El día del oprichnik

Vladímir Sorokin

Fragmento



Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Notas

Biografía

Créditos

Grupo Santillana

A Grigory Lukianovich Skuratov-Belskiy, apodado Maliuta

Capitulo 1

El sueño es el de siempre: ando por la ilimitada campiña rusa, que se extiende en sucesivos horizontes; veo al corcel blanco en lontananza, voy hacia él, lo presiento sin par, el caballo de todos los caballos, bello, listo, de pierna ligera; por mucho que me afane, no consigo alcanzarle, acelero el paso, silbo, grito, le llamo... De repente comprendo que en ese corcel está toda mi vida, toda mi suerte, toda mi esperanza, que lo necesito como el aire, corro, corro, corro tras él, y él, como siempre, se aleja tardo, impasible, sin hacer caso de nada ni de nadie, se va para siempre, se va de mí y de mi destino, se va por los siglos de los siglos, irremisiblemente, se va, se va, se va...

Me despierta mi parlante:

Latigazo: grito.

Otro latigazo: gemido.

Tercer latigazo: estertor.

Lo grabó Poyarok en la Chancillería Secreta mientras le apretaban las tuercas al gobernador de la región del Lejano Oriente. Esa música despertaría a un muerto.

—Komyaga a la escucha —digo acercando el frío parlante al cálido oído del sueño.

—Bien y salud haya, Andrey Danilovich. Korostylev al habla —brota la voz del viejo subalterno de la Chancillería de Asuntos Foráneos y, en un decir amén, al lado del parlante, en el aire, se me aparece su jeta bigotuda y nerviosa.

—¿Qué me quieres tan temprano?

—Me permito recordarle que esta noche se celebra la audiencia real con el embajador albano. Se mantiene, pues, convocada la docena circundante.

—Ya estaba al tanto —gruño irritado, aunque, a decir verdad, se me había ido el santo al cielo.

—Lamento importunarle, mas debía ratificárselo. Lo manda el reglamento.

Dejo el parlante en la mesita. ¿A qué santo el auxiliar diplomático me recuerda el consabido protocolo? Ah, ya... Olvidaba que los de embajadas se estrenaron hace poco como cooficiantes del lavatorio de manos. Sin abrir los ojos, me siento en el borde de la cama con las piernas colgando y, de un respingo, trato de sacudirme la resaca. Busco a tientas la campanilla, la agito. Al otro lado de la pared se oye cómo Fedka salta del poyo de la estufa, trajina, hace tintinear los platos. Yo sigo sentado con la cabeza gacha, todavía no preparada para despertarse: ayer otra vez tuve que pillarla gloriosa pese a que había jurado beber y esnifar sólo con los míos, como está mandado. Noventa y nueve reverencias en la catedral de la Dormición, preces a San Bonifacio... ¡Todo a tomar viento! No iba a hacerle un feo al eminente y sabio consejero Kirill Ivanovich, en cuya compañía tanto aprendo. Yo, a diferencia de Poyarok o Sivolay, valoro la virtud de la inteligencia. Jamás me cansaría de escuchar las palabras omniscias de Kirill Ivanovich. Lástima que éste, sin farlopa, sea poco locuaz...

Entra Fedka:

—Bien y salud haya, Andrey Danilovich.

Abro los ojos.

Fedka trae la bandeja. Y esa jeta suya de todas las mañanas, ajada y descompuesta. En la bandeja, el surtido habitual de una mañana de resaca: un vaso de kvas blanco, un chupito de vodka, medio vaso de salmuera de col. Trago la salmuera. Me pica la nariz y se me contraen los pómulos. Respiro hondo y me echo al coleto el vodka entre pecho y espalda. Suben las lágrimas emborronando la jeta de Fedka. Ya recuerdo casi todo: quién soy, dónde estoy, para qué. Dilato los pulmones aspirando con cautela. Del vodka paso al kvas. Transcurre el minuto de la Gran Inmovilidad. Eructo fuerte, con un gemido de las entrañas, me enjugo las lágrimas. Y entonces me acuerdo ya de todo.

Fedka retira la bandeja e, hinojos fitos, me ofrece la mano. Me sirvo de ella para levantarme. Por la mañana, huele Fedka aún peor que por la noche. Es la verdad de su cuerpo y no la puedes esquivar. No es algo que se cure con azotes. Estirándome y gimiendo camino hacia el iconostasio, prendo la lamparilla, me arrodillo. Musito las plegarias matutinas, hago las reverencias preceptivas. Fedka, detrás, bosteza y se santigua.

Después de rezar, me incorporo apoyándome en Fedka y me encamino al cuarto de baño. Me lavo la cara con el agua recién sacada del pozo, en la que aún se aprecian los trocitos de hielo, y me miro al espejo y él me mira a mí con el rostro ligeramente hinchado, las aletas de la nariz cubiertas de vetas azules, el pelo desgreñado y, en los tufos, las primeras canas, demasiado tempranas para mi edad. Gajes del oficio, qué remedio. Pesa mucho la causa del Estado...

Descargados el vientre y la vejiga, me sumerjo en la pila de hidromasaje, pongo el programa en marcha, reclino la nuca en la templada y confortable cabecera. Miro hacia arriba, al techo pintado donde unas doncellas recogen cerezas en un jardín. Contemplo sus piernas arremangadas, sus cestos llenos de fruta madura. La idílica estampa transmite so

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos