Si hubiera espinas (Saga Dollanganger 3)

V.C. Andrews

Fragmento

cap-4

JORY

Cuando papá no iba a buscarme al colegio para llevarme a casa, tomaba un autobús escolar amarillo que me dejaba en un lugar aislado donde recogía mi bicicleta, que había escondido en un barranco próximo por la mañana antes de subir al autobús.

Para ir a mi casa tenía que pedalear a lo largo de una estrecha y sinuosa carretera que discurría por una zona en que no había casa alguna hasta que llegaba a la enorme y deshabitada mansión que siempre atraía mi mirada y hacía que me preguntase quién había vivido en ella y por qué la había abandonado. Cuando veía aquella casa, reducía automáticamente la velocidad, sabiendo que pronto estaría en la mía.

A media hectárea de aquel caserón se hallaba nuestro hogar, aislado y solitario, junto a una carretera con más vueltas y revueltas que la que, en los laberintos infantiles, tiene que seguir el ratón para alcanzar el queso. Vivíamos en Fairfax, en Marin County, a unos treinta y dos kilómetros al norte de San Francisco. Al otro lado de las montañas había un bosque de pinos gigantescos, y más allá estaba el mar. Era un lugar frío y en ocasiones lúgubre, especialmente cuando la niebla se extendía en grandes olas hinchadas, envolviendo a menudo el paisaje durante todo el día, convirtiéndolo en algo espectral. Sí, la niebla podía resultar fantasmagórica, pero también romántica y misteriosa.

Aunque mi casa me gustaba mucho, me asaltaban vagos y turbadores recuerdos de un jardín meridional, lleno de colosales magnolios revestidos de musgo. Me acordaba de un hombre alto, cuyos cabellos negros empezaban a encanecer, un hombre que me llamaba hijo. No recordaba su cara con tanta claridad como la sensación de calor y seguridad que me infundía. Supongo que una de las cosas más tristes, cuando uno crece y se hace mayor, es que nadie es lo bastante grande y fuerte para levantarle a uno, sostenerle en brazos y hacer que se sienta de nuevo seguro.

Chris era el tercer marido de mi madre. Mi verdadero padre murió antes de que yo naciese; se llamaba Julián Marquet, y era conocido por todos los aficionados al ballet. En cambio, casi nadie fuera de Clairmont, en Carolina del Sur, había oído hablar del doctor Paul Scott Sheffield, el segundo marido de mi madre. En ese mismo estado sureño, en la población de Greenglenna, vivía mi abuela paterna, madame Marisha. Era la única que me escribía todas las semanas, y la visitábamos cada verano. Parecía desear tanto como yo que me convirtiese un día en el bailarín más famoso del mundo, y así demostrar, a ella y a todos los demás, que mi padre no había vivido y muerto en vano.

Mi abuela no era en absoluto una ancianita vulgar, a pesar de que iba a cumplir setenta y cuatro años. En el pasado había sido muy famosa, y no estaba dispuesta a permitir que alguien lo olvidase un solo instante. Me había impuesto como norma que nunca la llamase abuela cuando alguien pudiese oírlo y adivinar su edad. Una vez me murmuró al oído que le gustaría que la llamase madre, lo que no me pareció bien, ya que yo tenía una madre a quien quería mucho. Por consiguiente, la llamaba Marisha, como todo el mundo.

Nuestra visita anual a Carolina del Sur era esperada con ilusión durante el invierno y rápidamente olvidada cuando regresábamos al tranquilo valle donde se hallaba nuestra casa de madera de pino. «En el valle se está seguro cuando no sopla el viento», decía a menudo mi madre. En realidad, demasiado a menudo…, pues parecía que el viento fuerte la acongojaba mucho.

Llegué al paseo de entrada, dejé mi bicicleta y entré en la casa. Ni rastro de Bart o mamá. ¡Qué raro! Corrí a la cocina, donde Emma preparaba la comida. Emma pasaba la mayor parte del tiempo en la cocina, lo que explicaba su «rolliza y simpática» figura. Su cara era larga y severa cuando no sonreía, aunque afortunadamente lo hacía casi siempre. Cuando me ordenaba realizar esta o aquella tarea, su sonrisa mitigaba mi contrariedad por tener que hacerlo, pues generalmente se trataba de algo que Bart se había negado a hacer. Sospechaba que Emma velaba más por Bart que por mí, ya que él acostumbraba derramar la leche cuando trataba de llenar su propia taza, o el agua, cuando llevaba un vaso. No había nada que pudiese sujetar con firmeza, y tropezaba con todo, haciendo volcar mesitas y lámparas. Si había un hilo tendido en algún lugar de la casa, sin duda Bart acababa enganchando en él el tacón de su zapato y caía de bruces, o estampaba la batidora o la radio contra el suelo.

—¿Dónde está Bart? —pregunté a Emma, que estaba mondando patatas para añadirlas al rosbif que se cocía en el horno.

—Te aseguro, Jory, que me alegraré el día en que ese chico pase en el colegio tanto tiempo como tú. Me espanta verlo entrar en la cocina. Tengo que dejar lo que estoy haciendo y mirar alrededor para prever qué derribará o con qué tropezará. Gracias a Dios que tiene esa pared donde sentarse. A propósito, ¿qué hacéis allí?

—Nada —respondí.

No quería explicarle con qué frecuencia saltábamos el muro para jugar en la casa abandonada. No teníamos derecho a entrar allí, pero los padres no podían ver o enterarse de todo. Volví a preguntar:

—¿Dónde está mamá?

Emma dijo que había regresado temprano después de suspender la clase de ballet, lo que yo ya sabía.

—La mitad de sus alumnos están acatarrados —le expliqué—. Pero, ¿dónde está ahora?

—Jory, no puedo vigilar a todo el mundo y hacer mi trabajo al mismo tiempo. Hace unos minutos dijo que subiría al ático para buscar unas fotografías antiguas. ¿Por qué no vas a ayudarla?

Era una manera cortés de decirme que le estaba estorbando. Me dirigí a la escalera del ático, que estaba oculta en el fondo del gran ropero, en el pasillo de atrás. Justo en el momento en que cruzaba la habitación familiar, oí abrir y cerrar la puerta de la entrada. Sorprendido, vi que papá estaba plantado inmóvil en el vestíbulo, con una expresión reflexiva en sus ojos azules tan extraña que no me atreví a llamarle e interrumpir sus pensamientos. Me paré, indeciso.

Después de dejar su negro maletín de médico, se dirigió a su habitación. Tenía que pasar por delante del ropero, cuya puerta estaba entreabierta. Se detuvo, escuchando como yo, el débil sonido de una música de ballet que procedía del ático. ¿Por qué estaba mi madre allí arriba?¿Volvía a bailar allí? Siempre que le había preguntado por qué bailaba en un lugar tan polvoriento, me explicaba que se sentía obligada a bailar allí, a pesar del calor y la suciedad. «No se lo comentes a tu padre», me había advertido en varias ocasiones. Después, dejó de subir allí, pero ahora volvía a hacerlo.

Esta vez yo también subiría para oír las excusas que ella daría a papá, ¡pues él la sorprendería!

Le seguí de puntillas por la empinada y estrecha escalera. Se detuvo exactamente debajo de la bombilla que pendía del techo del ático y clavó la mirada en mamá, que continuó bailando como si no hubiese advertido su presencia. Llevaba un plumero en una mano y sacudía graciosamente el polvo acá y allá, imitando a Cenicienta y no a la princesa Aurora de La bella durmiente, que era precisamente la música que sonaba en el viejo tocadiscos.

¡Caramba! Parecía que a mi padrastro iban a salírsele los ojos de las órbitas. Era como si estuviera asustado, y tuve la impresió

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