Pétalos al viento (Saga Dollanganger 2)

V.C. Andrews

Fragmento

cap-4

¡LIBRES, AL FIN!

¡Qué jóvenes éramos el día que escapamos! Hubiésemos debido sentirnos intensamente vivos por habernos liberado, al fin, de aquel triste, solitario y sofocante lugar. Hubiésemos debido estar entusiasmados de viajar en un autobús que rodaba lentamente, bamboleándose, hacia el Sur. Pero si estábamos alegres, no lo demostrábamos. Permanecíamos sentados los tres, pálidos y callados, mirando por las ventanillas, asustados por todo lo que veíamos.

Libres.

Las horas transcurrían con los kilómetros. Teníamos los nervios crispados porque el autobús se paraba a menudo para que subiesen o bajasen pasajeros. Se detuvo varias veces para que descansara el conductor; y una para recoger a una negra enorme que esperaba de pie en la encrucijada de un camino vecinal con la carretera. Tardó una eternidad en subir al autobús y meter en él los muchos bultos que llevaba. Cuando, al fin, se hubo sentado, cruzamos la línea divisoria entre los estados de Virginia y Carolina del Norte.

¡Oh! ¡Qué alivio al salir del estado donde habíamos permanecido encarcelados! Por primera vez desde hacía años, empecé a tranquilizarme... un poco.

Nosotros tres éramos los más jóvenes del autobús. Chris tenía diecisiete años y era sumamente guapo. Sus cabellos largos y ondulados le rozaban los hombros. Sus ojos azules, orlados de oscuro, rivalizaban en color con el cielo del verano, y todo él era como un día cálido y soleado; ponía buena cara, a pesar de nuestra penosa situación. Su nariz recta y bien formada acababa de adquirir la fuerza y la madurez que prometían hacer de él cuanto había sido nuestro padre; la clase de hombre que hacía palpitar el corazón de las mujeres. Su expresión era confiada; casi parecía feliz. Si no hubiese mirado a Carrie, quizá habría sido realmente feliz. Pero cuando veía su carita enfermiza y pálida, fruncía el entrecejo, y sus ojos se nublaban. Empezó a rasguear las cuerdas de la guitarra colgada de su hombro. Tocó ¡Oh, Susana!, canturreando con una voz suave y melancólica que me conmovió. Nos miramos y sentimos la tristeza de los recuerdos que aquella tonada evocaba. Él y yo éramos como una sola persona. No podía mirarle demasiado rato, pues temía echarme a llorar.

Mi hermana pequeña estaba acurrucada en mi regazo. Tenía ocho años, pero era tan menuda, tan lastimosamente menuda, y tan débil que no aparentaba más de tres. Sus ojos, grandes, azules y sombríos, albergaban más negros secretos y sufrimientos que los que una niña de su edad hubiese debido conocer. Los ojos de Carrie eran viejos, muy viejos. Ya nada esperaba: ni dicha, ni amor; nada... Porque todo lo que había sido maravilloso en su vida le había sido arrebatado. Abatida por la apatía, parecía aceptar pasar de buen grado de la vida a la muerte. Resultaba doloroso verla tan sola, tan tremendamente sola, ahora que Cory había desaparecido.

Yo tenía quince años aquel mes de noviembre de 1960. Lo quería todo, lo necesitaba todo, y tenía un miedo terrible a no encontrar en toda mi vida lo bastante para compensar cuanto ya había perdido. Estaba tensa en mi asiento, presta a gritar si sucedía alguna otra cosa mala. Como una espoleta sujeta a una bomba de relojería, sabía que, tarde o temprano estallaría y destruiría conmigo a todos los que vivían en Foxworth Hall

Chris puso una mano sobre la mía, como si pudiese leer en mi mente y supiese que estaba ya pensando en la manera de hacer la vida imposible a quienes habían tratado de aniquilarnos.

—No pongas esa cara, Cathy —susurró—. Todo irá bien. Saldremos adelante.

Seguía siendo el eterno optimista incauto, convencido de que, ¡cuanto sucedía era para bien! ¡Señor! ¿Cómo podía pensar así, después de la muerte de Cory? ¿Cómo podía haber sido ésta para bien?

—Cathy —murmuró—, tenemos que sacar el mejor partido de lo que nos queda, nuestra mutua compañía. Tenemos que aceptar lo sucedido y empezar de nuevo. Tenemos que creer en nosotros mismos, en nuestras facultades, y, si lo hacemos, conseguiremos lo que queramos. Las cosas son así, Cathy. ¡Tienen que serlo!

Él quería ser un médico serio y juicioso, de esos que se pasan la vida en pequeños consultorios, rodeados de miserias humanas. En cambio, yo buscaba algo mucho más fantástico... ¡y en grandes cantidades! Quería que todos mis brillantes sueños de amor y aventuras se cumpliesen sobre un escenario, donde sería la bailarina más famosa del mundo. No aceptaba menos, ¡Ya se enteraría mamá!

«¡Maldita seas, mamá! ¡Espero que Foxworth Hall sea arrasado por el fuego! ¡Espero que nunca vuelvas a dormir en paz en tu enorme y mullido lecho! ¡Espero que tu joven marido encuentre una amante más joven y hermosa que tú! ¡Espero que te dé la vida de perros que mereces!»

Carrie se volvió y musitó:

—Cathy, no me encuentro bien. Siento algo raro en el estómago...

Sentí pánico al ver su carita, extraordinariamente pálida. Sus cabellos, antaño sedosos y brillantes, pendían en mechones mates y lacios. Su voz era sólo un débil murmullo.

—Querida, querida —la consolé, besándola—, aguanta un poco. Pronto te llevaremos a un médico. No tardaremos en llegar a Florida, donde nunca estaremos encerrados.

Carrie se acurrucó en mis brazos y yo contemplé, afligida, las enredaderas que indicaban que nos hallábamos en Carolina del Sur. Todavía teníamos que cruzar Georgia. Aún tardaríamos mucho en llegar a Sarasota. Carrie se irguió violentamente y empezó a tener arcadas y vomitar.

Yo había tenido la precaución de llenarme los bolsillos de servilletas de papel en la última parada, lo que me permitió limpiar a Carrie. Después, Chris la cogió para que yo pudiera arrodillarme y enjugar el suelo. Chris se acercó a la ventanilla y trató de abrirla para arrojar las servilletas sucias. El cristal no se movió a pesar de todos sus esfuerzos. Carrie empezó a llorar.

—Mete las servilletas en el hueco entre el asiento y el costado del autobús —murmuró Chris.

Pero el conductor del autobús debía de estar, ojo avizor, observándonos por el espejo, pues gritó:

—¡Eh! ¡Esos muchachos de atrás! ¡Meted esa porquería en otro sitio!

A falta de otro introduje las apestosas servilletas de papel en el bolsillo exterior de la funda de la Polaroid de Chris, que yo empleaba como bolsa.

—Lo siento —sollozó Carrie, aferrándose desesperadamente a Chris—. No quería hacerlo. ¿Nos meterán ahora en la cárcel?

—No, claro que no —contestó Chris, con tono paternal—. Antes de dos horas estaremos en Florida. Procura aguantar hasta entonces. Si nos apeásemos ahora, perderíamos lo que hemos pagado por los billetes, y no podemos desperdiciar el dinero.

Carrie empezó a gemir y temblar. Le toqué la frente y la tenía sudorosa; su cara no estaba pálida, sino blanca, como la de Cory antes de morir.

Recé para que Dios se apiadase de nosotros. ¿No habíamos padecido ya bastante? ¿Teníamos que continuar sufriendo? Mientras yo luchaba por reprimir las náuseas que sentía, Carrie vomitó de nuevo. Me costaba creer que aún le quedase algo. Me apoyé en Chris, mientras Carrie permanecía inerte en sus brazos, sumida en una casi inconsciencia que partía el corazón.

—Creo que va a desmayarse —murmuró Chris, casi tan pálido

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