La casa de los nombres

Colm Tóibín

Fragmento

cap-2

 

Me he familiarizado con el olor de la muerte. El olor nauseabundo y dulzón que se coló con el viento en las estancias de este palacio. Ahora me resulta fácil sentirme serena y contenta. Paso la mañana contemplando el cielo y la luz cambiante. El trino de los pájaros se eleva a medida que el mundo se llena de sus propios placeres, y más tarde, al declinar el día, el sonido declina con él y se apaga. Observo cómo se alargan las sombras. Es mucho lo que se ha esfumado, pero el olor de la muerte permanece. Tal vez haya entrado en mi cuerpo y este lo haya acogido como a un viejo amigo de visita. El olor del miedo y del pánico. El olor está aquí igual que el mismísimo aire; retorna igual que retorna la luz de la mañana. Es mi compañero constante; ha dado vida a mis ojos: ojos que se empañaron con la espera y que ya no están empañados, ojos que ahora refulgen de vida.

Ordené que se dejaran los cadáveres a la intemperie, al sol, un par de días, hasta que el dulzor dio paso al hedor. Y me gustaron las moscas que acudieron, sus cuerpecitos perplejos y valientes, zumbando en busca del festín, acuciadas por el hambre incesante que sentían en su interior, un hambre que yo había llegado a conocer y había llegado a apreciar.

Todos tenemos hambre. La comida tan solo azuza nuestro apetito y nos afila los dientes; con la carne nos entran ganas de más carne, de la misma manera que la muerte ansía más muerte. El asesinato nos vuelve voraces, llena el alma de una satisfacción violenta y tan deliciosa que genera el gusto por buscar más satisfacción.

Un cuchillo que, con pericia y precisión, penetra la carne blanda debajo de la oreja y cruza la garganta sigiloso como el sol cruza el cielo, aunque más deprisa y con mayor fervor, y acto seguido la sangre oscura del hombre mana con el mismo silencio inevitable con que la oscura noche cae sobre las cosas conocidas.

Le cortaron el pelo antes de llevarla a rastras al lugar del sacrificio. Mi hija tenía los tobillos inmovilizados y las manos atadas con fuerza a la espalda, las muñecas desolladas por las cuerdas. La amordazaron para que dejara de maldecir a su padre, ese hipócrita cobarde. Aun así, se oyeron sus gritos apagados cuando por fin comprendió que su padre en verdad tenía intención de matarla, que pretendía sacrificar su vida por el ejército que capitaneaba. La raparon con precipitación y sin miramientos; una de las mujeres le clavó una cuchilla oxidada en la piel del cráneo, y cuando Ifigenia comenzó el maleficio, le taparon la boca con un trapo viejo para impedir que se oyeran sus palabras. Me enorgullece que no cesara de forcejear, que en ningún momento, ni por un segundo, pese al discurso complaciente que había pronunciado, aceptara su destino. Una y otra vez trató de aflojarse el bramante que le sujetaba los tobillos y las cuerdas de las muñecas para zafarse. No dejó de maldecir a su padre, Agamenón, para que sintiera el peso de su desprecio.

Nadie está dispuesto ahora a repetir las palabras que profirió momentos antes de que ahogaran su voz, pero yo sé cuáles fueron. Yo se las enseñé. Eran palabras que inventé para apocar a Agamenón y a sus huestes, con sus necios propósitos; palabras que anunciaban qué les sucedería, a él y también a cuantos lo rodeaban, apenas se propagara la noticia de que habían llevado a la fuerza a nuestra hija, la orgullosa y bella Ifigenia, a ese lugar, que la habían arrastrado por el polvo para sacrificarla a fin de que ellos vencieran en su guerra. Me han contado que en aquel último segundo de vida gritó con todas sus fuerzas para que su voz perforase el corazón de quienes la oyeran.

A los chillidos que lanzó cuando la asesinaron los reemplazaron el silencio y la maquinación una vez que Agamenón, su padre, regresó y le induje a creer que no me vengaría. Esperé, atenta a las señales, sonreí y lo recibí con los brazos abiertos y una mesa servida. ¡Pan para el patán! Me había puesto el perfume que lo excitaba. ¡Perfume para el patán!

Yo estaba preparada y él no: el héroe que llegaba a casa envuelto en el esplendor de la victoria, con la sangre de su hija en las manos, aunque en ese momento eran unas manos blancas, lavadas como si estuvieran libres de toda mancha; con los brazos extendidos para estrechar a sus amigos y el rostro sonriente; el gran soldado que pronto —creía él— alzaría una copa en señal de celebración y se llevaría a la boca alimentos exquisitos. ¡Con la boca abierta de par en par! ¡Con la tranquilidad de estar en casa!

Vi que cerraba las manos con un dolor repentino, que las cerraba con la certeza, sombría y pasmosa, de que finalmente le había llegado, y en su propio palacio, y en un momento de laxitud en el que estaba convencido de que iba a disfrutar de un baño en la vieja tina de piedra y del bienestar de encontrarse allí.

Según dijo, eso era lo que le había animado a seguir: el pensamiento de que le aguardaban las especias y el agua curativas, la suavidad de la ropa limpia y el aire y los ruidos conocidos. Parecía un león cuando, acabados ya los rugidos, se desarmó, relajó el cuerpo y ahuyentó de sus pensamientos todo posible peligro.

Sonreí y le dije que sí, que yo también había pensado en la acogida que le iba a dispensarle. Le conté que él había ocupado mis sueños y mi vida en vigilia. Había soñado que se levantaba completamente limpio del agua perfumada de la tina. Le indiqué que estaban preparándole el baño, de la misma manera que ya cocinaban la comida y ponían la mesa, y sus amigos comenzaban a congregarse. Y añadí que fuera de inmediato, que fuera a la tina. Debía bañarse, bañarse con la tranquilidad de estar en casa. Sí, en casa. Ahí es adonde llegó el león. Yo sabía qué hacer con el león una vez que ya estaba en casa.

Tenía espías para que me informaran de cuándo regresaría. Cada hombre encendió una hoguera para transmitir la noticia a montes más lejanos, donde otros hombres encendieron fogatas para avisarme. La noticia la trajo el fuego, no los dioses. Entre los dioses no hay nadie que me ofrezca ayuda, que supervise mis actos y conozca mis pensamientos. No hay nadie entre ellos a quien pueda recurrir. Vivo sola con la estremecedora certeza solitaria de que el tiempo de los dioses ha pasado.

No les rezo. Estoy sola entre los de aquí porque no rezo ni pienso volver a rezar. Hablaré con los bisbiseos acostumbrados. Hablaré con palabras que proceden del mundo, y esas palabras estarán cuajadas de pesar por lo que se ha perdido. Emitiré sonidos como plegarias, aunque serán plegarias que no tendrán origen ni destino, ni siquiera un destino humano, puesto que mi hija está muerta y no puede oír.

Nadie mejor que yo sabe que los dioses son distantes, que tienen otras preocupaciones. Los deseos y las patochadas de los humanos les interesan tanto como me interesan a mí las hojas de los árboles. Sé que las hojas están ahí, que se marchitan y vuelven a crecer y de nuevo se marchitan, del mismo modo que las personas aparecen, viven y por último son reemplazadas por otras semejantes. No puedo hacer nada por ayudarlas o impedir que se marchiten. No me ocupo de sus deseos.

Desearía levantarme y reír. Oírme reír entre dientes y luego a carcajadas de puro regocijo al pensar que los dioses permitieron a mi esposo ganar su guerra, que le inspiraron cada uno de los planes que discurrió y todos los pasos que dio, que conocían el humor sombrío que lo

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