De repente, la libertad

Évelyne Pisier
Caroline Laurent

Fragmento

cap-1

 

Pensarán que estoy loca, que soy una exaltada, la peor ambiciosa de la peor especie, una chica frágil. Me dirán: «No puedes hacerlo», «Jamás se ha visto», o con la voz teñida de preocupación: «¿Estás segura de lo que haces?». Claro que no, no lo estoy. ¿Cómo podría estarlo? Todo ha sido tan rápido… No he controlado nada; o más exactamente, no he querido controlar nada. Estaba Évelyne. Y eso bastaba.

16 de septiembre de 2016. Iba a ser una entrevista profesional, una simple entrevista, como tantas. Conocer a un autor al que quiero publicar, compartir la urgencia vehemente, extraordinaria, que su texto ha despertado en mí. Y también darle unas indicaciones precisas: insistir aquí, resumir allá, caracterizar, reestructurar, profundizar, depurar.

Hay editores contemplativos. Dedos largos y finos de selenita; espíritu apacible; jardín zen y rastrillo en miniatura. Yo pertenecía a la otra familia, a la de los editores que son mecánicos de coche, a quienes les gusta meter las manos en las entrañas de los motores, sacarlas manchadas de aceite y grasa, ir por la caja de herramientas y ver qué pasa. Pero esta vez no se trataba de un texto cualquiera, y mucho menos de un autor cualquiera.

En mi mesa atestada de documentos y bolígrafos tenía el manuscrito anotado. Por una vez, no eran ni el estilo ni la estructura los que habían llamado mi atención, sino la mujer a la que había entrevisto. Al cerrar la obra, una sensación extraña empezó a bullir dentro de mí, yendo del corazón a la cabeza y de la cabeza al corazón; una bola de fuego de contornos azulados. Seguramente era la intuición del encuentro que iba a producirse. Hice acopio de valor y la llamé.

—¿Diga? —respondió alguien conteniendo la respiración.

—Hola, ¿es la señora Pisier?

Su voz ronca era cálida, envolvente. A medida que iba hablándole, el miedo se diluía, se distendía como un tejido demasiado rígido; se convertía en adrenalina. Su relato me había emocionado. Parecía sorprendida, no acababa de creérselo.

—Ah, ¿sí? Ah, ¿sí?

Yo tenía la impresión de que sus dudas se iban materializando delante de mí, y extrañamente cada una de esas dudas reforzaba mi determinación. Aquella historia debía convertirse en un libro. Nos citamos para el viernes siguiente. Antes de colgar, noté que sonreía al otro lado del teléfono.

El aire se había cargado de una lluvia sorprendentemente fría para ser finales del verano: los muelles del Sena de colores pastel desleídos, Notre Dame envuelta en la niebla. No llevaba paraguas. Iba con sandalias. El manuscrito me pesaba en el bolso. Había llegado el momento. Respiré hondo y llamé.

Un hada diminuta: eso pensé al ver su silueta en el marco de la puerta. Tenía la delicadeza de un pájaro, enseguida me gustaron sus ojos, claros como el cielo de la Provenza, con las arrugas alrededor dibujando sonrisas. Me saludó y también me gustó cómo sonaba mi nombre en su boca, granulado por su voz grave de fumadora. Entré en el estudio, una planta baja que daba a un patio arbolado.

—¡Pero si está helada! ¿Quiere que le preste un jersey?

Dije que no, por vergüenza. Meses más tarde, sería yo quien le enviaría una estola, que no tuvo tiempo de estrenar.

Nos sentamos frente a frente. Delante de mí, un café muy caliente, salido de una máquina Nespresso. Había tenido que ayu­darla: espere, aquí va la cápsula, ya está. Por lo general, lo hacía su marido.

—Cuando Olivier no está, no bebo nada, no como nada. No me importa. —Debí de parecer sorprendida porque añadió—: No sé hacer nada en la cocina. Mi madre siempre me lo prohibió. Pero eso usted ya lo sabe.

Y con la barbilla señaló el manuscrito que yo había dejado sobre la mesa.

Sonreí. Me tomé el café.

La lluvia repiqueteaba en el ventanal. Dentro se estaba bien, luces cálidas y colores suaves. Évelyne encendió un cigarrillo.

—¿No le molesta?

Pronto desaparecería el «usted». No, no me molestaba. No fumo, pero me gustan los fumadores. Ella rio. Sus manos empezaron a hojear el manuscrito anotado por mí.

—Hay que ver cuánto ha trabajado —dijo negando con la cabeza.

Observé las manchas marrones de sus dedos, la constelación discreta del tiempo. Llevaba su edad como un vestido ancho. No la incomodaba. Detrás de sus casi setenta y cinco años, todavía estaban el cabello rubio color arena, la piel de nieve soleada, la picardía, una impronta de eterna juventud.

Estuvimos tres horas hablando. De su manuscrito, de su madre, del lugar que ocupan las mujeres en la sociedad, del daño que nos hacen las religiones, de hombres, de sexo, de literatura. Algo ensombrecía de vez en cuando su sonrisa, su mirada se perdía y luego volvía a mí, y me parecía guapa. Por un acuerdo tácito, habíamos prescindido de preámbulos. Quizá las dos intuimos que nos faltaría tiempo, o a lo mejor solo fuera una forma misteriosa y bella de reconocimiento: un gusto compartido por las cosas esenciales, sin duda también la imposibilidad de actuar de otra manera. Ciertos encuentros nos preceden, colgados del hilo de nuestras vidas; están —no sé si atreverme a escribir esta palabra, porque ni ella ni yo creemos ya en Dios— inscritos en algún lugar. Había llegado nuestro momento, el momento de una transmisión cuyo recuerdo me conduciría siempre a la alegría, de una amistad tan breve como poderosa, una amistad total, que no tenía en cuenta en absoluto los cuarenta y siete años que nos separaban.

Évelyne quería contar la historia de su madre y, a través de ella, la suya. Una historia fascinante, que abarcaba sesenta años de vida política, combates, amor y dramas; que también era el retrato de una determinada Francia, la Francia de las colonias y las revoluciones, la de la liberación de las mujeres. Su texto todavía oscilaba entre el testimonio y el relato autobiográfico. Las dos estábamos de acuerdo: había que convertirlo en novela. No había que buscar la exactitud biográfica, sino la verdad novelesca de un destino. Permitirse cambiar los nombres, dejar que lo imaginario respirara, explorar los sentimientos profundos. Hacer una obra universal. Évelyne aplaudía. Juntas lo conseguiríamos.

Nos escribimos casi todos los días. Ella vivía en el sur, pero no estaba tan lejos. Cuando venía a París, nos reuníamos en su pisito, trabajábamos entre botellas y ceniceros, yo la escuchaba, sonreía con sus sonrisas, me indignaba con sus indignaciones, reía con ella; llegaba la hora de cenar y la conversación se prolongaba sin solución de continuidad en el restaurante, y más copas y más pitillos. Yo era feliz.

Todo se detuvo un jueves de febrero. Évelyne estaba en el hospital desde hacía varios días, su estado de salud era preocupante. Una prueba más para ella, que había superado tantas. «Tú eres muy fuerte» fueron las últimas palabras que le escribí. Y era cierto. Pero cuando vi el nombre de Olivier en la pantalla de mi teléfono, supe que la desgracia se había producido. Colgué hecha un mar de lágrimas.

A mi alrededor, en mi despacho de la Place d’Italie, la vida continuaba, y eso me parecía un escándalo de una brutalidad insensata. No quería ver a toda esa gente apresurada por las calles, esos coches que tocaban el claxon, esos correos electrónicos que inv

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