La visita

Jose González

Fragmento

cap-3
Nota previa

La vida tiene un riesgo elemental y principal que define muy bien lo que en general entendemos por muerte. La literatu-ra podría ser definida como un ejercicio de transcripción de la vida. El autor o transcriptor debiera estar atento a ese flujo, a qué es capaz de seleccionar o transmitir a través de esa experiencia propia y directamente enfrentado a ese caso de no vida o desaparición. Por tanto no debiera tener mucho sentido comparar la realidad con la ficción. Casi todo lo que nos rodea es susceptible de ser transcrito, subjetivizado, catalizado a través del grado sensitivo de cada cual. La libertad debiera ser la meta, porque en esencia, sentir es el principal modo de captar libertad y una capacidad delatadora para aquellos que solamente creen estar vivos.

Este texto es una necesidad, un momento. Nada sería más interesante que cualquiera que transcriba sepa que su acto tiene, a la vez que un valor expositivo y limitante, una enorme dosis de intrascendencia, de naturalidad, de puro desahogo. Nada sería más satisfactorio que el hecho de que alguien pudiese encontrar a través de lo que sigue un modo de superarse, de acompañarse, de dejarse llevar y sacar sus propias conclusiones.

La realidad podría ser la luz. A priori todos la entendemos y sabemos de qué se trata, pero se Ve diferente dependiendo en qué ángulo nos posicionemos. Mirémosnos atentos, cercanos. Ya.

Desde aquí mismo.

I
cap-4

 

Image

–un ay seco es lo que sale a mamá en los últimos

tiempos y poco después de la airada discusión

frente al televisor.

cap-5
a

La abuela se ha acabado. Le da igual que rompamos todos los geranios de la terraza a balonazos, que nos sentemos en los sofás y tiremos los tapetes de ganchillo o estropeemos una vez más el mecanismo de aquel extraño dispensador de cigarrillos. Cuando estamos allí de visita nos persigue a mí y mi madre «¡vámonos!», dice. La abuela se ha acabado pero su tiempo sigue vivo. Mientras le corto el pelo al abuelo o paso una escoba ella me pellizca, dice que ya está limpio, que no siga, y luego me mira con un gesto serio que por un segundo me hace sentir como un niño regañado e insiste en que nos vayamos, que hay que ir a ver a su padre, a su tía, a mamá, porque el bebé estuvo llorando toda la noche y debe tener frío y estar enfermo. Y en este punto se aflige y da tres o cuatro vueltas y sufrimos todos mientras la vemos que hace sin deshacer y deshace lo que no está hecho todavía. La abuela no encuentra los pendientes y se pone las camisetas del revés y los sujetadores en un cajón olvidado. A veces no huele bien del todo y se le hinchan las piernas por caminar en exceso en su particular viaje a ninguna parte. Otras, dice que sus padres están en alguna habitación o que no quiere meterse en la cama con el abuelo porque ella no va a dormir con ese viejo de pelo blanco porque su marido tiene el pelo negro. Es curioso cómo mal razonamos, cómo todavía persiste un mecanismo en el que relaciona y asocia, pero lo hace de ese modo aleatorio y antojadizo. La abuela está con un pie en otro lado. Inmediatamente después de sus pellizcos, cuando ya no puedo evitar no hacerle caso, le cojo una mano y le digo que descanse, que se siente un rato y paso mis dedos por su mejilla suave y tersa; de niño. Sonríe y me hace sonreír, y al verme ella amplía la sonrisa como si intuyese una filiación primigenia en la que reconociese que algo muy suyo o similar a un nieto está bien; o quizá sólo imita, sólo alimenta el reflejo de una sensación repetida. Mi madre siempre está atenta, dolida. Siempre vuelve de allí con pena, impotente, con ganas de tenerla consigo y cuidarla todo el día. A mí me toca hacer el idiota en gran parte del viaje de vuelta y decirle que al fin y al cabo ella está en su casa, con su marido y con el hijo que han querido que estuviese. Malditas verdades las que poniendo un poco de sentido y comprensión podrían ser viles mentiras. La abuela le pregunta a su propia hija dónde está ella misma o que está a punto de llegar o que lleva mucho tiempo sin venir, y mi madre sonríe tratando de simular una gracia hacia los demás de eso que no logra manejar ni comprender. Hay un cierto grado de vergüenza y otro de un padecimiento brutal e injusto para todas las partes. Al final todos reímos para fingir lo mismo y aparece el débil a la par que absurdo que no puede con ello y trata de estar por encima de los demás y, en estos casos, eso se hace alzando la voz entre las sonrisas postizas y llenando de razón el pecho para espirar un «está acabada» mal vocalizado. Y todo se desmorona por una obviedad que hace que la mayoría agachemos la cabeza y reflexionemos sobre la relación real entre el dolor y la risa y la vergüenza y la excusas y que no he hecho la compra o cuánto he discutido con mi marido o qué terrible es la vida. Cada uno con lo suyo, porque todos hacemos asociaciones aleatorias y antojadizas y mal razonadas, sólo que algunos aparentan estar más aquí que más allá.

La abuela se ha acabado pero cuando me marcho y me abraza fuerte mira hacia arriba y me dice «parezco un bastón a tu lado». Y yo no digo nada, me contengo, ni contesto, nunca lo hice y además ahora ya estoy pensando en hacer el idiota mientras conduzco de vuelta a casa; de otro modo, lloraría allí mismo desconsolado, porque eso es lo que siempre me ha dicho sólo a mí, su particular modo de elevarme, de piropearme, de quererme, de dejarse empequeñecer o caricaturizar por el simple gusto de robarme una sonrisa.

cap-6
h

Hay cosas que se van cayendo, que se desmoronan, que siguen el curso de una lluvia de verano y acaban por no haber tenido sentido. En ocasiones uno tiende a encorvarse y pisar lento, en plano, quizá en busca de un empuje que no llega. Cua

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