Miserias y esplendores del trabajo

Alain de Botton

Fragmento

1.

Imagine que recorre una de las grandes ciudades del mundo moderno. Londres, por ejemplo, un lunes especialmente gris de finales de octubre. Sobrevuela los centros de distribución, los depósitos, los parques y los tanatorios. Observa a los delincuentes y a los turistas surcoreanos. Contempla la planta de fabricación de sándwiches en Park Royal, el complejo de catering que abastece a las aerolíneas en Hounslow, el almacén de mensajería de DHL en Battersea, los aviones Gulfstream en el aeropuerto de la City y los camiones de limpieza frente al Holiday Inn Express en Smuggler’s Way. Oye la algarabía del comedor de la escuela de primaria de Southwark Park y las pistolas mudas ya del Museo Imperial de la Guerra. Piensa en los profesores de autoescuela, en los revisores de los contadores y en los adúlteros que dudan un instante. De pie en la sala de maternidad del hospital Saint Mary, observa a Aashritha, que ha llegado al mundo tres meses y medio antes de lo esperado, enredada en una maraña de tubos, mientras duerme en una caja de plástico fabricada en el cantón suizo de Obwalden. Curiosea en el salón de Autoridades del ala oeste del palacio de Buckingham; admira a la reina, que almuerza con doscientos atletas discapacitados, y luego, a la hora del café, cuando pronuncia un discurso ensalzando la fuerza de voluntad. En el Parlamento, escucha a un ministro mientras presenta un proyecto de ley que regula la altura de los enchufes en los edificios públicos. Observa a los administradores de la National Gallery que votan la adquisición de un cuadro del pintor italiano del siglo XVIII Giovanni Panini. Escudriña los rostros de los candidatos a Papá Noel cuando los entrevistan en la planta baja de los almacenes Selfridges en Oxford Street y se deleita con el fraseo de un psicoanalista húngaro que pronuncia una conferencia sobre la paranoia y el amamantamiento en el Museo Freud de Hamsptead.

Mientras tanto, en las estribaciones al este de la capital, tiene lugar otro acontecimiento que pasará inadvertido para la sociedad, o que solo atraerá la atención de aquellos que participan directamente en él, pero que no por ello merece menos atención. The Goddess of the Sea, que partió de Asia, avanza hacia el puerto de Londres. Fue construido hace una década por Mitsubishi Heavy Industries en Nagasaki, tiene trescientos noventa metros de eslora, está pintado de naranja y gris, y luce su nombre con cierta rebeldía, ya que no parece esforzarse mucho por evocar las cualidades de gracia y belleza por las que tradicionalmente se conoce a las diosas, sino que es achaparrado y pesa ochenta mil toneladas, con una popa que sobresale como un cojín con demasiado relleno y una bodega en la que hay apilados más de mil contenedores de acero de varios colores llenos de mercancías, cuyo origen se extiende desde las fábricas del corredor de Kobe hasta las arboledas de las montañas del Atlas.

Este leviatán no lleva rumbo a los trechos más conocidos del río, donde los turistas compran helados con olor a diésel, sino a un lugar donde las aguas son de un marrón sucio y las orillas se ven invadidas por los embarcaderos y los almacenes, una zona industrial que pocos habitantes de la capital se atreven a traspasar, aunque tanto el transcurso ordenado de sus vidas como el no menos importante abastecimiento de la naranjada con gas Tango y el cemento dependen de sus complejas operaciones.

El barco alcanzó el canal de la Mancha la noche anterior a última hora, y siguió el arco de la costa de Kent hasta un lugar pocas millas al norte de Margate, donde, al amanecer, comenzó la fase final de su periplo remontando el curso del bajo Támesis, un escenario con el aspecto a la vez mágico y evocador de un pasado primitivo y de un futuro distópico, y en el que casi no sorprendería que surgiese un brontosaurio tras el cascarón de una fábrica de automóviles a punto de echar el cierre.

Pero la anchura aparentemente generosa del río tan solo ofrece un único y estrecho canal navegable. Acostumbrado a alborozarse en cientos de metros de agua, el buque avanza ahora con cautela, como una criatura orgullosa de su naturaleza salvaje confinada entre las rejas de un zoológico, mientras el sonar emite una secuencia constante de pitidos circunspectos. Arriba, en el puente de mando, el capitán malasio estudia con detenimiento la carta de navegación que señala todas las crestas submarinas y ribazos del río desde la isla de Canvey hasta Richmond; el paisaje circundante, incluso donde se agolpan los monumentos y los edificios de las urbes, parece la terra incognita que iba marcada en las cartas de navegación de los primeros exploradores. A un lado y otro del buque, el agua del río arremolina botellas de plástico, plumas, corcho, tablones desgastados por el agua, rotuladores y juguetes desteñidos.

The Goddess of the Sea atraca en la terminal de contenedores de Tilbury poco después de las once. Tras las duras pruebas que ha sufrido, cabría esperar que lo recibiera algún dignatario de segunda fila o un coro que cantase el «Exultate, jubilate». Pero solo le da la bienvenida un supervisor que entrega a un miembro filipino de la tripulación un fajo de formularios de aduana y que desaparece sin preguntar cómo era el amanecer en los estrechos de Malaca o si había marsopas frente a las costas de Sri Lanka.

Solo el recorrido del buque ya es impresionante. Hace tres semanas que partió de Yokohama y, desde entonces, ha hecho escala en Yokkaichi, Shenzhen, Bombay, Estambul, Casablanca y Rotterdam. Hace apenas unos días, mientras la lluvia caía sobre las naves industriales de Tilbury, el buque comenzó su ascenso por el mar Rojo bajo el sol implacable mientras una familia de cigüeñas de Yibuti lo sobrevolaba en círculo. Las grúas de acero que ahora se mueven sobre el casco se deshacen de un cargamento heterogéneo de hornos de convección, zapatillas deportivas, calculadoras, fluorescentes, anacardos y animales de juguete de vivos colores. Las cajas de limones de Marruecos acabarán en las estanterías de las tiendas del centro de Londres al caer la tarde. Al amanecer habrá en York televisores nuevos.

No hay muchos consumidores que se paren a pensar de dónde viene la fruta que comen, ni mucho menos dónde han sido fabricadas las camisas que llevan o quién ha producido las arandelas que ajustan la manguera de la ducha al grifo. El origen y el recorrido de los objetos que compramos se nos antoja un asunto trivial, aunque —para los más imaginativos, al menos— una leve mancha de humedad en la parte inferior de una caja de cartón, o un código enigmático impreso a lo largo de un cable de ordenador, pueda dar pistas sobre unos procesos de fabricación y transporte más nobles y misteriosos, más dignos de estudio y admiración, que los propios objetos.

2.

The Goddess of the Sea es solo uno de las docenas de buques que remo

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