La sangre de los Dioses

Joseph Michael Brennan

Fragmento

I. Equinoccio

I

Equinoccio

El silencio de aquella noche no era como el de ninguna otra. La brisa que soplaba desde el poniente venía cargada de aromas desconocidos y, al pasar sobre el angosto valle, los dejaba caer delicadamente. Ahí, evocarían paisajes lejanos y viejos recuerdos, hablando en susurros acerca de otros lugares y otros tiempos. Giraba invisible en los jardines ya desiertos, atrapando y mezclando a su paso el olor de la tierra y la madera quemada. El verano había quedado atrás y la vida se recluía sin aspavientos, sin que nadie hiciera alboroto, cediendo dócil en las hojas doradas, escondiéndose bajo la corteza, entre las ramas exhaustas de los árboles frutales. La oscuridad ya era completa: sobre las colinas, el horizonte occidental había apagado hacía poco sus últimos arreboles de esmeralda. Las ventanas abiertas, reluciendo como lámparas ceremoniales, perfilaban las calles que subían por las laderas. De las cocinas encendidas emanaba el olor del pan recién horneado y un rumor bendito de voces pacíficas. Con los primeros fríos, el fuego había regresado a los hogares y, junto a ello, el tabaco y los pasteles de calabaza, las historias y los juguetes de latón y madera pintada. Por allá, quién sabe dónde, empezaba a sonar la música de una flauta y un tamboril. Luego, ya desnuda y vacía, la brisa subiría por las pendientes boscosas, tomaría fuerza en los pedregosos desfiladeros y, al final, convertida en ráfaga y ventisca helada, escalaría solitaria para morir en las cumbres de las Montañas Sagradas, muy cerca de las estrellas. Pero allá abajo, sigilosa, mecía apenas los estandartes verdes y blancos del ciervo y el águila; rozaba el follaje viejo de los robles y los manzanos y la superficie de las aguas incontables de la Ciudad de las Fuentes. Era como si —provista de entendimiento y voluntad— quisiera pasar desapercibida, para no perturbar el descanso tan anhelado de los hombres y de las bestias que les sirven. Después de todo, el otoño llegaba como un enorme crepúsculo, coronando la hora del descanso. Sí. Aquel silencio era algo sagrado y el universo de las cosas tangibles lo acogía con ternura reverencial.

El mundo, desde esa terraza, se le mostraba al muchacho manso como un animal de tiro, como un rumiante inmenso. Familiar, amigable, predecible y leal. En ese lugar, el hombre y la tierra habían hecho alianza hacía mucho, y se trataban el uno y la otra con respeto religioso. Se entendían, se conocían bien, con sus necesidades y sus caprichos. El agua que ambos precisaban descendía como lluvia y vertiente abundante desde lo alto. Dorada y cobriza bajo los rayos del sol, plateada a la luz de la luna, corría por acequias abiertas, llenando a su paso cisternas y fuentes atiborradas de nenúfares. Saciaba primero la sed del hombre en las casas de piedra, lavaba después su ropa y sus sábanas blancas, servía en sus molinos y en sus forjas y en sus talleres, y llegaba al final a humedecer el morro del caballo y del asno, del buey y de la vaca lechera, y también las tierras bajas que descansaban de la cosecha. Aquel silencio viviente, lleno de aromas y rumores, era como el sello del antiguo pacto de dos partes honestas entre las cuales está todo dicho y todo se respeta. La paz fértil y laboriosa, la rueda del tiempo que seguía su marcha. La noche, el silencio de la noche, volvía al mundo para aliviar el cansancio, para premiar el esfuerzo de la tierra y el hombre por igual. Todos lo comprendían, en las casas y en los campos, incluso sin darse cuenta: el viejo pacto, más antiguo que la memoria de los Sabios, se renovaba, y en cada corazón se recibía la noticia con un profundo sentimiento de alivio. Los últimos trabajadores emprendían el camino de regreso a casa, cargando las gavillas, cansados y orgullosos, pensando en la vendimia que estaba por venir.

El silencio de aquella noche era como el de cualquier otra noche de equinoccio en el Sur, pero Ataru no lo sentía así. Aquel mundo extraño se desplegaba único antes sus ojos, con la intensidad de toda primera vez, y ese silencio doloroso le punzaba el pecho cual estaca mal afilada que demoraba ya demasiado en penetrar la piel. «Débil, blando», se repetía, «apenas está vivo». Los arces rojos y los olmos amarillos le parecían enfermos, moribundos. Sabía que no era así: el ciego se lo había explicado cuando lo descubrió examinando las hojas en el jardín. Sabía que era parte de un ciclo natural y que en aquellos parajes las estaciones eran diferentes. Y sin embargo hallaba algo abominable en esa plácida oscilación, en ese sucederse acompasado de la primavera, el verano, el otoño y el invierno. Los dioses de esa tierra, pensaba, debían ser perezosos y ancianos, lánguidos, envilecidos por la paz y la fatiga. Los colores le parecían siempre demasiado pálidos, las formas demasiado amables, como si le hubiera faltado vigor a la mano creadora.

Quizá lo que más le repugnaba de aquella jaula donde se hallaba era hasta qué punto reflejaba su propio defecto: en su fragilidad, la tierra de los simios pálidos le recordaba constantemente la suya propia, su insuficiencia, su cobardía. Hubiera gritado, hubiera rugido como una fiera para rasgar el maldito silencio como si fuera un sudario, pero ya no tenía energías para hacerlo. Ya no tenía fuerza suficiente para rebelarse, para revolverse contra sí mismo. Ni siquiera le quedaban lágrimas que derramar en secreto en ese lecho sofocante y apestoso donde lo hacían dormir. Se había quedado sin voz en las entrañas de la tierra, cuando el muchacho de cabellos como el maíz lo había arrastrado lejos del cuerpo muerto de Kiran. Las lágrimas se le habían secado completamente en el mar de arena, viajando atado a esa especie de caballo jorobado. Camello, pensó. Odiaba cómo el idioma de los simios se colaba en su mente, obligándolo a entender más y más de sus cacareos. Para cuando habían llegado por fin, exhaustos y famélicos, a esa aldea sobrepoblada que llamaban la Ciudad de los Ríos, Ataru ya no hacía más que dejarse empujar y tironear de un lado a otro, mudo, incapaz de pensar o sentir con lucidez. Perdía la consciencia a menudo, y se quedaba dormido cada vez que podía. En la oscuridad de su interior podía ver a Kiran con claridad, una y otra vez, como esa última noche en el jardín. Podía escuchar su voz rasposa que cantaba aún, entre trago y trago, «Las ramas del sauce». Podía fingir que aún estaba vivo, que todo aquello no había sido más que una pesadilla. Pero cada vez que un sonido demasiado fuerte o unas manos ásperas lo traían de vuelta, un torbellino de rostros pálidos y velludos le recordaba la verdad: Kiran estaba muerto, y era su culpa. Fue él quien insistió en hacerse acompañar por Aisha en su misión. Fue él quien se dejó engañar por sus embrujos. Fue él quien resultó demasiado débil para defenderse de los secuestradores, incapaz de hacer nada por salvar al valiente capitán. Y entonces escuchaba, muy lejana, la voz de Razen que le repetía desde la Cámara de los Susurros: «Me traerás a mi amado de vuelta». El dolor se volvía insoportable, pero no le quedaban fuerzas ya para gritar. Volvía en cambio a dormirse, o a desmaya

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