Tres novelas gallegas

Camilo José Cela

Fragmento

Nota sobre esta edición

Nota sobre esta edición

Las tres novelas reunidas en este volumen pertenecen a la etapa de madurez de Camilo José Cela, durante la cual se consolida lo que cabe llamar su «estilo tardío». Tratándose de un narrador de origen gallego (Cela nació en Iria Flavia, Padrón, municipio de La Coruña, en 1916), podría extrañar que se califique específicamente a estas tres novelas de «gallegas», pero lo cierto es que son, entre todas las suyas, las únicas que transcurren netamente en Galicia y cuyos personajes son en su mayor parte gallegos. Conviene recordar que la familia de Cela se trasladó a Madrid en 1925, cuando él era todavía un niño, y fueron las gentes y los escenarios y el habla de Madrid y de Castilla, en primer lugar, y, más ampliamente, de lo que cabe entender por ámbito «carpetovetónico», los que inspiraron y nutrieron principalmente la vocación y el imaginario del escritor, sobre todo en sus comienzos. Resulta significativo, en cualquier caso, que Cela haya escrito estas «tres novelas gallegas» conforme se adentraba en la vejez. No cabe obviar lo que las tres tienen de regreso a los orígenes, de retorno a los mitos, a las leyendas, a los escenarios y a la lengua de la infancia.

Como ya ocurriera con San Camilo, 1936 (1969), la publicación de Mazurca para dos muertos, en 1983, fue precedida de una gran expectativa. Cela llevaba esta vez diez años sin publicar novela: el hiato más prolongado de toda su trayectoria. La última que había dado a la luz, Oficio de tinieblas 5 (1973), era un texto lleno de osadía y de oscuridad, que había suscitado más estupor que admiración. Desde entonces, había muerto Franco, había tenido lugar la difícil «transición» a la democracia, y Felipe González, al frente del PSOE, había llegado al poder con mayoría absoluta, en 1982. En los diez años transcurridos entre Oficio de tinieblas 5 y Mazurca para dos muertos, España se había transformado espectacularmente, y la cultura era uno de los aspectos en que esa transformación se hacía más patente. Los deseos generalizados de modernización, de puesta al día, iban emparejados con un radical desentendimiento de la etapa anterior. La «nueva narrativa» española de la década de los ochenta, con su cifra de adanismo y de comercialidad, de impostado ingenuismo, no quería saber nada de lo que se había escrito durante la dictadura. Y Cela era, entre los escritores españoles vivos —entre los importantes, al menos—, aquel cuya imagen pública se hallaba más ligada a los tiempos que se pretendía dar por superados. A la altura de 1983, La familia de Pascual Duarte, publicado en 1942, era uno de los pocos libros que podía asegurarse que conocían prácticamente todos los lectores españoles de cualquier generación, muchos de los cuales lo habían leído en la escuela. Y algo parecido podía decirse de Viaje a la Alcarria (1948). A sus sesenta y siete años de edad, más que un escritor famoso Cela era una celebridad, un personaje de la televisión, alguien que siempre había estado allí, y del que no cabía esperar que tuviera nada nuevo que decir. Pese a lo cual, su prolongado silencio como novelista despertaba curiosidad, una curiosidad que entretenían libros como, en 1977, La insólita y gloriosa hazaña del cipote de Archidona, artefacto satírico-periodístico que acertó a sintonizar con la España del «destape». ¿Serían textos de esta naturaleza cuanto cabía esperar de un Cela cada vez más conspicuo, más provocador, más desinhibido? ¿Estaría Cela «acabado» como novelista, como tantos indicios invitaban a suponer?

La respuesta a esta pregunta es una de sus indiscutibles obras maestras; una novela prodigiosa, llena de brío, de humor, de violencia, de dramatismo, de carnalidad, de lirismo, de transgresión, y por supuesto de audacia y virtuosismo narrativo. Contra todo pronóstico, Cela seguía manteniéndose en la vanguardia de la narrativa española, y lo acreditaba con una novela en la que, una vez más, retomaba el tema de fondo de toda su obra: la Guerra Civil española.

El mismo autor declaraba: «Mazurca para dos muertos tiene un manifiesto entronque con dos novelas mías anteriores: San Camilo 1936 y La colmena. Si quisiésemos establecer un orden cronológico no de la publicación de los libros sino de los sucesos que se trata de reflejar literariamente en estas tres novelas mías, sería San Camilo, 1936, que son los orígenes y el comienzo de la guerra; Mazurca para dos muertos, que es el desarrollo de la guerra desde el lado nacional, desde Galicia, en la que se sitúan los hechos; y La colmena, que es el Madrid de la posguerra, el Madrid de los años cuarenta. En Mazurca para dos muertos lo que intento es reflejar el desbarajuste imperante en aquellos momentos».

De hecho, San Camilo, 1936 y Mazurca para dos muertos admiten ser leídas como un ejemplar díptico sobre la Guerra Civil. Un díptico que ilustraría las formas tan distintas pero en definitiva convergentes en que la guerra se abrió paso en la ciudad y en el campo, respectivamente. No es casual que en las dos novelas el burdel constituya el centro de la retícula que conforman las andanzas de los innumerables personajes. Mazurca profundiza en lo que José-Carlos Mainer llamó con acierto «una visión pesimista y un entendimiento rigurosamente etnocéntrico de la Guerra Civil». En un entorno rural, al que los ecos de la guerra llegan en buena medida apagados y distorsionados, el conflicto político apenas enmascara el carnaval de los instintos, de la sangre, de bestialidad que subyace a la condición humana, y que con cualquier pretexto emerge y se desencadena. Como dice un personaje de la novela: «El frente es menos criminal, no se puede decir pero allí no se asesina, hay menos veneno, también hay veneno, sí, pero no es tan descarado. Esta catástrofe viene de las ideas y malas mañas de la ciudad azotando el campo, mientras la gente no vuelva a meterse en sus casas todo andará revuelto, es un castigo de Dios». Palabras que apuntan a una visión de la guerra sustancialmente fatalista y despolitizada en la que, cualquiera que sea el bando desde el que se la contemple, lo que emerge en ella es una barbarie atávica, «la crueldad ciega e irracional» que desde siempre late en la sociedad de los hombres, más en particular en una humanidad —como la que puebla esta novela— ignorante, supersticiosa y zafia, de la que Cela proyecta aquí una imagen comparable a la de Los desastres de la guerra de Goya, si bien, en su caso, transida —y redimida— por el humor, la ternura y la piedad. Y por la sexualidad, por supuesto. Una sexualidad que es la contracara —pero no el contrapeso— de las pulsiones de muerte que dominan a tantos personajes.

Bien considerado, la visión que Cela ofrece de la Guerra Civil en Mazurca para dos muertos estaba apuntada ya en La familia de Pascual Duarte (1942), y de hecho cabe rastrearla en toda su narrativa, si bien es en esta novela, más aún que en San Camilo, 1936, donde queda más explícita y genialmente plasmada. E

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos