Tu casa reluce de noche como si ahí dentro todo estuviera en llamas.
La tela que eligió para las cortinas parece lino. Lino del caro. No son muy tupidas, y desde fuera os leo en la cara el estado de ánimo. Veo cómo la niña se aparta la coleta y acaba los deberes. Veo al pequeño, que tira pelotas de tenis contra el techo de tres metros y medio de altura mientras tu mujer va por el salón en mallas y pone todo en su sitio. Los juguetes, en la cesta. Los cojines, en el sofá.
Aunque esta noche habéis dejado abiertas las cortinas. Para ver cómo nieva, quizá. Para que tu hija busque renos en la nieve. Ya hace tiempo que no se lo cree, pero sigue fingiendo por ti. Haría cualquier cosa por ti.
Os habéis vestido todos para la ocasión. Los niños van de cuadros escoceses, a juego; posan en el escabel de cuero mientras tu mujer les hace una foto con el teléfono. La niña le sujeta la mano al niño. Tú trajinas con el equipo de música al fondo del salón, y tu mujer te dice algo, pero la callas con un dedo porque ya casi lo tienes. La niña salta, y tu mujer coge al niño y se pone a dar vueltas con él en brazos. Alcanzas el vaso de whisky y le das uno, dos sorbitos, luego te apartas con sigilo del equipo de música, como si fuera un bebé dormido. Así das siempre tus primeros pasos de baile. Agarras al niño y él echa la cabeza para atrás. Lo pones boca abajo. Tu hija quiere que le des un beso, y tu mujer te sostiene el vaso de whisky. Va hasta el árbol con gráciles pasos y endereza las luces de Navidad, que se han torcido un poco. Y ahora todos hacéis corro y gritáis algo a la vez, una palabra, todos a una, y seguís bailando; os sabéis muy bien esa canción. Tu mujer sale un momento, y el niño la sigue con la mirada en un acto reflejo. Recuerdo haberme sentido así. La sensación de ser imprescindible.
Cerillas. Vuelve para encender las velas en la repisa de la chimenea engalanada para la ocasión, y me pregunto si las ramas de abeto que la orlan son de verdad, si huelen a vivero. Dejo vagar la mente unos instantes, imagino que esas ramas se prenden mientras dormís. Veo cómo reluce tu casa, y el resplandor dorado, de un amarillo cálido, se vuelve rojo candente y crepitante.
El niño tiene en la mano el hierro de atizar la lumbre, y la niña se lo quita con cuidado antes de que tu mujer y tú os deis cuenta. La hermana buena. La que ayuda y protege.
Nunca me quedo tanto rato, pero esta noche estáis todos tan guapos que me cuesta irme. La nieve es de la que cuaja, la niña podrá hacer un muñeco por la mañana para divertir a su hermanito. Pongo en marcha el limpiaparabrisas, regulo la calefacción justo cuando el reloj pasa de las 7:29 a las 7:30. Ya habréis acabado de leer El Expreso Polar.
Tu mujer se ha sentado a mirar los brincos que vais dando por el salón. Ríe y se recoge el pelo suelto, rizado y largo, por encima de un hombro. Huele tu vaso y lo deja encima de la mesa. Sonríe. La tienes a la espalda y no ves lo que yo veo, cómo se lleva una mano a la tripa, la acaricia suavemente, baja la vista y su mente se pierde en lo que le crece dentro. Son células. Pero lo son todo. Te das la vuelta y vuelve a concentrarse en lo que está pasando en el salón. En la gente que ama.
Ya te lo dirá mañana.
La sigo conociendo muy bien.
Dejo de observaros para ponerme los guantes. Cuando vuelvo a mirar, la niña ha abierto la puerta de la casa y está en el vano. Le alumbra media cara el farol que ilumina el número de la calle. Sostiene un plato lleno de zanahorias y galletas. Dejarás unas migas en el suelo de baldosas de la entrada. Harás como que te lo crees, igual que ella.
Ahora me ve sentada en el coche. Está tiritando. El vestido que le ha comprado tu mujer le queda pequeño, y veo que va echando caderas y le está saliendo pecho. Se aparta la coleta del hombro con una mano, y ese gesto, más que de niña, es de mujer.
Me parece que es la primera vez en su vida que nuestra hija se parece a mí.
Bajo el cristal y saco la mano a modo de saludo, un saludo secreto. Deja el plato en el suelo y vuelve a mirarme antes de darse la vuelta y entrar en casa. Con su familia. Estoy atenta por si corréis las cortinas de golpe, por si sales a ver qué narices hago aparcada a la puerta de tu casa en una noche como esta. Y la verdad es que no sabría qué decir. ¿Que me sentía sola? ¿Que la echaba de menos? ¿Que era yo quien merecía ser la madre en tu casa reluciente?
Pero la niña no te dice nada y entra en el salón dando brincos. Has convencido a tu mujer para que se levante. Bailáis muy juntos, tú le pones la mano en la espalda y palpas su blusa, y nuestra hija agarra al niño de la mano y lo lleva justo delante de la ventana de la sala. Parece una actriz que ocupa su puesto en el sitio exacto del escenario. De lo bien enmarcados que están.
El niño es clavado a Sam. Tiene sus mismos ojos. Y ese mechón de pelo negro que acaba en un rizo, el rizo que tantas veces me he enrollado en el dedo.
Me entran ganas de vomitar.
Nuestra hija mira por la ventana y no aparta los ojos de mí, pone las manos en los hombros de tu hijo. Se agacha para besarlo en la mejilla. Una vez. Y otra. El niño está encantado con tanto afecto. Se lo ve acostumbrado. Señala la nieve que cae, pero ella no aparta los ojos de mí. Le frota la parte superior de los brazos, como para calentarlo. Como haría una madre.
Vas hasta la ventana y te pones de rodillas a la altura del niño. Miras afuera y luego al cielo. Mi coche no te llama la atención. Señalas los copos de nieve igual que tu hijo, y trazas un camino en lo alto con el dedo. Le estás hablando del trineo. De los renos. Él escruta la noche, quiere ver lo que tú ves. Le haces cosquillas en el cuello. La niña tiene todavía los ojos fijos en mí. Me sorprendo a mí misma apretada contra el respaldo. Trago saliva y por fin aparto la mirada. Siempre gana ella.
Cuando vuelvo a mirar, ella sigue allí, pendiente del coche.
Parece que vaya a echar la cortina, pero no. Ahora la que no aparta los ojos soy yo. Cojo el taco de hojas que tengo al lado, en el asiento del copiloto, y siento el peso de mis palabras.
He venido a darte esto.
Es mi versión de la historia.
1
Arrastraste la silla hasta donde yo estaba y diste unos golpecitos en mi libro con la punta del lápiz, y yo seguí con la vista fija en la página, dudando si mirarte o no. «¿Aló?», dije, como si fuera una llamada de teléfono. Qué gracia te hizo eso. Y allí estábamos, dos extraños en la biblioteca de la facultad, con una risa nerviosa, estudiando la misma optativa. Debía de haber cientos de alumnos en clase, y yo no te había visto antes. Te caían los rizos encima de los ojos y enrollabas el lápiz en ellos. Tenías un nombre de lo más raro. Me acompañaste de vuelta esa tarde, aunque no nos dijimos gran cosa por el camino. Tú no disimulaste lo colado que estabas, me mirabas todo el rato con una sonrisa dibujada en la cara. Nadie me había hecho nunca tanto caso. Me besaste la mano en la puerta del colegio mayor, y nos dio la risa otra vez.
Enseguida cumplimos los veintiuno y nos hicimos inseparables. Nos quedaba menos de un año para licenciarnos. Lo pasamos en la cama de mi habitación, durmiendo juntos como náufragos en una balsa y estudiando cada uno en un extremo del sofá, con las piernas entrelazadas. Íbamos al bar con tus amigos, pero siempre acabábamos recogiéndonos pronto, en la cama, con la novedad del calor mutuo. Yo casi no bebía, y tú ya te habías cansado de ir de fiesta en fiesta..., solo querías estar conmigo. En mi mundo no había nadie que me importara gran cosa. En mi pequeño círculo de amistades éramos simples conocidos. Estaba tan centrada en sacar buenas notas y en que no me quitaran la beca que no había tenido tiempo ni ganas de formar parte de la típica vida social universitaria. Imagino que no me hice muy amiga de nadie en esos años, hasta que te conocí a ti. Tú me ofrecías algo distinto. Dejamos a un lado la vida social y fuimos felices así, no necesitábamos más que el uno del otro.
Eras tú mi consuelo y mi pasión, no tenía nada cuando te conocí y lo fuiste todo de la forma más natural del mundo. Eso no quiere decir que no te lo merecieras; te lo merecías. Eras dulce y te preocupabas y me apoyabas. Fuiste la primera persona a la que le dije que quería ser escritora, y tu respuesta fue: «No me cabe en la cabeza que vayas a ser otra cosa». Disfrutaba viendo las miradas que nos dirigían las chicas, como si tuvieran celos. Olía tu cabeza mientras dormías por la noche, el suave lustre de tu pelo negro, y pasaba el dedo por tu barbilla sin afeitar para despertarte por la mañana. Eras mi adicción.
El día de mi cumpleaños, me regalaste una nota escrita con las cien cosas que te encantaban de mí. «14. Me encanta que ronques un poquito justo cuando te quedas dormida. 27. Me encanta lo maravillosamente bien que escribes. 39. Me encanta dibujar mi nombre en tu espalda con el dedo. 59. Me encanta comerme contigo una magdalena de camino a clase. 72. Me encanta lo contenta que amaneces los domingos. 80. Me encanta cuando acabas un buen libro y te lo aprietas contra el pecho al pasar la última página. 92. Me encanta lo buena madre que serás algún día.»
—¿Por qué crees que seré buena madre? —dejé la lista encima de la mesa y, por un momento, sentí que a lo mejor no tenías ni idea de cómo era.
—¿Por qué no ibas a serlo? —me clavabas en broma el dedo en la barriga—. Eres cariñosa. Y dulce. No veo la hora de tener bebés contigo.
Forcé una sonrisa porque no podía hacer otra cosa.
No había conocido a nadie con un corazón tan ávido como el tuyo.
«Algún día lo entenderás, Blythe. En esta familia las mujeres somos... diferentes.»
Tengo vivo en el recuerdo el carmín de mi madre, de color mandarina, en el filtro del cigarrillo. La ceniza que caía en la taza o flotaba en el último sorbo de mi zumo de naranja. El olor de las tostadas quemadas.
Preguntaste por mi madre en muy contadas ocasiones. Me limité a exponer los hechos: (1) me dejó cuando tenía once años, (2) después de eso solo la vi dos veces, y (3) no tenía ni idea de dónde estaba.
Sabías que me guardaba más, pero nunca insististe; tenías miedo de lo que pudiera contarte. Lo comprendí. Es normal que esperemos ciertas cosas de los demás y de nosotros mismos. Y lo mismo pasa con la maternidad. Todos esperamos tener una buena madre, y casarnos con alguien que lo vaya a ser, y serlo.
1939-1958
Etta vino al mundo el mismo día en que empezó la Segunda Guerra Mundial. Tenía los ojos como el océano Atlántico y la cara roja y regordeta desde el primer momento.
Se enamoró del primer chico que conoció, el hijo del médico del pueblo, Louis, que era amable y bienhablado, algo poco corriente entre los chicos que conocía. Etta no había sido agraciada con una cara bonita, pero Louis no era el tipo de chico que le diera mucha importancia a eso. La acompañaba al colegio y caminaba a su lado con una mano a la espalda, desde el primer día de clase hasta el último. Y para Etta esas cosas tenían mucho encanto.
La familia de Etta era dueña de cientos de hectáreas de maizales. Cuando cumplió los dieciocho años y dijo en casa que quería casarse con Louis, su padre dejó claro que su nuevo yerno debía aprender a trabajar la tierra. No tenía hijos varones, y quería que Louis se encargara de la granja de la familia. Aunque Etta creía que la verdadera intención de su padre era demostrarle una cosa al joven: que trabajar la tierra era una labor dura y respetable. No estaba hecha para los débiles. Ni para un intelectual, eso por descontado. Etta había elegido a alguien que no se parecía en nada a su padre.
Louis quería ser médico, como su padre, y lo aguardaba una beca para ir a la facultad de Medicina. Pero más que licenciarse y ejercer de médico, lo que quería era la mano de Etta. Por mucho que Etta le suplicó que no fuera tan exigente con él, su padre mató a Louis a trabajar. Se levantaba a las cuatro de la mañana y salía a los campos llenos de rocío. Desde las cuatro de la madrugada hasta que se ponía el sol, pero nunca se quejó, como gustaba Etta de recordarle a la gente. Louis vendió el maletín de médico y los libros de la carrera heredados de su padre, y metió el dinero en un tarro que puso en la encimera de la cocina. Le dijo a Etta que con eso abrían un fondo para que sus futuros hijos fueran a la universidad. Etta creía que eso decía mucho de lo poco egoísta que era.
Un día de otoño, antes de que saliera el sol, Louis se cortó con el cabezal de una cosechadora. Murió desangrado, él solo, entre el maizal. Lo encontró el padre de Etta, y la mandó a tapar el cuerpo con una lona del granero. Ella volvió a la casa con la pierna cercenada de Louis y se la tiró a su padre a la cara cuando estaba llenando un cubo de agua para ir a limpiar la sangre de la cosechadora.
Todavía no le había dicho a su familia que llevaba un hijo de Louis en las entrañas. Era una mujer grande, con treinta kilos de sobrepeso, y disimulaba bien el embarazo. La niña, Cecilia, le nació cuatro meses más tarde en el suelo de la cocina, en medio de una gran tormenta de nieve. Etta miraba el tarro con el dinero en la encimera mientras empujaba para expulsar al bebé.
Etta y Cecilia vivían tranquilas en la granja y casi nunca se aventuraban a ir al pueblo. Cuando lo hacían, no costaba oír entre susurros que aquella mujer «estaba de los nervios». Poco más se decía por aquel entonces; poco más sospechaban. El padre de Louis le daba a la madre de Etta su ración de calmantes para que se los administrara como le pareciera conveniente. Y Etta pasaba la mayor parte del día en la camita de metal de su cuarto de siempre, mientras su madre cuidaba de Cecilia.
Pero Etta se dio cuenta enseguida de que drogada en la cama nunca encontraría a otro hombre. Aprendió a valerse por sí misma hasta que fue capaz de cuidar de Cecilia, y empujaba el carrito de la niña por el pueblo entre los gritos que daba la pobre criatura, llamando a su abuela. Etta le contaba a la gente que había estado fastidiada con unos dolores de estómago terribles, sin poder probar bocado, y que por eso había adelgazado tanto. Nadie la creyó, pero a Etta le daba igual lo que dijeran aquellos holgazanes. Acababa de conocer a Henry.
Henry era nuevo en el pueblo, e iban a misa a la misma iglesia. Tenía a su cargo a sesenta trabajadores en una fábrica de golosinas. Fue muy dulce con Etta desde el día en que se conocieron, le encantaban los niños, y Cecilia era una monada de bebé, o sea que al final no fue el problema que todo el mundo dijo que acabaría siendo.
Henry no tardó mucho en comprar una casa de estilo Tudor con su parcela de césped en el centro del pueblo. Etta abandonó de una vez la cama de metal y recuperó el peso que había perdido. Se dedicó de lleno a la tarea de darle un hogar a su familia. Había un porche bien acabado con un columpio, visillos de encaje en las ventanas y galletas de chocolate a todas horas en el horno. Un día, los que traían los muebles del salón se equivocaron de casa, la vecina no dijo nada y el operario se los instaló en el sótano, aunque no los había pedido. Cuando Etta se enteró, salió corriendo calle abajo detrás del camión, soltando improperios, en bata y con rulos. Fue motivo de jolgorio para todo el mundo y, al final, también para Etta.
Se esforzaba por ser la mujer que esperaban que fuera.
Una buena esposa. Una buena madre.
Tenía pinta de que todo iría bien.
2
Cosas que me vienen a la memoria cuando pienso en nuestros inicios:
Tu madre y tu padre. Puede que eso no tuviera tanta importancia para otras personas, pero contigo llegó una familia. Mi única familia. Los regalos generosos, los billetes de avión para pasar las vacaciones con todos vosotros en algún sitio soleado. Su casa olía a ropa lavada y cálida, siempre, y nunca quería irme cuando los visitábamos. La forma que tenía tu madre de tocarme las puntas del pelo hacía que me entraran ganas de encaramarme a su regazo. Parecía a veces que me quería tanto como a ti.
Aceptaban la situación de mi padre sin rechistar, y no lo juzgaban cuando rechazaba su invitación a ir a verlos en vacaciones; fueron detalles que agradecí mucho. De Cecilia, por descontado, no hablábamos nunca; ya les habías sacado el tema con tacto antes de llevarme a su casa por primera vez. («Blythe es maravillosa. De verdad. Pero tenéis que saber que...») Mi madre nunca habría sido tema de cotilleo entre vosotros; no teníais tan mal gusto.
Erais todos sumamente perfectos.
A tu hermana pequeña la llamabas «cariño», y ella te adoraba. Les telefoneabas todas las noches, y yo escuchaba desde el pasillo, pensando que ojalá pudiera oír lo que te decía tu madre que hacía que te rieras así. Ibas a verlos cada dos fines de semana para ayudar a tu padre en las chapuzas de la casa. Os abrazabais. Cuidabas de tus primos pequeños. Te sabías la receta del pan de plátano de tu madre. Les regalabas una tarjeta a tus padres todos los años por su aniversario. Mis padres, por no hablar, ni siquiera hablaban de su boda.
Mi padre. Ni contestó al mensaje que le envié diciendo que no iría a casa ese año por Acción de Gracias, pero te mentí y dije que estaba encantado de que hubiese conocido a alguien, y que mandaba recuerdos para tu familia. La verdad era que apenas habíamos cruzado palabra después de que tú y yo nos conociéramos. Nos comunicábamos casi siempre a través del contestador del teléfono, y aun así, era un reguero de mensajes banales sobre nada en concreto que me habría dado vergüenza que tú oyeras. Todavía no sé cómo llegamos a ese punto, mi padre y yo. Esa mentira fue inevitable, igual que el rosario de mentiras que te conté para que no vieras que mi familia era un fracaso. Tú le dabas demasiada importancia a la familia, y no podíamos arriesgarnos, ninguno de los dos, a que toda la verdad sobre la mía pudiera cambiar la imagen que tenías de mí.
Aquel primer apartamento. Cuando más te quería era por las mañanas. La manera que tenías de taparte con la sábana como si fuera una capucha y dormir un poco más, el fuerte olor a chico que dejabas en las fundas de la almohada. Yo me levantaba temprano, antes de que saliera el sol las más de las veces, para escribir al fondo de aquella cocina estrecha, tan fría siempre. Me ponía tu albornoz y tomaba el té en una taza que había pintado para ti en un taller de cerámica. Tú me llamabas más tarde, cuando ya se habían caldeado los suelos y la luz que entraba por las persianas te permitía ver mi cuerpo con detalle. Me metías otra vez entre las sábanas, y nos explorábamos; te atrevías a todo, tenías seguridad en ti mismo y comprendías de qué era capaz mi cuerpo antes que yo. Me fascinabas. Lo seguro que estabas. Lo paciente que eras. Las ganas tan grandes que tenías de mí.
Las noches con Grace. Era la única amiga de la universidad con la que mantenía contacto después de licenciarnos. Me caía muy bien, pero disimulaba un poco porque parecías celoso del tiempo que le dedicaba y pensabas que bebíamos demasiado, aunque, en comparación con lo que suelen dar las amigas, yo le di bastante poco. Aun así, nos regalaste flores a las dos el día de San Valentín el año en que ella no tenía novio. La invitaba a casa a cenar una vez al mes más o menos, y tú le dabas la vuelta al cubo de la basura y te sentabas en él, así que en nuestras reuniones siempre había un tercero. De camino a casa al volver del trabajo parabas siempre a comprar vino del bueno. Cuando empezábamos a cotillear, cuando ella sacaba el tabaco, pedías permiso para ausentarte educadamente y abrías un libro. Una noche te oímos hablando con tu hermana en la terraza, mientras nosotras fumábamos dentro (¡habrase visto!). Estaba rompiendo con su pareja y había llamado a su hermano, su confidente. Grace dijo que tenías que tener algún defecto. ¿En la cama quizá? ¿Tenías mal carácter? Algo debía de haber, porque no hacían hombres tan perfectos. Pero no lo había. No por aquel entonces. No que yo supiera. Empleé la palabra «suerte». Tenía suerte. No tenía gran cosa, pero te tenía a ti.
El trabajo. No hablábamos mucho de eso. Me daba envidia el éxito rampante que tenías, y tú eras consciente de ello y de lo diferentes que eran nuestras carreras profesionales, nuestros sueldos. Tú ganabas dinero y yo soñaba despierta. Casi no había hecho nada después de licenciarme, algunos encargos como colaboradora, muy poquita cosa, pero gracias a ti no nos privábamos de nada, y me diste una tarjeta de crédito, diciendo tan solo: «Utilízala para lo que necesites». Ya te habían contratado en el estudio de arquitectura por aquel entonces, y tuviste dos ascensos en el tiempo que a mí me llevó escribir tres relatos. Nunca publicados. Ibas a trabajar y parecías el novio de otra.
Me llegaban las cartas de negativa tal y como estaba previsto; era parte del proceso, según me recordabas a menudo con ternura. «Alguna dirá que sí.» Creías en mí de manera incondicional, y eso era algo mágico. Quería demostrarme a mí misma a toda costa que era tan buena como tú creías. «Léemelo en alto. Lo que hayas escrito hoy. ¡Por favor!» Siempre hacía que suplicaras, y luego soltabas una risotada cuando fingía que ya no aguantaba más y decía que vale. Aquella rutina nuestra tan tonta. Te acurrucabas en el sofá después de la cena, agotado, todavía con la ropa de la oficina puesta. Cerrabas los ojos mientras te leía mis escritos y sonreías en las partes más logradas, no se te escapaba ni una.
La noche en que te enseñé el primer relato que me publicaron te temblaba la mano cuando cogiste la pesada revista. He pensado mucho en eso. En lo orgulloso que estabas de mí. Volvería a ver esa mano temblorosa años más tarde, cuando sostenías con ella su cabecita húmeda, manchada de mi sangre.
Pero antes de eso:
Me pediste que me casara contigo el día que cumplí veinticinco años.
Con un anillo que todavía llevo a veces en la mano izquierda.
3
Nunca te pregunté si te gustaba mi vestido de novia. Lo compré usado porque lo vi en el escaparate de una tienda de segunda mano y no me lo pude quitar de la cabeza mientras recorría las boutiques caras con tu madre. Nunca me dijiste al oído: «Estás preciosa», como hacen algunos novios en el altar, asombrados, sudorosos, aupados a los talones sin moverse del sitio. No dijiste nada del vestido cuando nos escondimos detrás de la pared de ladrillo rojo a la espalda del restaurante, donde esperábamos para hacer nuestra entrada triunfal en el jardín, mientras los invitados bebían champán, hablaban del calor y calculaban cuándo pasaría el siguiente canapé. Casi no podías mirar a otra parte que no fuera mi cara sonrosada y reluciente. Casi no podías dejar de mirarme a los ojos.
Nunca estuviste más guapo que entonces, y si cierro los ojos veo el que eras a los veintiséis años, cómo te brillaba la piel y se te rizaba el pelo en la frente. Te juro que tenías hoyuelos de niño en las mejillas.
No nos soltamos la mano en toda la noche.
Qué poco sabíamos entonces el uno del otro, y de las personas que acabaríamos siendo.
Se contaban los problemas que teníamos con los pétalos de margarita de mi ramo de novia, pero bien pronto quedaríamos sumidos en un campo entero de margaritas.
«No hace falta mesa para la familia de la novia», oí que decía en voz baja la maestra de ceremonias al hombre que montaba las sillas plegables y ponía las tarjetas. Él asintió con un movimiento sutil de cabeza.
Tus padres nos dieron los anillos de boda antes de la ceremonia. Venían en un estuche de plata con forma de concha que le había regalado a tu bisabuela el amor de su vida, un hombre que se fue a la guerra y nunca volvió. Llevaba grabada dentro su declaración: «Violet, siempre me tendrás». Tú dijiste: «Violet, qué nombre más bonito».
Tu madre, enfundada en un chal muy elegante de color gris plateado, brindó por nosotros: «Los matrimonios pueden acabar perdiendo el rumbo. Hay veces que no nos damos cuenta de lo mucho que nos hemos alejado, hasta que de repente el agua se junta con el horizonte y nos parece que ya no podremos regresar —hizo una pausa y me miró solo a mí—. Escuchad uno el corazón del otro en la corriente. Siempre os encontraréis. Y entonces siempre encontraréis la orilla». Le dio la mano a tu padre y tú te pusiste de pie para alzar tu copa.
Hicimos el amor como está mandado esa noche porque era lo que teníamos que hacer. Estábamos agotados. Pero nos sentíamos reales. Teníamos los anillos de boda y la cuenta del restaurante y tanta adrenalina en el cuerpo que nos dolía la cabeza.
Te tomo para siempre, como caro amigo y mi alma gemela, para que seas mi pareja en la vida, para pasar juntos lo bueno, y lo malo, y las decenas de miles de días que median entre ambos. Tú, Fox Connor, eres la persona a la que amo. A ti me entrego.
Años más tarde, nuestra hija me vio meter el vestido en el maletero del coche. Iba a llevarlo al mismo sitio del que lo saqué.
4
Recuerdo exactamente cómo era la vida en el tiempo que vino después.
Los años anteriores a la llegada de nuestra Violet.
Cenábamos tarde, en el sofá, viendo programas de actualidad. Anderson Cooper todas las noches. Comida picante para llevar, en aquella mesita de mármol negro y esquinas asesinas. Bebíamos copas de vino espumoso a las dos de la tarde los fines de semana y luego nos echábamos la siesta hasta que uno de los dos se despertaba, horas después, por el ruido que hacía la gente de camino al bar. Hubo sexo. Hubo cortes de pelo. Yo leía la sección de viajes del periódico y me lo tomaba como labor de documentación, y de la buena, para ver el siguiente lugar al que iríamos. Echaba una ojeada a las tiendas caras, café en mano, caliente y cremoso. Llevaba guantes de piel italianos en invierno. Tú jugabas al golf con tus amigos. ¡Me importaba la política! Nos acurrucábamos en el sofá y creíamos que era muy bonito estar juntos, tocándonos. Películas sí veía, dejaba vagar la imaginación, lejos del sitio en el que estaba sentada. La vida no era algo tan visceral. Las ideas eran más brillantes. ¡Era más fácil dar con las palabras! Tenía la regla y no me dolía. Ponías música por toda la casa, cosas nuevas, grupos que alguien te había recomendado mientras tomabas una cerveza en un bar lleno de adultos. El detergente no era orgánico, por eso olía la ropa a frescor alpino artificial. Íbamos a la montaña. Me preguntabas por mi escritura. Nunca miré a otro hombre con ganas de saber cómo sería follar con él en vez de contigo. Conducías a diario, un coche muy poco práctico, hasta la cuarta o quinta nevada del año. Querías un perro. Nos fijábamos en los perros que veíamos por la calle; nos parábamos a rascarles el cuello. El parque no era lo único que me aliviaba de las tareas domésticas. Los libros que leíamos no tenían ilustraciones. No pensábamos en el impacto de las pantallas de televisión sobre el cerebro. No comprendíamos que los niños preferían las cosas destinadas a los adultos. Creíamos que nos conocíamos el uno al otro. Creíamos que nos conocíamos a nosotros mismos.
5
El verano en que cumplí veintisiete años. Dos sillas plegables ajadas por el tiempo en la terraza que daba al callejón entre nuestro edificio y el de al lado. La guirnalda de farolillos de papel que colgué hizo que, de alguna manera, fuéramos conscientes del olor a basura caliente que venía de abajo. Allí fue donde me dijiste, entre copas de vino blanco bien seco: «Vamos a por el niño. Empecemos esta noche».
Lo habíamos hablado antes, y muchas veces. Se te caía la baba cuando cogía los bebés de otros en brazos o me ponía de rodillas para jugar con ellos. «Has nacido para ser madre.» Pero la que se quedaba pensándolo era yo. La maternidad. Cómo sería. Qué se sentiría. «Te va como anillo al dedo.»
Yo sería diferente. Sería como algunas mujeres a las que les sale de manera natural. Sería lo que mi propia madre nunca fue.
Mi madre casi nunca se me pasaba por la cabeza esos días. Ya me encargaba yo de ello. Y cuando se colaba sin ser invitada, soplaba fuerte y desaparecía. Como si fuera la ceniza que caía en mi zumo de naranja.
Aquel verano habíamos alquilado un apartamento más grande con dos dormitorios, en un bloque cuyo ascensor iba muy lento; habría sido un incordio subir la sillita de paseo a un piso sin ascensor. Cuando uno veía cosas de bebé, le llamaba la atención al otro con un pequeño codazo, nunca con palabras. Conjuntos diminutos muy a la moda en los escaparates. Hermanitos que se daban la mano, muy obedientes. Lo estábamos deseando. Lo esperábamos. Había empezado a fijarme más en mi periodo unos meses antes. Les seguía la pista a mis ovulaciones. Ponía notas en la agenda para señalar las fechas. Un día encontré caritas felices dibujadas al lado de una de mis oes. Me enternecía verte tan ilusionado. Ibas a ser un padre estupendo. Y yo sería la maravillosa madre de tu hijo.
Echo la vista atrás y me asombra lo segura de mí misma que estaba entonces. No me sentía ya como la hija de mi madre. Me sentía tu mujer. Llevaba años fingiendo que era ideal para ti. Quería tenerte contento. Quería ser cualquier cosa menos la madre de la que había salido yo. Y por eso yo también quería un hijo.
6
Los Ellington. Vivían a tres casas de donde me crie, y su césped era el único del vecindario que seguía verde todo el verano, que era seco y despiadado. La señora Ellington llamó a la puerta a las setenta y dos horas exactas de que Cecilia me dejara. Mi padre seguía roncando en el sofá, donde había dormido cada noche durante el año anterior. Hacía solo una hora que yo acababa de darme cuenta de que mi madre no volvería a casa esta vez. Había estado buscando en la cómoda y los cajones del baño, y donde guardaba su reserva de cartones de cigarrillos. Todo lo que tenía algún valor para ella había desaparecido. Y por entonces yo me cuidaba bien de preguntarle a mi padre adónde había ido.
«¿Quieres venir a casa a comer un buen asado el domingo, Blythe?» Le brillaban los rizos con la laca, recién salida de la peluquería, y no pude evitar mirarle el pelo y decir que sí con la cabeza y darle las gracias. Fui derecha al cuarto de la lavadora y metí a lavar mi mejor conjunto, un pichi azul marino y un jersey de cuello vuelto a rayas de colores. Había pensado preguntarle si podía ir mi padre también, pero no había nadie que supiera más de etiqueta que la señora Ellington, y supuse que si no le había extendido la invitación a él sería por algo.
Thomas Ellington hijo era el mejor amigo que tenía. No recuerdo en qué momento le concedí semejante distinción, pero cuando yo tenía diez años era la única persona con la que me gustaba jugar. No me sentía cómoda con las chicas de mi edad. Mi vida parecía muy diferente a la suya, con sus hornos de juguete, sus lacitos en el pelo y los calcetines apropiados. Sus madres. Tuve claro desde el principio que ser diferente a ellas no era plato de buen gusto.