La deuda

Rafael Gumucio

Fragmento

1

Casi toda su vida adulta la había vivido oculto tras una barba tupida y negra.

A los veintidós años, recién casado y con un expediente de expulsión de la universidad que jugaba en su contra, Fernando Girón sentía con absoluta urgencia que su apariencia tenía que ser amenazante, seria, convencida, adulta y profunda. Sin pensarlo se dejó crecer una barba falsamente descuidada, como las de los hippies en las películas, o la de los guerrilleros cubanos en los panfletos o la de los próceres del siglo XIX en los libros de historia. Por lo demás, en el país donde se hizo hombre, el Chile de los años ochenta, era común entre su grupo de amigos esconder la boca detrás de un velo fúnebre, ensayar una cuidadosa pausa antes de cualquier pronunciamiento, esbozar una disimulada sonrisa intermedia antes de saber si había espacio suficiente para hablar sin ser espiado.

Esta mañana de verano, sin embargo, Fernando decide renunciar a ese comodín y jugar con sus propias cartas. Una tijera, dos maquinillas de afeitar y de pronto Fernando se sorprende a sí mismo pagano, adulto, niño y soldado romano a punto de una batalla. Una cara de afiche, de portada de libro, de héroe incluso.

Sigue así, mirándose complacido al espejo, unos segundos más. ¿Y si, como en la película de Pink Floyd, se afeitara todo el pelo, las cejas y el pecho? Se avergüenza dulcemente de su propia ocurrencia. Van a pensar todos los huevones que tengo cáncer, se dice. Raparse, eso solo lo hacen los viejos pretenciosos cuando se están quedando calvos.

Es de maricones mirarse tanto al espejo, se reprocha a sí mismo finalmente, sin moverse un centímetro del campo del reflejo. Pero luego su mirada se encuentra con la nube de vello negro que cubre el lavatorio inmaculado y ya no está tan seguro de nada. La imagen tenía algo de siniestro, de duro, de irreparable. Un no sé qué de ominoso, hubiese dicho un escritor. Pelos, sus pelos como patas de araña, un horror mudo, algunas canas rabiosas, pelos intensamente negros esparcidos sobre el lavatorio intensamente blanco.

Ya basta, huevón, decide. Esto ya se está poniendo patológico.

Se rasura algunos pelos rebeldes de las mejillas, humedece el resultado y da por despejado su rostro, más joven pero no tan joven, correcto, fresquito, listo. Al salir de la cabaña en dirección de la playa, donde su mujer lo espera con su bikini negro, olvida por completo su nueva cara tan rápidamente como había olvidado la antigua.

Recordó de nuevo su rostro recién rasurado en la oficina, el primer día de trabajo después de las vacaciones.

Pobrecito, tendría que haberle avisado que me iba a afeitar, pensó al cruzarse con Juan Carlos Riquelme, su contador, dueño de una barba idéntica a la que Fernando acababa de despedir de su vida. No solo la barba de Juan Carlos, sino también la ropa, los modales y la manera de caminar, de hacer rodar la erre en la boca, eran las de Fernando. Y también los otros, más allá, en la oficina de producción, que imitaban sus zapatos, el pelo despeinado e incluso su reloj con la correa de cuero de chancho.

Fernando bajó la cabeza y la mirada, avergonzado del tono condescendiente, por no decir hondamente clasista de su observación, ese tono que había aprendido de su mujer, en quien sonaba completamente natural.

Es una mariconada de mi parte, siguió castigándose para sus adentros. Soy yo el enfermo mental, el egocéntrico de mierda que los eligió porque se parecen a mí. Pero qué tanto, le estoy poniendo mucho, pensó de inmediato, arrepintiéndose de su propio arrepentimiento. Esa era otra de sus decisiones de verano, dejar de lado para siempre la culpa cristiana, esa seguridad parroquial en que había vivido hasta ahora y empezar a fluir, a vestirse de colores, a tener ideas locas, a comunicarse con el mundo por internet. Ya basta de duelo, de llanto, de víctimas, de documentales sobre pobres muy pobres. Fernando quería ahora locura, negocios, luz. Con ese impulso pagano empujó a su contador y a Walter Ramírez, su jefe de producción, hacia la sala de reuniones.

—¡A trabajar, esclavos! —bromeó, blandiendo un látigo invisible—. Se acabaron las vacaciones, vagos de mierda.

Fernando Girón salió de la sala de reuniones una hora y treinta y tres minutos más tarde, completamente arruinado.

2

Después de las bromas habituales sobre el veraneo de Juan Carlos («Puta, estái todo blanco, huevón. ¿Veraneaste en el ropero de nuevo?»), Fernando pasó revista al halagador panorama del año que se venía. Era 1998 y había logrado conseguir para su guión —una adaptación de la novela El río, de Alfredo Gómez Morel— todos los fondos públicos disponibles para un cineasta chileno. Tenía plata suficiente para filmar su película ya en junio, y la perspectiva de ir consiguiendo los recursos para revelar la película en Brasil, montar en España y estrenar en Chile.

Como un pájaro que sube a saltos de una rama a otra, esa mañana de marzo se sentía traspasado por una inesperada liviandad. Había soltado las amarras, los lastres; ahora era libre, liviano. Se asumía, salía de cien clósets de un solo salto, ya no le tenía miedo al exceso de luz. Solo para no desentonar con el escepticismo básico chileno, exponía con ironía la carta Gantt, e imitaba el acento de los españoles al relatar la muy productiva reunión que sostuvo con Lola Films en Madrid, tosía coquetamente al recitar los millones conseguidos, llenaba sus frases de paréntesis, de pequeños chistes masticables. Hasta que de pronto Juan Carlos lo interrumpe tímidamente levantando el dedo, como en el colegio:

—No se va a poder… No…, no se va a poder…

—¿Qué no se va a poder? ¿Por qué dices eso? ¿Qué pasó?

—Básicamente, no se va a poder hacer nada de lo que está presupuestado —responde el contador con la vista fija en la mesa lacada negra—. Básicamente, debemos ochenta millones de pesos. Las declaraciones de impuestos…, un hoyo en el balance, un error en el banco… Fui yo. Tuve que desviar fondos para cubrir unos hoyos de otros clientes…, otras cuentas, de otras cosas, por problemas de otra gente… Tuve que afrontar gastos extraordinarios estos últimos cinco años, no antes. Solo estos cinco años, nomás. Mi hijo, básicamente, una deuda de mi hermano, la salsoteca se le quemó, pero no me justifico, no… Yo vengo a dar la cara. Eso quería, quería dar la cara…

Pe

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