Retrato con fondo rojo

Jesús Felipe Martínez

Fragmento

Balbuceos de la memoria y primeros recuerdos

Segovia

Nací en Segovia el 14 de abril de 1948, el mismo día en que, diecisiete años antes, don Antonio Machado había saludado la proclamación de la Segunda República encabezando una manifestación festiva desde el Azoguejo a la plaza Mayor para izar en el balcón del Ayuntamiento la bandera tricolor.

La casa familiar en la calle de Ochoa Andátegui estaba a unos cuantos metros del Azoguejo y, desde sus balcones, se veían algunos arcos del acueducto. Aunque no estoy seguro de ello. Al intentar apresar los recuerdos tengo una impresión similar a la de cuando vuelvo a colocar el teleobjetivo en mi cámara fotográfica tras mucho tiempo sin usarlo. Al principio, al igual que ocurre con los tres primeros años de mi existencia, sólo veo una luz lechosa, sin ninguna imagen. Conforme trato de regular el enfoque, aparecen instantáneas borrosas y desenfocadas que entran y salen de la cámara sin orden ni concierto. Después, las visiones se van aclarando y la cámara puede ir enfocando unos objetivos nítidos con pocos retoques. Claro que es necesario seleccionar un motivo en el que fijarse detenidamente antes de pasar a otro para realizar la fotografía siguiente. Esas instantáneas borrosas y las secuencias algo quemadas y de movimientos arbitrarios, como los de las películas mudas, corresponden a mis cuatro, cinco, y seis años de edad. Tras ellas, vienen los recuerdos paulatinamente más claros hasta adquirir la nitidez de esa memoria con la que te sientes más identificado, aun sin olvidar que tu existencia no es sino esa sucesión de difuntos establecidas por el poeta.

En Segovia las imágenes aún carecen de contornos definidos y de cualquier lógica narrativa. Mi madre, Eladia Sánchez Menchén, atareada, cubierta con un delantal blanquecino, yendo de un lado a otro de la casa como una sombra fugitiva, la magia de la máquina de coser, con sus movimientos de locomotora vista en aquella película en la que luego me quedé dormido. Pero el humo de la máquina de coser era transparente y olía a leche quemada. Mi hermana mayor Lilí, poniéndome un tazón de leche con galletas y yo llorando porque había una menos. La razón de la sinrazón infantil. Yo no sabía contar, ni siquiera tenía idea de si había más o menos galletas que el día anterior. Únicamente afirmar el derecho a mi persona golpeando los puños contra el tablero arrugado de la mesa de la cocina. «Otra galleta, quiero otra galleta.»

De los otros hermanos (éramos seis) ningún recuerdo asociado a Segovia. También, aunque no sé si porque me lo han contado, yo envuelto en una capa con capucha que me había hecho mi madre de algún capote militar, yendo a comprar astillas a una carbonería cercana sobre un manto de nieve silenciosa. Otras imágenes vislumbradas: la estufa, la enorme bicicleta de papá y su imponente figura con la escopeta, el morral y los leguis. Papá se trasladaba desde el cuarto de estar al del final del cuento de Caperucita Roja cuando mamá me decía: «Y entonces tu padre con su escopeta y, pum, pum, disparó dos tiros al lobo y lo mató, le abrió la tripa y salieron Caperucita y su abuela saltando de contentas y riéndose del tonto del lobo».

Y unas figuritas recortables que mamá me hacía de papel de periódico para que jugase: el caballito con sus orejas angulosas sobre el que se subía el picador para caerse enseguida, volver a colocarlo con mucho cuidado para no convertirlo en un burruño de papel, el toro con cuernos amorcillados y el torero que difícilmente se sujetaba sobre sus piernas unidas y abiertas en forma de tijera... Cuando conseguía componer todo el cuadro taurino sobre la mesa lo contemplaba con la satisfacción del trabajo bien hecho. Pronto, tras llevar en volandas con la pinza de mis dedos al animal cual un planeador revoloteando sobre la plaza, picador, toro y torero devendrían en pegotes de papel por el ardor de la lidia. Y yo volvería a la cocina para tirar de las faldas de mamá y pedirle ahora un caballito con alas, el Caballito de los Siete Colores que iba volando hasta el aparador y allí daba una patada para que la tierra se tragase al diablo durante veinte años, y luego el caballito anda que te andarás llegaba hasta la cocina donde estaba la cabaña del rey, y mamá me regañaba, «Jesusín, te he dicho que no juegues en la cocina, un día se te va a caer el aceite encima y vamos a tener una desgracia».

Y un cartel pegado a la pared de enfrente de una de las ventanas, con muchos colores y un soldado con una camisa azul y una boina roja clavando la bayoneta en el cuerpo de un hombre descamisado y con cara de diablo. Sobre ellos había una bandera de España con unas letras muy grandes que yo no sabía leer.

Y el tañido repentino de las campanas de alguna iglesia, o los olores que se agarraban a la garganta y me hacían toser... y otros fogonazos desenfocados o que estallaban en sucesivas burbujas blancas como las que iluminaban la pantalla antes de las letras y la música del NO-DO.

Mi padre, Antonio Martínez Pérez, tenía el título de maestro, pero la labor de destrucción de la enseñanza pública en España tras el triunfo del fascismo hacía imposible la subsistencia de ocho personas con unos ingresos miserables. Así que trabajaba en Obras Públicas como conductor de maquinaria pesada.

Natural de Soria y acostumbrado al aire libre por el trabajo y la caza, mi padre no sentía los rigores del largo invierno segoviano, rigores aumentados por la alimentación y el vestido deficientes, y unas viviendas muy mal acondicionadas para estas bajas temperaturas. Mi madre, nacida en Guarromán y criada en Linares, donde residía su familia, soportaba dolorosamente y con frecuentes dolencias estas bajas temperaturas y consiguió convencer a papá para que abandonase su empleo en Obras Públicas y nos trasladásemos todos a Linares, este pueblo entre andaluz y manchego donde transcurriría el resto de mi infancia. Para la decisión final debieron de pesar también dos hechos: que mi abuelo materno, Andrés Sánchez Jiménez, como administrador general, ocupaba una buena posición en la todavía boyante compañía minera de La Cruz, y que la familia de mi padre, también residente en Linares, tenía una holgada posición económica y, lo que era aún más importante en aquellos tiempos recios, notable influencia política pues mi abuelo paterno era capitán laureado del ejército y su hija mayor, Josefina Martínez Pérez, jefa provincial de la Sección Femenina del Movimiento.

Pero la realidad fue muy otra.

Mi abuelo materno Andrés, un republicano de derechas pero sin actividad política conocida (seguramente era masón) había tenido problemas al fin de la contienda, más aún después de que el director de la Compañía durante los años de la guerra, el diplomático francés Luis Marty Asye, se enfrentase a la acusación de dar el permiso para que fuese fundida en los hornos de la fábrica toda la plata procedente de las requisas de los templos de las localidades limítrofes. Y si la represión no cayó sobre las espaldas de mi abuelo abulense fue debido al apoyo que le brindaron los dirigentes de La Cruz y los de las firmas comerciales con las que trataba, ya que todos coincidieron en una honestidad y rectitud fuera de lo común. Con todo y con ello, su influencia era prácticamente nula. Además había invertido el capital que escapó a sus partidas de cartas en el casino linarense en salv

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos