Los años del cóndor

John Dinges

Fragmento

1. La represión cruza las fronteras

Capítulo 1

LA REPRESIÓN CRUZA LAS FRONTERAS

Los setenta fue una década en que la represión en masa comenzó a cruzar fronteras. Dictaduras militares dominaban gran parte de Sudamérica, resultando en masivas violaciones a los derechos humanos. Era un periodo de guerra total para erradicar a las organizaciones democráticas, socialistas y a menudo marxistas que confluyeron en un movimiento internacional a favor de cambios sociales radicales. Los militares y sus adherentes civiles en la derecha definieron como enemigos a sus compatriotas que participaban en estos partidos y organizaciones políticas de izquierda. Pero debido a que el movimiento se había tornado internacional, las dictaduras consideraron, cada vez más, a los jóvenes de otros países como enemigos. Los extranjeros fueron catalogados de «subversivos», «terroristas» y «extremistas» que debían ser temidos, perseguidos, encarcelados y, en muchos casos, torturados y asesinados. Las fronteras nacionales ya no tenían importancia, y el refugio, el estatus migratorio y las leyes mismas no ofrecían protección alguna.

La xenofobia política no era para nada un fenómeno nuevo en América Latina, especialmente ante la emergencia del fervor revolucionario desencadenado por la Revolución cubana. Pero la detención masiva de extranjeros eso sí era algo nuevo. Los organismos policiales y de inteligencia que operaban al interior de los demás países; la coordinación y el intercambio de inteligencia entre países, cubriendo la mayor parte de Sudamérica; los ilegales y secretos traslados de prisioneros hacia sus países de origen para ser torturados y eventualmente asesinados; acuerdos y alianzas internacionales para hacer todo lo anterior de manera sistemática y eficiente: todo eso jamás había ocurrido antes en la historia de América Latina. Y llegó a tener un nombre: la Operación Cóndor. El Plan Cóndor no fue el único mecanismo de represión transnacional en este periodo, pero fue lejos el más sangriento. Y sus equipos actuaron mucho más allá de las fronteras de sus países miembros para lanzar asesinatos y otras operaciones, como en Estados Unidos, México y Europa.

Los militares concibieron este brutal sistema como la respuesta internacional a una amenaza internacional. Sin embargo, como un irónico giro de la historia, las atrocidades cometidas por las dictaduras del Cono Sur generaron, a su vez, un enorme movimiento internacional de derechos humanos que a la larga se convertiría en un importante catalizador para llevar a cientos de militares ante la justicia. Los crímenes internacionales engendraron investigaciones internacionales fuera del control militar. Hasta el gobierno de Estados Unidos, alguna vez el más acérrimo aliado de los regímenes militares de derecha, desplegó el FBI para investigar, con éxito, al servicio de inteligencia chileno por un crimen cometido en Washington D.C.

De hecho, la campaña en contra de supuestos enemigos extranjeros surgió primero en Chile, luego del derrocamiento del presidente socialista Salvador Allende en septiembre de 1973. En los días y semanas que siguieron al golpe, los militares demonizaron a los «extremistas extranjeros» y comenzaron a detener a cientos de exiliados de otros países de la región que ya se encontraban bajo bota militar. Más de ochocientos extranjeros fueron encarcelados en improvisados campos de concentración como el Estadio Nacional en Santiago. La mayoría era de países vecinos que eventualmente se integraron a la alianza Cóndor; cuarenta y nueve extranjeros serían ejecutados o desaparecerían. Así empezó una primera coordinación de las fuerzas de represión. Chile invitó a agentes de inteligencia de algunos de esos países, en particular de Brasil, Uruguay y Argentina, para llevar a cabo los interrogatorios de los prisioneros que eran buscados en sus países. Según el testimonio de un mayor de ejercito chileno que presto servicio en la «Sección de Extranjería» del Estadio Nacional, las salas de interrogación «estaban equipadas con parrilla, elementos para colgar a las personas y torturar».1

Era un ensayo de la nueva era que se avecinaba, de la intensa coordinación represiva transfronteriza en esos países.

A comienzos de 1974, las fuerzas policiales y de seguridad sostuvieron una primera reunión en Buenos Aires para conversar sobre la cooperación en contra de la «subversión», resultando en unas 120 víctimas «pre-Cóndor» en los meses siguientes, de las cuales sobrevivieron más de la mitad (71).

La actividad transfronteriza se expandió ampliamente con la firma oficial del acuerdo de Operación Cóndor en Santiago en noviembre de 1975. Este acuerdo abrió la puerta a lo que se convertiría en la más notoria, y lejos la más letal, forma de cooperación. Con las acciones conjuntas de Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia, a los que se unieron después Brasil, Perú y Ecuador, el número de secuestros, muertes y desapariciones más que cuadriplicó. El grueso de esos crímenes tuvo como blanco a extranjeros en Argentina, donde se ubicó la base de operaciones de Cóndor gran parte del tiempo. La gran mayoría de estos prisioneros fueron asesinados, muchos luego de su traslado a sus países de origen.

Los intentos de asesinato fuera de los países miembros eran de variada índole: Chile se asoció con mercenarios terroristas de derecha italianos y cubanos para llevar a cabo atentados en Estados Unidos, México e Italia. Argentina, Chile y Uruguay implementaron planes homicidas en países europeos utilizando equipos Cóndor conocidos como «Teseo», pero también realizaron operaciones unilaterales o bilaterales. Grandes operaciones tuvieron como objetivo multimillonarias cuentas en dólares en bancos internacionales, además de personas. Las secuelas continuaron incluso hasta después de la vuelta a la democracia. En el año 1995 exagentes Cóndor de Chile y Uruguay colaboraron en un asesinato para encubrir otro crimen.2

Cada una de las 654 víctimas de las operaciones documentadas en estas páginas es una historia humana, de jóvenes vidas extinguidas, la mayoría de las veces mientras asumían riesgos extraordinarios para resistirse a regímenes militares. La mayoría continuó su trabajo político clandestino con plena conciencia de las torturas y muerte que probablemente les esperaba de ser capturados. Habían comenzado a formar familias, a tener hijos, y habían abandonado prometedoras carreras para continuar su lucha en contra de los militares porque, desde su perspectiva, era un mandato histórico lograr un mejor mundo para las generaciones futuras.

Algunos creían en la lucha armada y se resistían con bombas y fusiles, y algunos se inspiraron en la fe religiosa, muchos de ellos practicando la no-violencia. Muchos simplemente estaban tratando de llevar vidas normales cuando cayeron en manos militares. Sobrevivió menos de la tercera parte.

Este libro es el resultado de una exhaustiva revisión y extensa ampliación, con nuevos capítulos, de la primera edición. Constituye un esfuerzo por presentar una narrativa de investigación definitiva

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