implicaba que en la región del oeste ya solo quedaban monstruos. Y aquella era una muy mala noticia para la humanidad en general, incluyendo a los habitantes de la Ciudadela.
Axlin se frotó un ojo con cansancio. Los días se le hacían muy largos en la biblioteca. Su amigo Dex apenas aparecía ya por allí, dividido entre sus obligaciones familiares en la ciudad vieja y los escasos ratos que podía pasar en el pequeño apartamento que compartía con Kenxi, su pareja, en el segundo ensanche. Tampoco tenía noticias de Xein; por lo que ella sabía, a aquellas alturas podía estar ya muerto.
También Rox había desaparecido sin dejar rastro. Axlin tenía la esperanza de que hubiese viajado al frente oriental a rescatar a Xein, pero, por lo que Yarlax tenía entendido, aquello no entraba en los planes de la Guardiana de ojos de plata. No obstante, nadie sabía a dónde había ido ni por qué. Al parecer, en la Guardia se rumoreaba que la intachable Rox había desertado también, probablemente a causa de Xein.
Axlin sabía que ningún Guardián estaba autorizado a abandonar el cuerpo. Si lo hacía, sus propios compañeros se verían obligados a darle caza como a un criminal... o, peor aún, como si de un monstruo se tratase. Porque los criminales al menos tenían derecho a un juicio previo. Los Guardianes desertores, no.
Yarlax le había explicado que por eso los altos mandos de la Guardia no declaraban desertor a cualquiera. Había unos plazos, unos supuestos y unos procedimientos. Pero, una vez cursada la orden, ya no había vuelta atrás.
Axlin no sabía qué había sido de Rox ni si había desertado realmente. Pero la echaba de menos, al igual que a Xein, a pesar de que la lógica le decía que no tenía razones para confiar en ellos por completo, que en el asunto de la muerte de Broxnan aún quedaban aspectos por esclarecer y que, después de todo, la Ciudadela estaba bien custodiada por cientos de Guardianes tan eficientes como los que se habían marchado.
Pero no era lo mismo, se dijo. Por mucho que ellos se hubiesen arreglado para sacarla de sus casillas en más de una ocasión..., los apreciaba en cierto modo.
Los primeros días después de la partida de Xein y la misteriosa desaparición de Rox, Axlin había visto a Yarlax con tanta frecuencia que había llegado a sospechar que la seguía o la vigilaba de alguna manera. Con el tiempo, sin embargo, aquella sensación había ido desapareciendo, porque había dejado de cruzarse con él tan a menudo. Se convenció a sí misma de que se debía a una coincidencia y, por otra parte, había algo consolador en su presencia. Los Guardianes no se consideraban amigos de otros Guardianes, pero Axlin sabía que Xein había confiado mucho en Yarlax. Relacionarse con él, por tanto, la hacía sentirse un poco más cerca del muchacho ausente.
Y seguía sin ser suficiente. En aquellos días, a pesar de que la Ciudadela estaba más abarrotada de gente que nunca, Axlin se sentía sola. Echaba de menos a Dex, a Xein, a Oxania, incluso a Rox. Además, ya apenas tenía tiempo de hablar con Loxan, puesto que el buhonero se levantaba muy temprano todos los días para buscar trabajo y no regresaba hasta el anochecer, cansado, abatido y con pocas ganas de charlar. Lejos quedaban ya los días en que Axlin había elaborado disparatados planes de rescate junto a sus amigos. Apenas unas semanas atrás, construir un nuevo carro acorazado para Loxan había parecido sencillo. Pero ahora debía rendirse a la evidencia de que les costaría mucho más de lo que habían calculado. Las cosas en la Ciudadela se movían con mucha lentitud, y todo el mundo tenía otros asuntos de los que ocuparse.
También Axlin. Tras la partida de Xein, había pasado varios días angustiada e incapaz de concentrarse. Pero no había tardado en comprender que era más fácil sobrellevar la espera si se volcaba en su trabajo y llenaba sus días de ocupaciones para no tener que pensar en él.
Eso no impedía, por descontado, que su recuerdo regresase a ella todas las noches, inquietándola hasta el punto de hacerle perder el sueño. «Tiene que haber algo que yo pueda hacer», se repetía a sí misma. «Tiene que haber alguna manera.»
Pero no la había. Y entretanto la vida humana continuaba en la Ciudadela, mientras se extinguía lentamente en las tierras del oeste, como una vela consumida por su propia llama.
Perdida en sus pensamientos, no fue consciente de que se adentraba en una plaza en la que había muchas personas reunidas. Solo cuando tuvo que detenerse para abrirse paso entre la multitud, se dio cuenta de que tal aglomeración de gente no era habitual a aquellas horas de la tarde.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—¡Chisss! —contestó un anciano—. ¡No me dejas oír!
Axlin alargó el cuello y descubrió entonces que había una mujer subida a una pila de cajas en el fondo de la plaza. Tendría poco más de cuarenta años; su cabello, negro y veteado de gris, estaba recogido en una larga trenza que le caía por la espalda, ligeramente encorvada. Por su ropa, sus gestos y sus expresiones, Axlin la identificó como una trabajadora del segundo ensanche. Hablaba con energía y pasión, y la mayoría de los presentes la escuchaban con respeto y asentían de vez en cuando.
—Es Raxala —le susurró una chica—. Está reuniendo apoyos para presentar una petición a los Consejeros.
Llevada por la curiosidad, Axlin prestó atención.
—¡... toda la ciudad desbordada! —estaba diciendo la mujer—. La Administración paralizada, los caminos colapsados, la gente de bien trabajando hasta el agotamiento para atender a aldeanos que ni siquiera pueden pagar por lo que piden. ¿Hasta cuándo vamos a tolerarlo?
Se oyeron murmullos de conformidad; alguien, sin embargo, se atrevió a discrepar:
—Pero ¡son personas como nosotros! Nuestros antepasados también eran aldeanos y fueron bien recibidos en la Ciudadela. ¿Acaso no deberíamos hacer lo mismo?
La oradora le respondió con una sonrisa beatífica:
—¡Por supuesto que sí! Para eso se fundó la Ciudadela, ¿no es cierto? Para defender a todas las personas contra los monstruos. Y eso es lo que hemos hecho siempre. Con nuestro trabajo y nuestro sacrificio, generación tras generación, hemos convertido esta ciudad en un refugio seguro para la humanidad. Y es nuestro deber asegurarnos de que continúe siéndolo en el futuro.
De nuevo, la multitud se mostró de acuerdo. Incluso la persona que había formulado la pregunta asentía con seriedad.
—¿Insinúas que los recién llegados son un peligro para la Ciudadela? —planteó otro de los asistentes, con tono suave.
—Ellos no —respondió Raxala, frunciendo el ceño—. El caos que traen consigo sí lo es.
—Los recién llegados no traen el caos: huyen de él.
A aquellas alturas, Raxala ya buscaba con la mirada a la persona que osaba rebatir sus argumentos. La multitud se abrió un poco para dejar paso a un joven pelirrojo y bien vestido, que avanzó hacia ella sin dudar.
—Bueno, esto se pone interesante —comentó junto a Axlin una voz conocida.
Ella se volvió con sorpresa y descubrió a su lado a una pareja de Guardianes. Uno de ellos, de ojos plateados, seguía con interés el discurso de Raxala. El otro era Yarlax.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Axlin con una sonrisa—. ¿No tenéis patrulla?
—Ya hemos terminado nuestro turno —contestó él—. Y mi compañero sentía curiosidad por Raxala. Así que hemos venido a escucharla.
Axlin prestó atención a la mujer, que se había cruzado de brazos y observaba ceñuda al joven pelirrojo.
—Y el caos los perseguirá hasta el mismo corazón de la Ciudadela si no lo impedimos —estaba diciendo—. Y así, en poco tiempo, todo será caos y destrucción, y no quedará un solo lugar civilizado en el mundo. ¿Es eso lo que quieres?
El muchacho negó con la cabeza. Axlin, que se había puesto de puntillas para verlo mejor, ahogó una exclamación de sorpresa al reconocerlo: visitaba la biblioteca a menudo, aunque lo único que sabía de él era que se llamaba Xaeran y le interesaban los tratados de historia y filosofía.
El joven clavó en Raxala la mirada de sus profundos ojos verdes y respondió:
—Si cerramos las puertas y dejamos fuera a los viajeros, no seremos ya parte de esa civilización que tanto aprecias; nos habremos convertido en algo peor que los monstruos, porque ellos solo siguen sus instintos, mientras que nosotros, los humanos, podemos elegir.
Raxala dejó escapar un resoplido desdeñoso y alzó las manos, de piel reseca y nudillos hinchados, para que todos las vieran bien.
—¿Sabes lo que es esto, niño del centro? —le espetó—. Son manos de lavandera. Llegué sin nada a esta ciudad, y me he ganado mi derecho a permanecer en ella con cada prenda que froté contra la tabla durante más de treinta años. Y ahora muéstranos tus manos, muchachito: ¿acaso no son suaves, perfectas y sin un solo callo?
Xaeran se ruborizó levemente.
—No entiendo qué tiene eso que ver con...
—Estás hablando de mi barrio —cortó ella—. Es muy fácil trapichear con las vidas de los demás. Pero ¿qué hay de la tuya? ¿Abrirías las puertas de la ciudad vieja para acoger a la gente del oeste y a los monstruos que traigan con ellos?
El rostro de Xaeran enrojeció todavía más.
—¡Los viajeros no traen monstruos! —protestó—. Ellos...
Se interrumpió, sin embargo, al percibir una abierta hostilidad a su alrededor. Se dio la vuelta, incómodo, con un claro gesto de incomprensión en su rostro. Axlin quiso explicarle que había tenido la oportunidad de implicarse de verdad en lo que estaba afirmando, de declarar sin vacilar que sí, que las puertas de la ciudad vieja debían abrirse también. Pero había optado por seguir defendiendo a los extraños, en lugar de tratar de comprender a las personas con las que convivía.
Sin duda, Xaeran era un joven culto e inteligente, y tenía buenas intenciones, reflexionó la muchacha. Pero al parecer no había aprendido en los libros cómo tratar con la gente real.
Pareció que iba a añadir algo más, pero finalmente sacudió la cabeza, echó un breve vistazo a Raxala, que seguía contemplándolo con severidad, dio media vuelta y se perdió entre la multitud.
No hubo mucho más que ver después de aquello. La oradora bajó de su tarima improvisada y se entretuvo para hablar con algunas personas que se habían acercado a saludarla, mientras el resto se dispersaba sin mayores incidencias.
—Raxala tiene razón —comentó entonces el Guardián de ojos plateados, inclinando la cabeza con preocupación—. De los monstruos nunca te puedes fiar. Está muy bien eso de que los humanos somos mejores, pero... no basta para sobrevivir ahí fuera, me temo.
Yarlax se encogió de hombros.
—No puedes culparlo por ser idealista. Probablemente nunca ha visto un monstruo de cerca. Para eso estamos los Guardianes, en realidad: para que no tenga que hacerlo.
«Ojalá hubieseis estado también para la gente del oeste», pensó Axlin. Pero no lo dijo en voz alta, porque sabía que no era culpa suya.
Se despidió de los Guardianes y se apresuró a regresar a casa, puesto que estaba anocheciendo.
Cuando se adentraba en la calle donde estaba situada la pensión de Maxina, en la que ella se alojaba, oyó gritos y llantos infantiles. Suspiró. Hasta hacía unas semanas, solo estaban ocupadas dos de las cinco habitaciones que Maxina alquilaba: la de Axlin y un pequeño desván donde habitaba un estudiante que únicamente aparecía por allí para dormir, y no todas las noches. Pero ahora las tres restantes habían sido alquiladas por un funcionario del primer ensanche que se había traído a toda su familia desde su aldea natal en las Tierras Civilizadas por miedo a los monstruos. Si no había contado mal, eran en total veintitrés personas las que se hacinaban como podían en los cuartos que su casera les había proporcionado. Y, en consecuencia, armaban un escándalo considerable.
Lo peor era, no obstante, que Maxina ya había insinuado varias veces que necesitaba recuperar el almacén en el que vivía Loxan. Y Axlin sabía que era cuestión de tiempo que lo echara de allí. Después de todo, el buhonero ni siquiera pagaba el alquiler, porque aún no había encontrado trabajo. Se esforzaba mucho por ayudar a Maxina en todo lo que podía, y ella había hecho la vista gorda al principio, por deferencia a Axlin; pero, después del incidente con la criatura invisible que había atacado a la muchacha, y por más que ella insistiese en que Loxan no era el responsable, su casera no había vuelto a mirarlo de la misma manera.
Llamó a la puerta del almacén, pero nadie contestó. Probablemente, Loxan no había regresado aún. Con un suspiro, se dispuso a subir las escaleras en dirección a su cuarto, cuando la voz de su amigo la detuvo:
—¿Me buscabas, compañera?
Ella se volvió para saludarlo con una sonrisa.
—Vuelves pronto hoy —señaló—. ¿Has tenido un buen día?
Loxan movió los hombros para desentumecerlos.
—No demasiado malo, no. Hoy he podido trabajar todo el día en la misma obra —anunció, hinchando el pecho con orgullo.
Axlin sonrió de nuevo. La urbanización del anillo exterior seguía una planificación meticulosa y la ley decía que solo podían trabajar en ella obreros debidamente cualificados. Habían tratado de agilizar los plazos debido a la avalancha de recién llegados, pero no era suficiente, de modo que el Consejero había nombrado algunos capataces y les había autorizado a levantar barracones provisionales para que, al menos, el invierno no sorprendiese a tanta gente durmiendo al raso. Pero como todos los albañiles estaban trabajando en las obras oficiales, para las demás echaban mano de voluntarios a los que apenas podían pagar una comida y dar una propina a cambio de un largo día de trabajo; aun así, eran muchos los que hacían cola todos los días para ser reclutados de nuevo, porque ninguno de ellos podía aspirar a un puesto fijo en ninguna obra, ni oficial ni extraoficial. La joven sabía que Loxan madrugaba mucho todos los días para llegar a tiempo a la primera selección, la de los trabajadores que ayudarían en la construcción durante toda la jornada. Los que no resultaban elegidos se dedicaban a peregrinar de obra en obra, a la espera de que en algún momento alguien necesitase un par de manos extras.
Axlin era consciente de que su amigo estaba tratando de ahorrar para pagar el alquiler que le debía a Maxina. Ella misma cubría una parte con el sueldo que percibía por su trabajo en la biblioteca, pero no era suficiente, y mucho menos ahora que su casera tenía otros inquilinos potenciales de los que se fiaba más que del buhonero.
—Eso está bien, Loxan —respondió—. Es una lástima que no puedas trabajar todos los días en el mismo sitio. Me parece una pérdida de tiempo que los capataces tengan que elegir a nuevos trabajadores todas las mañanas.
—Bueno, hay mucha gente que necesita el trabajo —replicó él, encogiéndose de hombros—. De esta manera, todos tenemos una oportunidad.
Axlin suspiró. Sabía que ahora el anillo exterior estaba superpoblado. Los funcionarios trabajaban a destajo, tramitando los permisos necesarios para que aquellos que cumplían los requisitos pudiesen acceder a los ensanches lo antes posible, pero el proceso seguía siendo muy lento.
—Es absurdo. En el anillo exterior hay más gente que trabajo disponible, y en los ensanches es justo al revés —comentó, recordando su conversación con el herrero.
Alzó la cabeza de golpe y observó a su amigo con renovado interés.
—Tú te alojas en el segundo ensanche —hizo notar—. ¿Por qué buscas trabajo en el barrio exterior?
Él pestañeó desconcertado.
—Me pareció que sería más fácil encontrarlo allí. Hay tanto por hacer, tanto por construir...
—Sí, pero... —Axlin se detuvo un momento, tratando de ordenar sus ideas—. Pero lo que realmente mantiene a la Ciudadela son los ensanches. Los talleres artesanos también están sobrecargados de trabajo, y la mayoría de los recién llegados no tiene permiso para cruzar las murallas interiores. —Volvió a mirar a Loxan con una amplia sonrisa—. ¿Sabes algo de herrería?
Él le devolvió la sonrisa.
—Algo sé —reconoció—. Te recuerdo que mi hermano y yo construimos juntos un carro acorazado. Y, de acuerdo, no era ni muy bonito ni muy elegante, pero nos protegió de los monstruos durante años. ¿Por qué lo preguntas?
—Bueno, es solo una idea —respondió ella—, pero creo que quizá podrías ir mañana a ver a Davox, el herrero. Tengo entendido que no dispone de tiempo para adiestrar a un aprendiz, pero quizá sí agradezca contar en la fragua con alguien que sepa lo que está haciendo.
Y tal vez, añadió para sí misma, podría obtener a cambio no solo algo parecido a un sueldo, sino también material de desecho que pudiese utilizar en la construcción de un nuevo carro blindado.
3
Durante su viaje hasta la Última Frontera, Xein se había sorprendido a sí mismo pensando que aquella inmensa cadena montañosa le recordaba a la empalizada de un enclave cualquiera; sus picos eran desconcertantemente regulares, tan escarpados y a la vez tan similares entre sí que parecía como si un grupo de humanos gigantescos los hubiese plantado en el suelo, como una larguísima hilera de monumentales estacas de piedra.
No tardó en descubrir que, aunque así hubiera sido, no habría servido de mucho, en realidad. Los monstruos cruzaban la cordillera de todos modos, trepando por los riscos, atravesando los desfiladeros o utilizando cavernas y galerías que perforaban las montañas de lado a lado.
Pero lo hacían en un único sentido, y por eso había que vigilar los desfiladeros.
Porque era por allí por donde llegaban todos los monstruos.
Esto fue lo que le explicaron a Xein durante su primer día de servicio en su nuevo destino, pero él tardó un tiempo en asimilarlo del todo. Al fin y al cabo, había crecido creyendo que los monstruos formaban parte del mundo, que siempre habían estado allí. Nunca antes se le había ocurrido pensar que hubiesen llegado desde otra parte.
Que todavía llegasen desde aquella «otra parte».
Ya no acudían en grandes oleadas, tal como, según le contaron, habían hecho siglos atrás, cuando habían llegado desde el «otro lado» para conquistar el mundo. Pero seguían llegando.
A pesar de ello, sabía que aquella no era la razón por la que los Guardianes vigilaban la Última Frontera. Ni el motivo por el que aquel destino fuese mucho más peligroso que cualquier otro.
En el cuartel de la Ciudadela había tenido acceso a algunos bestiarios que describían los monstruos que vivían al otro lado de las montañas. Xein había leído aquellas páginas con sorpresa, pero con cierto distanciamiento, porque tenía la sensación de que hablaban de criaturas prácticamente legendarias que jamás tendría la oportunidad de ver por sí mismo.
Qué equivocado había estado.
La Guardia tenía acantonamientos repartidos por toda la base de la cordillera, la mayoría de ellos al pie de los desfiladeros más problemáticos. Xein fue asignado a uno de ellos nada más llegar, bajo las órdenes del capitán Arxen, un Guardián veterano, hosco y de pocas palabras. De inmediato se sintió intimidado ante su superior y el resto de sus compañeros, todos mayores que él. El trabajo de un Guardián siempre resultaba ingrato y difícil, pero aquellos hombres y mujeres habían sido enviados al peor destino posible para los de su clase. No era por los monstruos, ni siquiera por aquellos que habitaban al otro lado de la cordillera. Tampoco se debía a que las instalaciones, fríos y sobrios barracones dispuestos en cuadrícula en torno a una plaza central, carecieran de las comodidades de la Ciudadela. Ni a las noches de vigilancia al raso o a las patrullas a través de las estribaciones montañosas.
No; era porque la mayor parte de los Guardianes enviados al frente oriental jamás regresaría a casa. Aquel destino era el lugar reservado para aquellos que ya no eran útiles en la Ciudadela, que causaban problemas o que estaban perdiendo la fuerza, la resistencia y los reflejos de la juventud. Tiempo atrás, Xein había creído que en la Última Frontera estaban los mejores Guardianes, los más experimentados.
Ahora sabía que allí solo mandaban a aquellos de quienes la Guardia podía prescindir. Algunos se esforzaban para demostrar su valía, con la esperanza de que los devolvieran a la Ciudadela. Y, en efecto, había casos de Guardianes cuyo excepcional servicio en el frente oriental les granjeaba un ascenso y un nuevo destino, pero él ni siquiera se había planteado aquella posibilidad.
Porque, en el fondo, no deseaba volver a la Ciudadela. Lo único que quería era matar monstruos, pelear cada día hasta el agotamiento, dormir sin sueños y volver a despertar al día siguiente para seguir luchando. Sin pensar, sin hacerse preguntas. Hasta que los monstruos lo mataran a él.
Se había sentido decaído desde que había descubierto cuál era el verdadero origen de los Guardianes de la Ciudadela; le había costado un poco asimilarlo, pero, ahora que lo había hecho, no podía librarse de la idea de que su propia existencia carecía de significado.
No tardó en darse cuenta de que la mayoría de sus nuevos compañeros compartía su actitud. Ignoraba si también la habían traído consigo desde la Ciudadela o, por el contrario, la habían adquirido después de largos meses de exilio en la Última Frontera. Pero lo cierto era que los Guardianes destinados allí eran serios, adustos y reservados. Había en ellos un cierto aire de fatalidad, como si se hubiesen resignado a su destino. Como si supiesen que iban a morir en cualquier momento, pero no les importara.
Los primeros días fueron difíciles de sobrellevar. Los monstruos de siempre, las patrullas de siempre, las rutinas de siempre. Pero no estaba rodeado de sus compañeros de siempre, y la soledad acabó por resultarle casi insoportable. Aquellos Guardianes apenas se hablaban entre ellos y, por descontado, jamás bromeaban. Xein llegó a preguntarse si serían personas reales. Incluso se sorprendió a sí mismo observándolos con detenimiento por si resultaran ser monstruos metamorfos.
Eran tan buenos cazadores como cualquier otro Guardián, o incluso mejores. Trabajaban en equipo a la perfección. Eran fuertes, veloces, ágiles e implacables.
Pero fuera de las misiones, de las patrullas y de los turnos de vigilancia..., era como si estuviesen vacíos por dentro. Xein acabó por renunciar a relacionarse con sus compañeros de un modo que no fuese estrictamente profesional y, casi sin darse cuenta, se encerró en sí mismo y se fue volviendo poco a poco como ellos, dejándose arrastrar por la rutina como un autómata, porque había algo consolador en el hecho de sentirse una pieza más en un engranaje más grande, limitándose a realizar su función sin cuestionarse para qué servía toda la maquinaria.
Porque las preguntas eran incómodas, y las respuestas, demasiado dolorosas.
Y así, una mañana, cuando una de las Guardianas de su grupo cayó durante una patrulla, seccionada por las garras de un rechinante, Xein volvió a la realidad de golpe al comprobar consternado que a nadie pareció importarle. Se limitaron a acabar con el monstruo, recoger el cuerpo de su compañera y regresar al cuartel sin hacer el menor comentario.
Él no sabía qué decir en realidad, dado que apenas había conocido a la mujer. Pero ¿por qué el resto de sus compañeros no había reaccionado?
Su inquietud se acrecentó cuando el capitán lo buscó a la hora de comer para comunicarle un cambio en su rutina.
—Lixet tenía guardia esta tarde en uno de los Nidos —le notificó—. Tú cubrirás su turno.
Y aquello fue todo. Xein abrió la boca, dispuesto a preguntar por su infortunada compañera, pero se calló a tiempo.
En la Última Frontera, al parecer, cuando un Guardián caía en acto de servicio no había nada que comentar al respecto.
Pero él siguió dándole vueltas al incidente, y todavía pensaba en ello cuando, acompañado por otro Guardián, subió por los escalones tallados en piedra que conducían hasta uno de los Nidos, impresionantes atalayas colgadas en las grietas de los acantilados, desde donde se divisaba el mundo que se extendía al otro lado de la cordillera.
Hasta aquel momento solo le habían asignado misiones en patrullas de rutina. Junto a sus compañeros había abatido crestados, abrasadores, rechinantes, nudosos, sorbesesos, velludos, lacrimosas e incluso saltarriscos. Nada que no pudiese encontrar en los caminos que ya conocía. Nada que justificase todo lo que se contaba sobre aquel lugar. Durante su primera misión había mantenido los ojos muy abiertos, esperando divisar alguna de las criaturas que solo conocía por los bestiarios. Hasta que uno de sus compañeros le había llamado la atención.
—No te esfuerces: solo se pueden avistar desde los Nidos. Mientras no llegue ninguna alerta procedente de allí, ten por seguro que solo te toparás con monstruos corrientes.
Xein enrojeció levemente; era consciente de que su entusiasmo casi infantil resultaba inapropiado para un Guardián, pero no había imaginado que fuese tan evidente a los ojos de los demás. No preguntó, sin embargo, cuándo le asignarían turno de guardia en uno de los Nidos. Sabía que sucedería tarde o temprano o, al menos, eso esperaba.
Había pasado varias semanas esperando que llegara aquel momento y, no obstante, ahora se sentía todavía más vacío que antes.
—Presta atención —le advirtió su compañero con sequedad—. No querrás despeñarte, ¿verdad?
Xein asintió y se esforzó por concentrarse en la subida.
Tardaron un buen rato en llegar hasta la atalaya, un refugio excavado en la roca y asegurado con barandas de madera revestidas de pieles. Mientras su compañero despedía a la pareja de Guardianes que habían estado ocupando el Nido hasta aquel momento, Xein se asomó a la baranda con precaución.
Aquel puesto de vigilancia estaba situado en lo alto de un desfiladero estrecho y escarpado. Apartó la vista de las afiladas rocas diseminadas por el fondo del abismo y la dirigió hacia el horizonte, al otro lado de las montañas.
Se quedó sin aliento. Más allá se extendía un interminable bosque envuelto en espesos jirones de niebla. No se distinguía otra cosa que vegetación. Ni caminos, ni enclaves ni ningún tipo de construcción levantada por humanos. En la lejanía, le pareció percibir un débil resplandor que coloreaba el cielo con un juego de luces casi fantasmal.
Un escalofrío de terror le recorrió la espalda. Porque donde no había humanos solo quedaban monstruos. Probablemente en hibernación, pero monstruos, al fin y al cabo.
Se preguntó si algún día las personas serían capaces de explorar aquella nueva tierra y establecerse allí para ver crecer a sus hijos. Entonces recordó qué clase de monstruos se suponía que habitaban en aquel lugar, y comprendió que tal cosa no ocurriría jamás.
Estiró el cuello, oteando el horizonte.
—Hace varias semanas que no avistamos ninguno —dijo de pronto la voz de su compañero a su lado—. Pero eso no quiere decir que no los haya.
Habló con indiferencia, y el joven se volvió para mirarlo, desconcertado.
Tendría unos cinco o seis años más que él, y pertenecía también a la División Oro. Allí, en la Última Frontera, no había monstruos innombrables; por eso los Guardianes no necesitaban utilizar su mirada especial y, por tanto, podían emparejarlos para las patrullas con un compañero de su misma División.
Aquel en concreto se llamaba Boxal, pero eso tampoco tenía importancia, porque podía haberse tratado de cualquier otro. Xein no había establecido ningún vínculo con nadie. Ni siquiera podía nombrar a ningún compañero que le cayera mejor que los demás. Pero eso no significaba que no pudiera lamentar la muerte de Lixet o de cualquier otro, aunque apenas los conociera.
—¿Sucede algo? —preguntó Boxal, al percatarse de que el muchacho lo miraba con fijeza.
Él sacudió la cabeza.
—No, es solo... que da la sensación de que aquí nada importa. Ni nadie.
—Importa nuestra misión. Por encima de todo, hemos de asegurar la frontera. Ya lo sabes.
Xein reprimió un suspiro.
—Sí, pero... hoy ha caído una compañera. Y no parece que nadie la vaya a echar de menos.
—Nadie debería —fue la sorprendente respuesta—. Tampoco a mí me añorarán cuando caiga. Ni a ti.
El joven inspiró hondo. Una parte de él deseaba rebelarse contra aquellas palabras. Aunque coincidieran punto por punto con lo que él mismo sentía en el fondo de su ser.
Aun así se quedó mirando a Boxal, esperando a que añadiera algo más, pero, al parecer, no tenía intención de seguir hablando. No obstante, al percibir su gesto, movió la cabeza y murmuró:
—Ya sabes por qué. De lo contrario, no estarías aquí.
El corazón de Xein empezó a latir con más fuerza.
—Me destinaron a la Última Frontera por mi tendencia a desobedecer órdenes —respondió con prudencia.
Boxal le dedicó una media sonrisa socarrona.
—No destinan a nadie a la Última Frontera por eso. Y menos, a tu edad.
Xein tragó saliva y desvió la mirada.
—Al parecer descubrí algo que no debía saber —murmuró.
—Como casi todo el mundo aquí —se limitó a responder su compañero—. No te molestes en creerte especial. Ninguno de nosotros lo es. Tampoco Lixet —añadió tras una pausa—. Hija de un monstruo innombrable, como todos los demás.
Su tono de voz era frío y desapasionado y, sin embargo, Xein creyó detectar un poso amargo en sus palabras.
—Entonces es cierto —susurró—. Todos lo sabéis, ¿verdad?
Boxal asintió en silencio, y él no preguntó nada más.
Pero ahora comprendía.
Comprendía el gesto indiferente de sus compañeros, su mutismo, su inevitable resignación. El hecho de saber que habían sido engendrados por el mismo horror contra el que combatían había vaciado su vida de todo sentido. Lucharían hasta la muerte contra los monstruos, pero ya no la temían. Probablemente, hasta recibirían con alivio el fin de una existencia maldita que habían acabado por odiar.
Xein suspiró. Le consolaba un poco el hecho de saber que todos aquellos Guardianes se sentían como él. Pero también le inquietaba la perspectiva de que, inevitablemente, él mismo acabaría por ser igual que ellos.
Trató de apartar aquellos pensamientos de su mente y se centró en la vigilancia. Boxal había clavado la vista en el horizonte y escudriñaba el inmenso manto de vegetación que se extendía a sus pies.
—¿Realmente puede verse algo desde aquí? —preguntó el joven con curiosidad.
—Los árboles son muy altos y sus copas tan espesas que no verías el suelo aunque pudieras planear sobre ellas —contestó su compañero—. Pero a veces se mueven.
—¿Se mueven?
—Sí, cuando los monstruos se desplazan a través de la espesura. Hay que saber distinguirlos del viento cuando sacude las ramas. No es difícil, aunque requiere un poco de práctica. Y hay que prestar mucha atención.
Xein asintió con el corazón acelerado, recorriendo el bosque con la mirada.
—¿Es habitual que se acerquen por aquí? —preguntó.
—Solemos tener alertas una o dos veces al mes. Es importante verlos venir desde lejos, y por eso hacemos guardias en los Nidos. Aunque los árboles los oculten, podemos predecir sus desplazamientos en función del patrón de movimiento del follaje. Tienden a dirigirse a los desfiladeros, así que debemos estar preparados para esperarlos y detenerlos antes de que lleguen.
»No te preocupes —añadió al advertir que la mirada del muchacho descendía hasta la cañada que se abría a sus pies—. No pueden pasar por ahí, en realidad. No caben.
Xein se volvió para mirarlo, asombrado. En el espacio que se abría entre aquellos dos picos habría podido construirse una calzada suficientemente amplia como para dar paso a tres carros al mismo tiempo.
—No pueden ser tan grandes.
—Oh, sí, lo son —respondió Boxal, sonriendo sin alegría—. No hay un solo hueco lo bastante ancho en toda la cordillera como para que puedan pasar al otro lado. Pero lo intentan, y a veces provocan derrumbes, y en ocasiones incluso logran trepar un poco o avanzar lo suficiente como para amenazar la seguridad de nuestro mundo. A veces se quedan atascados en el desfiladero, pero eso no los hace menos peligrosos, y hay que matarlos de todos modos.
Xein se estremeció, tratando de imaginar un monstruo tan espantosamente grande. Entonces Boxal llamó de nuevo su atención.
—Mira, allí.
Se volvió para observar el lugar que le señalaba, un punto concreto en el inmenso bosque que se extendía hasta el horizonte. Tardó unos instantes en detectar el movimiento de la maleza, lento pero constante. Contuvo el aliento mientras estudiaba el fenómeno con atención. No corría ni una brizna de aire; todo el bosque permanecía inmóvil, salvo el follaje en aquel sector.
—Solo algo parecido a un ejército sería capaz de sacudir los árboles de esa manera —musitó por fin, pálido—. No puede tratarse de una sola criatura.
—Es un monstruo colosal —se limitó a responder su compañero, encogiéndose de hombros.
Xein reprimió un escalofrío.
A lo largo de su vida había luchado contra muchos tipos de monstruos. Los había pequeños, como las pelusas, y grandes, como los burbujeadores, los pellejudos o los saltarriscos.
Pero los monstruos colosales eran otra cosa.
Él sabía que se trataba de criaturas gigantescas que solo existían al otro lado de la Última Frontera y que debían mantenerse allí porque no había en el mundo ninguna empalizada que pudiese detenerlos. Uno solo de ellos, según le habían contado, sería capaz de derribar la muralla exterior de la Ciudadela sin grandes dificultades. Xein había visto las ilustraciones en los bestiarios y los dibujos a escala, pero siempre había creído que exageraban un poco.
Ahora empezaba a asimilar el hecho de que los libros no se equivocaban en absoluto.
—Son tan grandes que les cuesta abrirse paso por el bosque, y por eso avanzan con lentitud, a menudo derribando árboles a su paso —siguió explicando Boxal—. Pero en campo abierto son mucho más rápidos. Por lo demás, no son muy diferentes de cualquier otro monstruo. Garras, colmillos, lo de siempre; depende de la especie, por supuesto.
»Lo que realmente marca una diferencia abismal es el tamaño. Somos insectos para ellos, chico. Cualquier monstruo colosal podría aplastarte con un solo golpe de su cola sin apenas darse cuenta. Nuestras lanzas y flechas son solo agujas que apenas logran traspasar su piel.
La mirada de Xein seguía fija en el lento movimiento del follaje en la distancia. Su mente se esforzaba en imaginar cómo debía ser enfrentarse a una criatura de tales dimensiones, pero no lo conseguía.
—¿No se los puede matar, entonces?
—Sí, por supuesto. Pero a un alto coste. —Boxal hizo una pausa y continuó—: Nunca, en toda la historia del frente oriental, se ha podido abatir a un monstruo colosal sin bajas. A menudo, la batalla se prolonga durante varios días o incluso semanas. Cuentan las crónicas, de hecho, que hace siglo y medio un solo monstruo colosal mató a treinta y ocho Guardianes antes de ser abatido. Pero lo habitual es que caigan unos nueve o diez. En una batalla sencilla nunca mueren menos de cinco.
Xein se había quedado sin palabras. Se había vuelto hacia Boxal con incredulidad, tratando de convencerse a sí mismo de que tenía que estar bromeando. Pero el semblante del Guardián mostraba una seriedad pétrea.
—No lo entenderás hasta que no veas un monstruo colosal con tus propios ojos —prosiguió al detectar el gesto del muchacho—. Pero quizá puedas empezar con eso —añadió, señalando un punto entre las montañas.
Xein se asomó a la baranda para tratar de localizar el lugar que le indicaba. Entre la vegetación asomaba un conjunto de enormes rocas escarpadas, aunque algunas parecían algo más pálidas y lisas que las demás y mostraban una curiosa forma alargada.
De pronto comprendió lo que estaba viendo y lanzó una exclamación de asombro y horror.
Lo que había tomado por rocas eran en realidad gigantescos huesos desnudos. Entre ellos destacaba un cráneo con la mandíbula abierta y una estremecedora hilera de dientes, desgastados ya por el tiempo y la intemperie.
—Eso... es... —Se interrumpió de pronto, porque había detectado una minúscula figura moviéndose entre las fauces del esqueleto—. ¡Hay algo vivo dentro!
—Guardianes —respondió Boxal sin inmutarse—. El monstruo fue abatido en un lugar lo bastante alto como para que, con el tiempo, valiera la pena instalar un Nido entre sus restos.
El joven se estremeció de repugnancia.
—Hay que tener valor para entrar voluntariamente en la boca de un monstruo.
—Un monstruo que murió hace siglos —precisó su compañero—. Y más vale que reúnas ese valor, si no lo tienes, porque te tocará guardia allí tarde o temprano. Como a todos.
Xein lo miró, horrorizado, pero Boxal le dedicó una media sonrisa.
—No es tan grave. Es un Nido razonablemente amplio. Dentro de esa boca cabrían sin problemas hasta siete u ocho Guardianes. Después de todo, una vez fueron las fauces de un monstruo colosal.
Aunque pretendía ser una broma, no había rastro de humor en sus palabras. Xein no dijo nada más. Inquieto, dirigió de nuevo la mirada hacia el bosque. Pero ya nada parecía moverse entre el follaje.
4
Aquella era ya la quinta aldea que visitaban, pero Rox todavía no terminaba de acostumbrarse.
Todos los enclaves por los que habían pasado hasta el momento estaban completamente muertos. Los monstruos habían matado a sus habitantes tiempo atrás, dejando solo atroces despojos de cuerpos destrozados a los que ni siquiera los carroñeros habían osado acercarse. Tampoco quedaban animales domésticos; los que habían tenido la oportunidad de huir lo habían hecho en su momento, y los que no, o bien habían sido cazados por los depredadores del entorno o bien habían muerto de hambre, incapaces de escapar por sí solos de sus corrales para ir en busca de un alimento que los humanos ya no podían proporcionarles.
Con todo, lo que más impactaba a Rox de aquellos espantosos escenarios no eran los restos humanos, ni el hedor a descomposición ni el silencio antinatural, aunque todo ello la turbaba de un modo difícil de disimular: eran los enclaves en sí.
Cuanto más avanzaban hacia el oeste, más precarios le parecían. Las casas eran pequeñas y bajas, las ventanas no tenían barrotes, las calles no estaban empedradas.
Y las empalizadas...
Le costaba reprimir un estremecimiento cada vez que las veía. Tras la caída de los enclaves, la mayoría de las empalizadas habían quedado inservibles, con amplios sectores derribados, destrozados o carbonizados. No obstante, era fácil imaginar cómo debían haber sido cuando los habitantes de las aldeas las mantenían en buenas condiciones. Y, aun así, Rox seguía encontrándolas escalofriantemente frágiles.
No podía comprender cómo era posible que generaciones enteras de personas hubiesen logrado sobrevivir a los monstruos en aquellas condiciones. Sin protecciones. Sin murallas.
Sin Guardianes.
Aldrix no tardó en notar lo mucho que los enclaves conmovían a su compañera. Cuando llegaban hasta una aldea, la registraban por pura rutina en busca de supervivientes y, de paso, acababan con los monstruos que pudieran ocultarse en ella. Al principio, Rox había planteado si debían también incinerar lo que pudiera quedar de los cuerpos de sus habitantes. Pero les habría llevado demasiado tiempo y, por otro lado, tal como Aldrix señaló, no tenía ningún sentido. Probablemente transcurrirían décadas antes de que cualquier otra persona pasara por allí, si es que alguien lo hacía alguna vez.
Su compañera sabía que tenía razón. Quizá en el futuro los Guardianes lograsen reconquistar la región del oeste, pero ella no llegaría a verlo. Habría de pasar aún un par de generaciones, como mínimo, antes de que la Ciudadela pudiese recuperarse lo suficiente como para organizar una empresa semejante. Y eso solo en el mejor de los casos.
Nunca se quedaban a dormir en los enclaves. Rox prefería abandonarlos cuanto antes y pernoctar en los refugios, a pesar de que en la mayoría de ellos solían encontrar los restos de los desdichados que habían tratado de ocultarse allí de los monstruos, sin éxito. Despejar el interior era una tarea penosa y desagradable, pero, por alguna razón, ella seguía sin decidirse a alojarse en las aldeas.
Aquella vez no fue diferente. Cuando terminaron de recorrer el enclave y tras haber acabado con un caparazón, un nido de pelusas, tres nudosos y el piesmojados del pozo, la Guardiana se dirigió de nuevo a la entrada principal, donde habían atado los caballos. Aldrix la siguió y se quedó contemplándola en silencio mientras ella examinaba su mapa con atención.
—Hay un refugio a medio día de camino de aquí —anunció—. Si nos damos prisa, llegaremos antes del anochecer.
Su compañero sacudió la cabeza.
—No deberías confiar tanto en ese mapa tuyo.
—Me lo dio un buhonero que conocía la región del oeste mejor que cualquier Guardián.
—No lo dudo. Pero ni siquiera él llegó a recorrer todos los caminos y, por otro lado, las cosas han cambiado mucho en los últimos meses. Puede que el refugio ni siquiera siga en pie.
Rox no respondió. Se limitó a guardar de nuevo el mapa en las alforjas y, tras dirigir una última mirada a la empalizada, montó sobre su caballo.
Aldrix, sin embargo, no se movió. Había acatado todas las decisiones de su compañera hasta el momento, aceptándola como líder de la expedición sin cuestionarla. Pero ahora permanecía en pie junto a su montura, con los brazos cruzados y expresión pensativa.
—¿A qué estás esperando? —lo urgió ella, ceñuda.
Él no contestó a la pregunta.
—¿Por qué te disgustan tanto las aldeas? Tenía entendido que te criaste en una de ellas.
Por un instante pareció que Rox iba a ignorar el comentario. Pero Aldrix siguió mirándola con serenidad, inmóvil como una estatua, y ella finalmente contestó a media voz:
—Sí, pero mi enclave era distinto.
El Guardián alzó una ceja con curiosidad.
—¿Por qué? ¿Tenía muralla en lugar de empalizada? —Su compañera lo miró sin comprender, y él añadió—: En todas las aldeas por las que pasamos, siempre te quedas mirando las empalizadas como si estuviesen cubiertas de babosos.
Rox inclinó la cabeza, meditando sobre sus palabras.
—No, mi aldea tenía una empalizada corriente, como todas las demás —dijo al fin.
—Entonces ¿cuál era la diferencia?
Ella sonrió levemente.
—Yo era la diferencia.
No añadió nada más, y Aldrix tampoco siguió preguntando.
Reemprendieron su camino, dejando atrás la aldea abandonada, y no volvieron a mencionar el tema en toda la tarde.
Llegaron al refugio cuando ya estaba anocheciendo. A mitad de trayecto los había atacado un grupo de robahuesos, y poco antes de alcanzar su destino habían tenido que detenerse a limpiar de escupidores las ramas de los árboles a la vera del camino. Por lo demás, el viaje estaba resultando más tranquilo de lo que Rox había anticipado. Quizá era cierto que, al haberse quedado sin humanos que devorar, la mayoría de los monstruos habían entrado en letargo.
El refugio era apenas una choza de piedra cuya puerta había sido derribada tiempo atrás. En el interior hallaron los restos de varias personas que habían sido atacadas por los monstruos. Rechinantes, a juzgar por los brutales cortes que presentaban los cuerpos, que incluso tenían varios miembros seccionados. Había dos niños en el grupo, y Rox se esforzó por no pensar en cómo debieron de ser sus últimos instantes, acurrucados en un rincón, aterrorizados e indefensos, mientras oían el desagradable chirrido de las garras contra los muros de piedra. Los dos Guardianes sacaron como pudieron los restos del refugio y los depositaron un poco más lejos, a la sombra de los árboles.
—Tal vez a estos sí deberíamos incinerarlos, al menos —murmuró ella.
Aldrix negó con la cabeza.
—Tardaríamos mucho tiempo, y el fuego atraería a los monstruos. Aún tenemos que arreglar esa puerta, si queremos pasar la noche aquí.
Rox sabía que tenía razón. Pero la sensatez de su compañero a veces se le antojaba un tanto fría y desapasionada. No obstante, cuando se inclinó y comenzó a recoger hojas y ramas del suelo para cubrir los cuerpos, Aldrix no hizo ningún comentario. Se limitó a dar media vuelta para regresar al refugio, y ella no tardó en oírlo trastear con los restos de la puerta de madera.
Ya apenas quedaba luz cuando Rox terminó. Al incorporarse de nuevo, dispuesta a reunirse con su compañero, se le erizó el vello de la nuca con una súbita y desagradable sensación de alerta.
Monstruos.
Desenfundó su hacha y dio media vuelta a la velocidad del pensamiento, escudriñando las sombras entre los árboles. No tardó en detectar un movimiento entre la maleza. Y otro más allá. Y otro.
Tres criaturas de tamaño medio, quizá acostumbradas a atacar en grupo. Daba la sensación de que se desplazaban con cierta torpeza sobre el manto de hojas secas. Rox percibió un breve sonido estridente cuando uno de ellos pasó por encima de una roca y los identificó al momento: rechinantes, quizá los mismos que habían matado a la familia del refugio.
Cuando el primer monstruo saltó sobre ella, volteó el hacha y lo alcanzó en el pecho, lanzándolo hacia atrás. El rechinante era un ser vagamente felino cuya piel, sin embargo, no estaba recubierta de pelo, sino que era dura y tersa como la superficie de un tambor. La herida que le había causado habría bastado para matar en el acto a casi cualquier tipo de bestia, pero el rechinante apenas sangraba, como si se tratase de un corte superficial.
Rox recordó que Xein le había comentado en cierta ocasión que lo mejor para matar a los rechinantes eran las garras de los propios rechinantes. Ante la mirada escéptica de ella, le había asegurado que él sabía cómo fabricar dagas a partir de aquel insólito material.
Se obligó a centrarse. No era el mejor momento para recordar a su antiguo compañero de patrullas.
Cuando la criatura trató de abatirla de un zarpazo, la Guardiana volvió a blandir el hacha, esta vez con mayor fuerza, y logró seccionarle la pata delantera izquierda. El rechinante retrocedió con un chillido y ella lo siguió, dispuesta a rematarlo.
Oyó de pronto una exclamación de advertencia y percibió un movimiento a su espalda. Se dio la vuelta, pero todo había sucedido antes de que pudiese reaccionar.
El segundo rechinante se había abalanzado sobre ella con las garras por delante. Aldrix se había interpuesto entre ambos y había evitado que la alcanzara. Había alzado sus dos dagas curvas, cruzándolas en el aire para detener el impacto. Rox lo oyó proferir un grito ahogado, pero no se entretuvo en averiguar qué había pasado; corrió como una centella y descargó el hacha sobre la cabeza del rechinante antes de que tuviera ocasión de volver a saltar. Lo vio retroceder tambaleándose y sacudiendo la cabeza, aturdido. Pero Aldrix estaba ya listo para rematarlo, y ella lo dejó en sus manos mientras se volvía para enfrentarse al primer rechinante.
Apenas unos instantes después, los cuerpos de los dos monstruos yacían en el suelo, sin vida. Los Guardianes permanecieron alerta, sin embargo. Los ojos plateados de Rox escrutaban la penumbra en busca de alguna señal del tercer rechinante. Pero no la encontró.
Su compañero respiró hondo y bajó las dagas.
—Parece que no hay más.
—Eran tres, Aldrix. El último tiene que estar en alguna parte.
Él la miró con cierta curiosidad.
—¿Notas su presencia?
Rox frunció el ceño. Su compañero tenía razón: su instinto de Guardiana le indicaba que ya no quedaban monstruos en los alrededores. Negó con la cabeza, pero le costaba aceptar que el rechinante hubiese huido sin más. Cuando los monstruos llevaban mucho tiempo sin comer, se volvían mucho más agresivos e imprudentes.
Se dio cuenta entonces de que Aldrix se sujetaba el brazo con la mano y, al fijarse mejor, detectó sangre entre sus dedos.
—Ve a curarte —urgió—. Yo haré una última ronda y me reuniré contigo enseguida.
Dio media vuelta para alejarse de él, pero Aldrix alargó la mano y la aferró por el brazo.
—¡Espera! Todavía no hemos asegurado el refugio y ya prácticamente ha anochecido. No podemos perder tiempo.
—Será solo un momento —le prometió ella.
Él se quedó mirándola, pero acabó asintiendo, giró sobre sus talones y se perdió en la oscuridad.
Rox recorrió la zona en busca del último rechinante. Estaba a punto de darse por vencida cuando su instinto se despertó de nuevo, justo antes de detectar un movimiento entre la espesura.
Prestó atención. La visión nocturna de los Guardianes era mejor que la de la gente corriente, pero eso no significaba que fueran capaces de percibirlo todo igual que a plena luz del día. Alzó el hacha, esperando un ataque que no se produjo.
No se relajó, sin embargo. Sin apartar la mirada del lugar donde se escondía la criatura, fuera lo que fuese, dejó el hacha y cargó su arco con una flecha. Mientras apuntaba, la maleza volvió a moverse. Disparó.
Oyó un bramido molesto que sonaba muy parecido a los de los rechinantes. Se colgó el arco al hombro, aferró el hacha y saltó sobre los arbustos. Para su sorpresa, el rechinante retrocedió, enseñándole todos los dientes. Rox alzó el hacha, dispuesta a atacar de nuevo, y el monstruo bufó, furioso, la miró un momento... y después dio media vuelta y se perdió en la oscuridad.
Ella aguardó, con el hacha en alto..., pero el rechinante no regresó, y sus sentidos de Guardiana no tardaron en indicarle que el peligro ya había pasado.
Se quedó en pie en medio del bosque, perpleja. Era la primera vez que veía a un monstruo huir sin contraatacar, como un animal cualquiera que se sintiera intimidado. Tenía entendido que los más pequeños lo hacían a veces, pero solo ante un monstruo de mayor tamaño, nunca frente a humanos, aunque se tratase de Guardianes. Inquieta, miró a su alrededor, pero no detectó ninguna otra amenaza.
Cuando regresó al refugio, descubrió que Aldrix ya había reparado la puerta. Lo encontró en el interior, vendándose la herida del brazo, un largo corte limpio que, por fortuna, no parecía demasiado profundo.
—Creo que la puerta resistirá, al menos los primeros envites —anunció él.
Rox se volvió para examinarla de todas maneras.
—Queda un rechinante ahí fuera —informó.
—¿Cómo es que no has acabado con él? —se sorprendió su compañero.
Ella le relató lo que había sucedido, pero él se limitó a alzar las cejas, desconcertado, y a observarla con interés.
—No tardará en volver, de todas formas —concluyó Rox.
—O tal vez no.
La joven no respondió. Dejó sus armas cerca de la entrada y se sentó junto a él.
El refugio tenía el suelo de piedra. En el centro había un hoyo, donde Aldrix había encendido un fuego, y el techo contaba con un pequeño respiradero justo encima para que saliera el humo. Entre las llamas ardían algunas plantas aromáticas que, sin embargo, no lograban disimular el hedor a putrefacción que se había instalado allí.
Rox extrajo de su macuto un paquete de carne desecada para compartirlo con su compañero. Después él asó en el fuego unas castañas que había recogido por el camino.
—¿Sabes? Estoy seguro de que habríamos podido encontrar en la aldea alguna casa sin cadáveres dentro.
Ella frunció el ceño, pero no respondió.
—De acuerdo —añadió Aldrix con un suspiro—. Lo diré más claro: si no quieres que acampemos en los enclaves, me parece bien. Pero al menos explícame por qué.
Rox se volvió para mirarlo unos segundos, indecisa.
—No me traen buenos recuerdos —contestó por fin.
Él no hizo ningún comentario; se limitó a devolverle la mirada, animándola a continuar.
Ella lo hizo:
—En la aldea en la que crecí, yo era la única Guardiana. Toda la comunidad dependía de mí. Si en algún momento un monstruo hería o mataba a alguien..., era mi responsabilidad.
«Mi culpa», quiso añadir. Pero no estaba dispuesta a profundizar en aquellos detalles ante Aldrix. Él, no obstante, parecía más interesado en otro aspecto del relato.
—Tenía entendido que vamos en busca de un enclave en el que hay muchos Guardianes. Dijiste que era tu aldea natal.
—Eso creo. —Rox se pasó una mano por su corto cabello rubio, frunciendo el ceño mientras trataba de ordenar sus pensamientos—. Mis recuerdos más tempranos tienen que ver con ese lugar. Una aldea donde había muchos como yo, de ojos plateados. Un día vinieron unos hombres en un carro y me llevaron lejos, a otro enclave donde no había ningún Guardián. Yo era todavía una niña.
Hizo una pausa, dubitativa. Luego continuó:
—Durante años, fui la única Guardiana en mi nuevo hogar. Llegué a creer que no existía nadie más como yo. Que aquellos recuerdos de mi infancia temprana no eran tal cosa, sino simples fantasías de niña solitaria. Hasta que llegaron los Guardianes, los de verdad. Los que venían de la Ciudadela.
Aldrix escuchaba con interés. Como ella tardaba un poco en reanudar su historia, le preguntó:
—¿Cuántos años tenías entonces?
—Dieciocho. Los Guardianes se presentaron en mi enclave y hablaron con el líder. Le dijeron que venían a llevarme con ellos al lugar al que pertenecía. Él no se lo tomó muy bien, pero no tuvo más remedio que dejarme marchar.
—¿Y tú? ¿Cómo te lo tomaste tú?
Rox reflexionó un instante.
—Con esperanza —respondió al final—. Evoqué aquellos sueños de mi infancia y comprendí que eran recuerdos