Los versos satánicos

Salman Rushdie

Fragmento

1

«Para nacer de nuevo –cantaba Gibreel Farishta mientras caía de los cielos haciendo volatines– primero tienes que morir. ¡Ay, sí! ¡Ay, sí! Para posarte en el seno de la tierra, primero tienes que volar. ¡Ta-taa! ¡Tackachum! ¿Cómo volver a sonreír si antes no lloraste? ¿Cómo conquistar el amor de la adorada, caballero, sin un suspiro? Baba, si quieres volver a nacer…» Amanecía apenas un día de invierno, hacia Año Nuevo o por ahí, cuando dos hombres vivos, reales y completamente desarrollados caían desde gran altura, ocho mil setecientos metros, hacia el canal de la Mancha, desprovistos de paracaídas y de alas, bajo un cielo claro.

«Yo te digo que debes morir, te digo, te digo…», y así una vez y otra, bajo una luna de alabastro, hasta que una voz estentórea rasgó la noche: «¡Al diablo con tus canciones! –Las palabras pendían, cristalinas, en la helada noche blanca–. En tus películas tan solo movías los labios para hacer como que cantabas, así que ahórrame ahora ese ruido infernal».

Gibreel, el solista desafinado, hacía piruetas al claro de luna mientras cantaba su espontáneo gazal, nadando en el aire, mariposa, braza, enroscándose, extendiendo sus extremidades en el casi infinito del casi amanecer, adoptando actitudes heráldicas, rampante, yacente, oponiendo la ligereza a la gravedad. Rodó alegremente hacia la sardónica voz. «Hola, colega, ¿eres tú? ¡Estupendo! ¿Qué hay, mi buen Chamchito?» A lo que el otro, una sombra delicada que caía cabeza abajo en perfecta vertical, con su traje gris bien abrochado y los brazos pegados a los costados, tocado, como lo más natural del mundo, con extemporáneo bombín, puso la cara de quien detesta los diminutivos. «¡Eh, bobito! –gritó Gibreel, provocando otra mueca invertida–. ¡Es el mismo

Londres, chico! ¡Allá vamos! Esos cabritos de ahí abajo no sabrán lo que se les vino encima, si un meteoro, un rayo o la venganza de Dios. Llovidos del cielo, muñeca. ¡Drram! Uam, ¿eh? ¡Menuda entrada, yyyaaa! Te lo juro: Reventados.»

Llovidos del cielo: un big bang seguido de estrellas fugaces. Un principio de universo, un eco en miniatura del nacimiento del tiempo… el jumbo Bostan, vuelo AI-420 de Air India, estalló sin previo aviso a gran altura sobre la grande, pútrida, hermosa, nívea y resplandeciente ciudad de Mahagonny, Babilonia, Alphaville. Aunque Gibreel ya ha pronunciado su nombre, y yo no puedo interferir: el mismo Londres, capital de Vilayet, parpadeaba, centelleaba y se mecía en la noche. Mientras, a una altura del Himalaya, un sol prematuro y efímero estallaba en el aire cristalino de enero, un punto desaparecía de las pantallas de radar y el aire limpio se llenaba de cuerpos que descendían desde el Everest de la catástrofe a la lechosa palidez del mar.

¿Quién soy?
¿Hay alguien más por ahí?

El avión se partió por la mitad, como vaina que suelta las semillas, huevo que descubre su misterio. Dos actores, Gibreel, el de los volatines, y el abotonado y circunspecto Mr. Saladin Chamcha, caían cual briznas de tabaco de un viejo cigarro roto. Encima, detrás, bajo ellos, planeaban en el vacío butacas reclinables, auriculares estéreo, carritos de bebidas, recipientes de los efectos del malestar provocado por la locomoción, tarjetas de desembarque, juegos de vídeo exentos de tasas, gorras con galones, vasos de papel, mantas, máscaras de oxígeno… Y también –porque a bordo del aparato viajaban no pocos emigrantes, sí, un número considerable de esposas que habían sido interrogadas, por razonables y concienzudos funcionarios, acerca de la longitud y marcas distintivas de los genitales del marido, y un regular contingente de niños sobre cuya legitimidad el gobierno británico había manifestado sus siempre razonables dudas–, mezclados con los restos del avión, igualmente fragmentados, igualmente absurdos, flotaban los desechos del alma, recuerdos rotos, yos arrinconados, lenguas maternas cercenadas, intimidades violadas, chistes intraducibles, futuros extinguidos, amores perdidos, el significado olvidado de palabras huecas y altisonantes, tierra, pertenencia, casa. Un poco aturdidos por el estallido, Gibreel y Saladin bajaban como fardos soltados por una cigüeña distraída con el pico abierto, y Chamcha, que caía cabeza abajo, en la posición recomendada para el feto que va a entrar en el cuello del útero, empezó a sentir una sorda irritación ante la resistencia del otro a caer con normalidad. Saladin descendía de narices mientras que Farishta abrazaba el aire, asiéndolo con brazos y piernas, con los ademanes del actor amanerado que desconoce las técnicas de la contención. Abajo, cubiertas de nubes, esperaban su entrada las corrientes lentas y glaciales de la Manga inglesa, la zona señalada para su reencarnación marina.

«Oh, mis zapatos son japoneses –cantaba Gibreel, traduciendo al inglés la letra de la vieja canción, en semiinconsciente deferencia hacia la nación anfitriona que se le venía en cara–, el pantalón, inglés, pues no faltaba más. En la cabeza, un gorro ruso rojo; mas el corazón sigue siendo indio, a pesar de todo.» Las nubes hervían espumeando cada vez más cerca, y quizá fuera por aquella enorme confusión de cúmulos y comulonimbos, con sus tormentosas cúspides enhiestas como martillos a la luz del amanecer, quizá fuera el dúo (cantando el uno y abucheando el otro) o quizá el delirio de la explosión que les evitaba percatarse de lo inminente…, el caso es que los dos hombres, Gibreelsaladin Farischtachamcha, condenados a esta angelicodemoníaca caída sin fin pero efímera, no se dieron cuenta del momento en que empezaba el proceso de su transmutación.

¿Mutación?

Sí, señor; pero no casual. Allá arriba, en el aire-espacio, en ese campo blando e intangible que el siglo ha hecho viable y que se ha convertido en uno de sus lugares definitorios, la zona de la movilidad y de la guerra, la que empequeñece el planeta, la del vacío de poder, la más insegura y transitoria de las zonas, ilusoria, discontinua y metamórfica –porque cuando lo tiras todo al aire puede ocurrir cualquier cosa–, allá arriba, en cualquier caso, se operaron en unos actores delirantes cambios que habrían alegrado el corazón del viejo Mr. Lamarck: bajo extrema presión ambiental, se adquirieron ciertos rasgos.

¿Qué rasgos respectivamente? Calma, ¿se han creído que la Creación se produce a marchas forzadas? Bien, pues la revelación tampoco… Echen una mirada a la pareja. ¿Observan algo extraño? Solo dos hombres morenos en caída libre; la cosa no tiene nada de nuevo, pensarán, treparon demasiado, se pasaron de listos, volaron muy cerca del sol, ¿no es eso?

No es eso. Escuchen.

Mr. Saladin Chamcha, aterrado por los ruidos que salían de la boca de Gibreel Farishta, contraatacó con sus propios versos. Lo que Farishta oyó tremolar en el improbable aire nocturno era también una vieja canción, letra de Mr. James Thomson, mil setecientos a mil setecientos cuarenta y ocho. «… por orden del cielo –entonaba Chamcha con unos labios que el frío ponía patrióticamente rojos, blancos y azules– surgió del aaaazul… –Farishta, horrorizado, cantaba cada vez más alto a los zapatos japoneses, los gorros rusos y los corazones inviolablemente subcontinentales, pero no conseguía superar el salvaje recital de Saladin– … y los ángeles de la guaaaarda entonaban el estribillo.»

Afrontémoslo: era imposible que se oyeran mutuamente, y no digamos que conversaran y compitieran en el canto de semejante modo. Acelerando hacia el planeta, con la atmósfera silbando alrededor, ¿cómo habían de oírse? Pero, afrontémoslo también, se oían.

Se precipitaban hacia abajo y el frío invernal que les escarchaba las pestaña

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