The Master

Colm Tóibín

Fragmento

cap-1

1

Enero de 1895

Algunas veces, por la noche, soñaba con personas que ya habían muerto, rostros familiares u otros, medio olvidados, que evocaba fugazmente. Cuando se despertaba, antes del amanecer, no se oía ningún sonido ni se percibía movimiento alguno durante varias horas. Se tocaba los músculos del cuello, agarrotados, y notaba que tenía los dedos rígidos y entumecidos, aunque no le dolían. Al mover la cabeza, oía el crujido de las vértebras. Estoy como una puerta desvencijada, se decía. Sabía que necesitaba dormir. No podía permanecer despierto tantas horas. Quería dormir, penetrar en una deliciosa ausencia de luz, en una oscuridad que no fuera excesiva, un lugar apacible, sin amenazas ni gente, sin presencias desasosegantes…

Al despertarse de nuevo, se sentía inquieto y no sabía dónde estaba. Se despertaba así a menudo, preso de una especie de agitación, recordando el sueño tan solo a medias y aguardando, con incontrolable impaciencia, el comienzo de un nuevo día. En algunas ocasiones, cuando se adormilaba sentado en una silla, cerca del muro de la vieja casa, volvía a disfrutar de la brumosa y suave luz de Bellosguardo en los primeros días de primavera, con los contornos envueltos en neblina y el sentimiento de puro placer de la luz del sol acariciándole el rostro, rodeado por el aroma de la glicina, las rosas tempranas y el jazmín. Y, al despertar, esperaba que aquel día fuera como el sueño, que los vestigios de la tranquilidad, el color y la luz permanecieran en los contornos de las cosas hasta que volviera a llegar la noche.

Sin embargo, ese sueño era diferente. Era oscuro o estaba empezando a oscurecer en algún lugar, era una ciudad, un lugar antiguo, en Italia, como Orvieto o Siena, pero no en ningún punto exacto; una ciudad en sueños, con calles estrechas donde él se movía con premura; no recordaba ahora si estaba solo o con alguien, pero sí que iba deprisa, y que había estudiantes caminando lentamente colina arriba, pasando por tiendas iluminadas, por cafés y restaurantes, y él quería pasar junto a ellos, quería encontrar el modo de adelantarlos. Por mucho que intentaba recordarlo todavía no estaba seguro de si iba con él un compañero; tal vez era así o quizá se trataba simplemente de alguien que iba andando detrás de él. No podía recordar mucho acerca de esa intermitente y borrosa presencia, pero durante cierto espacio de tiempo parecía ser una persona o voz familiar que comprendía mejor que él la urgencia, la necesidad de apresurarse, y que, mascullando y farfullando entre dientes, le animaba a andar más deprisa y a apartar a los estudiantes de su camino.

¿Por qué soñaba eso? Recordaba que, al pasar por cada largo y tenuemente iluminado acceso a una plaza, sentía la tentación de abandonar la bulliciosa calle, pero se le urgía a que continuara. ¿Era su fantasmal compañero quien lo hacía? Al fin, llegó caminando con lentitud a un enorme recinto de estilo italiano, con torres y tejados almenados y un cielo de color de tinta azul oscuro, liso y compacto. Se quedó allí de pie, observándolo, como si quisiera encuadrarlo, captar su simetría y su textura. Esta vez, y se estremecía al recordar la escena, había figuras en el centro, figuras que, dándole la espalda, formaban un círculo. No podía ver sus rostros. Estaba a punto de caminar hacia ellas, y entonces las figuras que le habían dado la espalda se volvían hacia él. Una de ellas era su madre, en los últimos días de su vida, cuando la había visto por última vez. Cerca de ella, entre las otras mujeres, estaba su tía Kate. Ambas habían muerto hacía años; le sonreían y se acercaban lentamente a él. Sus rostros estaban iluminados como los rostros de una pintura. La palabra que llegaba a sus oídos —estaba tan seguro de que había soñado la palabra como de que había soñado la escena— era «suplicar». Estaban implorándole a él, o a alguien, pidiéndoles algo con ardiente anhelo, juntando las manos en actitud de súplica, y cuando se acercaban a él, despertaba bañado en un sudor frío, anhelando que hubieran podido hablar o haber podido ofrecer algún consuelo a las dos personas que más había amado en su vida.

Lo que experimentó al despertar fue una tristeza agotadora y persistente y, como sabía que no podría volver a dormirse, una avasalladora premura de empezar a escribir, cualquier cosa que le insensibilizara, que le distrajera de la visión de estas dos mujeres que había perdido.

Se cubrió la cara un momento y recordó con exactitud el episodio del sueño que le había hecho despertar con brusquedad. Habría dado cualquier cosa por olvidarlo, por impedir que aquella visión lo persiguiera hasta hacerse de día: en esa plaza, su madre y él se habían mirado fijamente y la mirada de ella rezumaba pánico: su boca parecía estar a punto de romper en sollozos. Sin duda, deseaba con todas sus fuerzas algo que no podía alcanzar, que no podía conseguir. Y él no podía ayudarla.

Durante los días que precedían al Año Nuevo no había aceptado ninguna invitación. Escribió a lady Wolseley, y le contó que se pasaba el día sentado mirando los ensayos, en compañía de varias mujeres obesas que habían confeccionado el vestuario. Estaba inquieto y preocupado, a menudo agitado, pero a veces conseguía dejarse llevar por la acción que tenía lugar en el escenario, como si todo fuera nuevo para él y pudiera todavía conmoverlo. Les pidió a lady Wolseley y a su marido que rezaran por él el día del estreno, muy cercano ya.

Cuando llegaba la noche, era incapaz de hacer nada y su sueño era irregular. Sus criados sabían bien que no debían molestarlo, excepto en lo que fuera totalmente necesario.

Su obra, Guy Domville, la historia de un rico heredero católico que tenía que elegir entre continuar el linaje familiar o entrar en un monasterio, se estrenaría el 5 de enero. Todas las invitaciones para el estreno se habían enviado ya, y había recibido muchas respuestas aceptando y agradeciendo la invitación. Alexander, el director de la obra y también actor principal, era muy popular entre los que asistían con frecuencia al teatro; la obra sucedía en el siglo XVIII y el vestuario era suntuoso. Sin embargo, a pesar del placer que había empezado a experimentar trabajando con actores de prestigio y disfrutando de los pequeños cambios y mejoras cotidianas, él decía que no estaba hecho para el teatro. Anhelaba sentarse ante su escritorio, y le habría gustado que fuera un día cualquiera y poder leer otra vez las frases ensayadas el día anterior, pasar una mañana tranquila haciendo correcciones y empezar una vez más, dedicando la tarde a realizar su trabajo ordinario. Y sin embargo sabía que su humor podía cambiar con la misma rapidez que podía oscurecerse la luz de la estancia, y que él podía sentirse simplemente feliz trabajando con los actores y empezar a odiar de nuevo la compañía de sus páginas en blanco. Pensó que la edad madura le había convertido en un hombre veleidoso.

La visita que esperaba había sido puntual: eran las once. No podía negarse a recibirla; su carta era sutilmente apremiante. Decía en ella que se iría de París para siempre y que esta sería su última visita a Londres. Había algo extraño en aquella carta: su tono estaba lleno de resignación, y eso era algo tan poco habitual en aquella mujer de fuerte temperamento, que él intuyó enseguida cuál era su situación. No la había visto desde hacía muchos años, per

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