Los centinelas de la felicidad

Agnès Ledig

Fragmento

Andén número 1

Andén número 1

Édouard colgó con una sonrisa de satisfacción.

Observaba a su mujer mientras esta se retocaba el maquillaje con ayuda de un espejito. Pestañas largas, grandes ojos castaños, pómulos marcados, labios carnosos, cabello sedoso. Su esposa era una mujer muy guapa. Antes sentía ese orgullo de ver que los hombres se giraban a su paso cuando iban del brazo. Apuraban una bebida sentados en una terraza, en la explanada de la estación de Vannes. Pronto llegaría el tren que los dejaría en París. Retomarían su trabajo dos días más tarde. Armelle estaba contenta de volver. Aunque esos días en el golfo de Morbihan habían sido muy agradables, no había podido desatender el torrente de correos laborales que recibía a diario. Eludirlos durante dos semanas la habría condenado a ahogarse en ellos a la vuelta, por lo que hubiera estado nerviosa durante todas las vacaciones. Y, además, Armelle había puesto en marcha un proceso importante antes de marcharse. Estaba impaciente por ver los resultados.

—El notario —anunció Édouard mientras se guardaba el teléfono en el bolsillo—. Ya han vendido la casa de mi madre.

—¡Qué buena noticia! Por fin podremos reformar la cocina.

—Aún nos vale, ¿no?

—¡Se nota que no pasas mucho tiempo en ella!

Mientras digería en silencio este último comentario, Édouard se fijó en una anciana menuda que salía de la estación. Con una mano tiraba a duras penas de una pesada maleta sobre la que había colocado un gran neceser. Con la otra mano sujetaba un bolso de piel rojo. La mujer llevaba una elegante camisa de flores sobre una falda plisada y se recogía la melena cana en un moño perfecto, que coronaba un sombrero de fieltro de color crema adornado con un fino encaje. Unas minúsculas gafas redondas amenazaban con resbalarle por la punta de la nariz. Un personaje de Agatha Christie de la cabeza a los pies, se dijo Édouard, salvo por esas zapatillas de deporte que la unían con la modernidad al mismo nivel que unas luces LED en una cueva del Paleolítico. La mujer se detuvo, levantó la mano para protegerse del sol y dejó escapar un fuerte suspiro mientras escudriñaba a lo lejos los autobuses de enlace.

—¿Necesita ayuda? —se ofreció Édouard levantándose.

—Well! He aquí un persona amable, caballero —contestó ella con un marcado acento inglés—. Esta maleta debe de pesar tantas libras como yo.

—Date prisa, el tren está a punto de llegar —dijo molesta Armelle.

—A las malas, te veo en el andén —dijo Édouard poniéndose la mochila—. Está ahí mismo.

—¿No quieres dejarme la mochila?

Édouard no contestó.

Armelle los vio alejarse por la explanada hacia la estación de autobuses, al otro lado de la calzada. En los últimos años, su marido había ganado unos kilos. Como era alto, de momento apenas se le notaba. La edad y las consecuencias de cierto relajamiento alimentario hacían su trabajo. Si bien en conjunto se mantenía en forma, empezaba a echar barriga. Armelle se lo comentaba a menudo, pues ella mantenía la línea como el seto de un jardín. Él siempre le contestaba con un hiriente «¿Para qué?».

«A fin de cuentas, es problema suyo», pensó Armelle con indiferencia.

Édouard llevaba el gran neceser en una mano y tiraba con la otra de la maleta, cuyas ruedas martilleaban el pavimento como el redoble de tambor que acompaña al condenado al patíbulo. La idea le heló la sangre. ¿Por qué pensaba en eso, si no tenía motivos para considerar de tal forma esa situación? La anciana lo seguía al trote, sin rezagarse. Desaparecieron detrás del primer autobús de la fila.

Armelle cerró el espejito con gesto pausado. Coger un vaso, abrir la agenda, escribir un mensaje en el móvil: cada movimiento de sus dedos finos, siempre embellecidos con un esmalte de uñas rojo, era elegante. Recogió sus cosas y sacó el monedero para pagar las consumiciones. El tren llegaría enseguida a la estación y Édouard no regresaba. Dudó si llamarlo para recordarle la hora de salida. Ya la sabía. Le costó decidirse a guardar de nuevo el teléfono en el bolso y echó pestes por la irresponsabilidad de su marido.

De pie, cargada con las maletas, vio que el tercer autobús emprendía la ruta hacia Rennes y pasaba por delante de ella. Se fijó en los pasajeros. Una inclasificable mezcla de enfado y de pánico se apoderó de Armelle al ver a su marido sentado junto a la anciana del sombrero.

Édouard apenas la miró antes de volver la cabeza. Aunque Armelle siempre le había atribuido una cobardía legendaria, nunca lo consideró capaz de algo semejante.

El autobús acababa de desaparecer al final de la calle cuando un altavoz anunció la llegada inminente del tren a París.

Andén número 1.

El desertor

El desertor

Édouard seguía sin saber qué lo impulsó a subirse al autocar aquel día.

En los pocos metros que recorrieron hasta la estación de autobuses, le dio tiempo a preguntar a aquella frágil mujercita adónde se iba de vacaciones. Su respuesta lo desconcertó.

—Voy al corazón de la bosque de Brocelianda, a trabajar.

—¿A trabajar? ¿A qué se dedica a su..., o sea, con...?

—¿Mi edad? Jovencito, la edad no es un impedimento para lo que hago. Soy... writer. ¿Cómo se dice? ¿Escribidora?

—Ah, vaya. Decimos «escritora». ¿Y busca inspirarse allí?

—Exactly! Llevo diez años yendo cada otoño a lo mismo lugar y siempre encuentro una respuesta para mis preguntas, también ideas. Es el efecto mágico del bosque.

Fue entonces cuando Édouard perdió las ganas de coger el tren con su mujer. También las de reformar el piso y volver al trabajo. Sentía la imperiosa necesidad de dar con la respuesta a una pregunta que lo atormentaba desde hacía dos semanas. En realidad, desde hacía años.

Mientras veía a la anciana subirse en el autobús, su propio pie derecho se colocó en el primer escalón. Entonces sintió que la mano de su conciencia le estrujaba el hombro («¡No le hagas eso a Armelle!»), se la quitó de encima con un pensamiento brusco y se metió en el vehículo huyendo de unos remordimientos incipientes, justo antes de que las puertas se cerrasen.

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