Nora Webster

Colm Tóibín

Fragmento

cap-1

1

—Debe de estar harta. ¿Es que no piensan dejar de venir? —Tom O’Connor, su vecino, estaba a la puerta de casa y la miraba esperando una respuesta.

—Lo sé —dijo ella.

—No conteste. Es lo que haría yo.

Nora cerró la puerta del jardín.

—Tienen buena intención. La gente tiene buena intención —dijo.

—Noche tras noche. No entiendo cómo lo aguanta.

Nora se preguntó si podía volver a entrar en casa sin tener que responderle. Tom O’Connor empleaba un tono nuevo con ella; un tono que antes nunca habría probado a utilizar. Le hablaba como si tuviera alguna autoridad sobre ella.

—La gente tiene buena intención —repitió, pero al decirlo esta vez se sintió triste, se mordió el labio para contener las lágrimas. Cuando miró a Tom O’Connor, sabía que debía de parecer rebajada, derrotada. Entró en casa.

Aquella noche llamaron a la puerta poco antes de las ocho. La lumbre ardía en la habitación del fondo y los dos chicos hacían los deberes sentados a la mesa.

—Ve a abrir —le dijo Donal a Conor.

—No, ve tú.

—Que vaya uno de los dos —dijo ella.

Conor, el pequeño, fue al recibidor. Nora oyó una voz cuando el chico abrió la puerta, una voz femenina, pero no la reconoció. Conor condujo a la visita a la sala de estar.

—Es la mujer bajita que vive en Court Street —le susurró cuando volvió a la habitación del fondo.

—¿Qué mujer bajita? —preguntó ella.

—No lo sé.

May Lacey meneó apenada la cabeza al entrar Nora en la sala de estar.

—Nora, no he querido venir antes. No sabe cuánto siento lo de Maurice.

Tomó la mano de Nora.

—Y con lo joven que era. Yo lo conocía cuando era un chiquillo. En Friary Street nos conocíamos todos.

—Quítese el abrigo y pase a la habitación del fondo. Los chicos están haciendo los deberes, pero pueden venir aquí y encender la estufa. De todas formas, no tardarán en irse a la cama.

May Lacey, con ralos mechones canos que asomaban bajo el sombrero y con la bufanda todavía enroscada al cuello, se sentó frente a Nora en la habitación del fondo y empezó a hablar. Al cabo de un rato los chicos fueron al piso de arriba; a Conor le dio demasiada vergüenza bajar a dar las buenas noches cuando Nora lo llamó, pero Donal no tardó en aparecer. Se sentó con ellas y observó detenidamente a May Lacey sin despegar los labios.

Era evidente que no acudirían más visitas. A Nora le tranquilizó no tener que recibir a personas que no se conocían entre sí o que no simpatizaban.

—Como le decía —prosiguió May Lacey—, Tony estaba ingresado en el hospital de Brooklyn y el hombre ese llegó a la cama de al lado y se pusieron a charlar; al enterarse de que era irlandés, Tony le contó que su mujer era del condado de Wexford.

Se interrumpió y frunció los labios, como si intentara recordar algo. De repente empezó a imitar una voz masculina:

—Anda, yo soy de allí, dijo el hombre, y Tony le contó que ella era de Enniscorthy; anda, yo también soy de allí, dijo el otro. Le preguntó a Tony de qué parte de Enniscorthy era, y él le dijo que de Friary Street.

May Lacey mantenía la vista fija en el rostro de Nora, lo que obligó a esta a expresar interés y sorpresa.

—Y el hombre le dijo yo también soy de allí. ¿No es increíble?

Se interrumpió esperando algún comentario.

—Y le contó a Tony que antes de irse de la ciudad había hecho esa cosa de hierro, ¿cómo se llama?, una reja o una celosía para la ventana de Gerry Crane. Y fui a verla y, sí, ahí está. Gerry no sabía quién la había puesto ni cuándo. Pero en Brooklyn el vecino de cama de Tony dijo que la había hecho él, que era soldador. Menuda coincidencia. Que pasara en Brooklyn.

Nora preparó té cuando Donal fue a acostarse. Lo llevó a la habitación del fondo en una bandeja con galletas y tarta. Se atarearon con los utensilios del té, tras lo cual May Lacey bebió un sorbo y empezó a hablar otra vez.

—Naturalmente, mis hijos tenían a Maurice en un pedestal. Siempre preguntaban por él en sus cartas. Era amigo de Jack antes de que Jack se fuera. Y, por supuesto, Maurice era un gran profesor. Los niños le admiraban y lo respetaban. Siempre lo he oído decir.

Mientras contemplaba el fuego, Nora intentaba recordar si May Lacey había estado antes en la casa. Creía que no. La conocía de toda la vida, como a tantos otros en la ciudad; se saludaban e intercambiaban palabras de cumplido, o se paraban a hablar si había alguna novedad. Conocía la historia de su vida, desde el apellido de soltera hasta la parcela del cementerio donde la enterrarían. Una vez la había oído cantar en un concierto, recordaba su voz aflautada; era «Home, Sweet Home» u «Oft in the Stilly Night», una canción por el estilo.

Dudaba que May Lacey saliera mucho, salvo para ir a comprar y a misa de domingo.

Ahora guardaban silencio y Nora pensó que quizá May no tardaría en irse.

—Le agradezco que haya venido —le dijo.

—Ay, Nora, lo sentí mucho por usted, pero pensé que era mejor esperar; no quería agobiarla.

Rehusó tomar otra taza de té, y al llevar la bandeja a la cocina Nora pensó que tal vez se levantaría y se pondría el abrigo, pero la mujer no se movió de la silla. Nora subió y vio que los chicos dormían. Sonrió para sus adentros al pensar que podía meterse en la cama y dormirse y dejar a May Lacey abajo contemplando la lumbre, esperándola en balde.

—¿Dónde están las chicas? —preguntó May en cuanto Nora se sentó—. Últimamente no las veo nunca; antes siempre iban de arriba abajo.

—Aine está estudiando en Bunclody. Empieza a adaptarse al colegio —respondió Nora—. Y Fiona estudia magisterio en Dublín.

—Se los echa de menos cuando se van —dijo May Lacey—. Yo los echo de menos, sí, pero es curioso que sea Eily en quien más pienso, aunque también echo en falta a Jack. No sé por qué, pero no quería perder a Eily. Al morir Rose, ya lo sabe usted, Nora, creí que vendría y se quedaría y encontraría un trabajo, y un día, cuando ya llevaba un par de semanas aquí, me di cuenta de que estaba muy callada, y eso no era propio de ella, y se puso a llorar y fue entonces cuando me enteré de que su amigo de Nueva York no la dejaba venir si no se casaba con él. Y se había casado sin decirnos nada. «Bueno, qué se le va a hacer, Eily», le dije. «Tendrás que volver con él.» Y no pude mirarla ni hablarle, y aunque me envió una fotografía de ellos dos en Nueva York, no pude mirarlos. Eran lo último que quería ver. De todos modos, siempre he lamentado que no se quedara.

—Sí, lo sentí cuando me enteré de que se iba, pero a lo mejor es feliz allí —repuso Nora, y enseguida, al ver que May Lacey bajaba apenada la vista con una expresión dolida, se preguntó si era un comentario inoportuno.

May Lacey empezó a rebuscar en el bolso. Se puso unas gafas de lectura.

—Creía que había traído la carta de Jack, pero me parece que la he olvidado —dijo.

Miró un papel y luego otro.

—No, no la tengo. Se la quería enseñar. Jack quería preguntarle algo.

Nora no dijo nada. Hacía más de veinte años que no veía a Jack Lacey.

—A lo mejor la encuentro y se la hago

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