La botánica de los sentimientos

Ilaria Bernardi

Fragmento

Sequía

Sequía

—¿Dónde está tu padre? —me pregunta en Londres la pitonisa. Un jersey de chenilla de color rosa le ciñe las tetas, grandes y puntiagudas—. Veo a tu abuelo, pero no veo a tu padre. ¿Has venido a contarme lo que te ha pasado?

Asiento. Niego con la cabeza. Asiento otra vez. La pitonisa suelta un par de palabrotas y me pregunta por mi vida; sonríe mucho mientras tiemblo con un cuarzo rosa de doce kilos entre las manos.

He acudido a ella animada por mi novio, a quien le pareció simpática y cree que puede ayudarme. A mí también me parece simpática, pero me descoloca que sea mucho más guapa de lo que la imaginaba. Además, todo este rosa no ayuda. Le digo que a lo mejor no vuelvo a escribir y que, después del desastre, incluso amar me da miedo. Ni siquiera estoy segura de que las plantas de la terraza sobrevivan al próximo invierno. Y nosotros con ellas.

—No es más que miedo —me dice—. Sin embargo, la respuesta más rápida es sí a todo.

—¿Estás segura?

—Esta es la primera y última vez que puedes preguntarme si estoy segura de algo.

Me contengo y acaricio el cuarzo rosa como si fuera un gato.

—¿Qué pasa? —quiere saber.

—La piedra no ronronea —digo.

Sonríe. Tiene un diente de oro, o puede que sea yo la que lo tenga.

—¿Estás lista? —insiste. Sus pezones también piden confirmación—. ¿Volvemos atrás?

Asiento a todo el universo, cierro los ojos e intento volver atrás. Elegir un día importante. Un día de mi vida reciente marcado para siempre por un aneurisma cerebral, el final de un gran amor y un tremendo choque frontal. Y en cuanto me sumerjo de lleno en el desastre, me pierdo. La habitación desaparece, y con ella la pitonisa, la chenilla y las tetas. Ya no estoy en Londres y ya no soy solo yo. El cuarzo rosa ya no pesa, la casa ya no tiene paredes. Solo hay calor. Luz. Desierto.

El día que durante tanto tiempo he llamado «el día del desastre» hacía mucho calor en la ciudad.

A las dos, cuando la temperatura era insoportable, fui a la galería de arte de mi madre. La galería está en el extrarradio de Milán, cerca de la autopista, en un barrio pobre y periférico. Hubo una época en que la imprenta de mi abuelo ocupaba esos metros cuadrados.

Bajo el sol y sola en el universo, leía las pintadas en las paredes y contaba las colillas del suelo con tal de no entrar. Había sequía en todas las cosas del mundo, también en mi boca y en mi corazón. Cuando el abuelo me llevaba a la fábrica era, en cambio, una época florida, bañada de rocío, llena de plantas en flor, y él me regalaba libros recién imprimidos. Los escupía la Roland Ultra, una máquina que a mis ojos era enorme y se parecía a un elefante. No he vuelto a abrir esos libros. Bajo aquel cielo, delante de la fábrica, deseé tenerlos todos otra vez, para mí y mi hijo Nico. Para recordar lo fácil que era todo entonces: bastaba con abrir los brazos con las palmas hacia arriba. Bastaba con sacar la lengua. La lluvia caería, saciaría nuestra sed. En ese momento deseé los libros sobre todo para llorar, los motivos serían los de siempre, y al cansancio de aquel día se añadiría el recuerdo de lo mucho que nos quería el abuelo. Me hubiera gustado saber que no había perdido tantas cosas, haber sido capaz de ser más cuidadosa con nosotros y nuestras cosas. Había perdido demasiados libros, bolígrafos, amores, muchísimo tiempo. Acariciando las cubiertas y hojeando las páginas todo reaparecería.

Cuando sonó el teléfono, comprobé que no fuera un número relacionado con Nico y, al ver que no lo era, no respondí. Lo metí en el bolso y volvió a sonar. Lo silencié con el dedo, sin mirarlo. Por entonces mi hijo Nico tenía cuatro años. Era un niño inteligente y cariñoso, muy delgado, muy parecido a como siempre había imaginado yo a Pinocho cuando se convierte en humano. Mono, espabilado y un poco melancólico. Debía estar atento a Polilla, al gato y al zorro y a las golosinas que regalan los malos de los cuentos. A veces yo era Gepetto, otras el Hada Azul, dependiendo de si me sentía vieja y bigotuda o bella y mágica.

—¿Oyes mi voz? —grita la pitonisa en Londres.

Asiento con la cabeza. O puede que no, porque suelta otro par de exabruptos y esta vez asiento con más contundencia.

—Cuéntame —repite—. ¡Escríbelo para mí!

He dado un paso heroico, como si alcanzara la luna, para entrar en el patio de la galería y dentro de mi presente y de mi pasado. He visto a Maria, la asistente de mi madre. Maria era también amiga de mi hermana Diana y la conocía de toda la vida. Cuando me sonrió decidí que podía quedarme. Además, no tenía elección, me habían descubierto, había testigos. Saludé a Maria, le di dos besos e intercambié unas palabras con ella. La relación con las amigas de mis dos hermanas y de mi hermano siempre había sido así. Unas palabras, una puesta al día rápida, dos besos. Maria parecía hecha polvo, pero no me paré a pensarlo. Lo vi, pero lo procesé mucho tiempo después, cuando todo empezó a adquirir significado y las ojeras y cada gota de sudor empezaron a hablarme del final del mundo tal y como lo conocíamos.

Subí al despacho de mi madre y hablamos de mi vida: estaba a punto de separarme de mi marido, de cambiar de casa, y debíamos decírselo a nuestro hijo Nico.

Mi madre me escrutó y dijo algo a propósito de que yo nunca estaba satisfecha. Añadió algo más sobre el pobre niño. Lo llamó así, «ese pobre niño». Me lo imaginé pobre, con peladuras en las rodillas, los brazos raquíticos. Mi madre tenía entonces sesenta y dos años, yo treinta y cuatro.

—Tienes el ceño fruncido —me dice la pitonisa en Londres.

—Estoy imitando a mi madre cuando me juzga —confirmo.

Mi madre tuvo cuatro hijos y era editora y periodista. Cuando mi abuelo murió, ella lo dejó todo para ocuparse de sus cosas. Ocuparse de sus cosas no le gustó. Fue difícil, solitario, e interrumpió sus demás aspiraciones. Lo hizo porque era hija única, mi abuela no había trabajado nunca y la situación era complicada. Mientras tanto logró abrir una galería de arte para ella dentro del espacio de la imprenta. Pero ese también resultó ser un trabajo solitario y fatigoso. El edificio estaba en pésimas condiciones, las instalaciones no eran conformes a la ley y no había calefacción. Además, la ciudad estaba paralizada. No había dinero para reformar la galería y en aquel momento mi madre estaba convencida de que la situación cambiaría radicalmente transformando el local en una sala para jugar al ping-pong. Quería llamarla Pong.

Detrás de mi madre me observaba la foto de mi abuelo entre muchas otras fotos y obras de artistas. En una estampa en blanco y negro, una mujer con los brazos abiertos y velas que se derriten sobre sus hombros me mostraba la espalda.

—¿Cómo se llama esa artista? —le pregunté dirigiéndome también a todos los fantasmas de la habit

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