Crónicas desde el país de la gente más feliz de la Tierra

Wole Soyinka

Fragmento

libro-3

1. Oke Konran-Imoran

Papa Davina, conocido también como Teribogo, prefería crear sus propias perlas de sabiduría. Como, por ejemplo, su famosa «La perspectiva lo es todo».

La madrugadora Suplicante, su primera y única clienta de aquel día, y de hecho una sesión muy especial, entregadísima, levantó la vista y asintió.

—Vete a aquella ventana. Descorre la cortina y mira —le indicó Papa D.

La sala de audiencias estaba un poco en penumbra, y a la Suplicante le llevó un rato tantear los amplios pliegues hasta encontrar la separación de en medio. Agarró las pesadas cortinas con las dos manos y esperó. Papa Davina le hizo señas para que terminara el gesto, siguiendo con su tono tranquilizador, casi meditativo:

—Cuando te metes en estos terrenos, es primordial que te olvides de lo que eres, de quién eres. Piensa en ti misma solo como la Suplicante. Yo seré tu guía. No soy un vulgar mercader de la misión profética. Los días de los grandes profetas se terminaron. Estoy contigo solo como Presciencia. Solo Dios Todopoderoso, Alá el Inescrutable, es presencia en sí, y ¿quién se atreve a entrar en presencia del Uno y Único? ¡Imposible! Pero sí podemos entrar en Su Presciencia los que somos como yo. Somos pocos. Somos los elegidos. Nos esforzamos por leer sus planes. Tú eres la Suplicante. Yo soy el Guía. Nuestros pensamientos nos dirigen solamente a la revelación. Por favor, descorre la cortina. Del todo.

La Suplicante siguió con la otra mitad de la cortina. La luz del día inundó la habitación. La voz de Papa D. la persiguió.

—Sí, mira y dime lo que ves.

La Suplicante había subido por la pendiente contraria, que era la miseria total, absoluta. En aquella cara de la colina, sin embargo, lo que saltó de inmediato ante su vista fue un batiburrillo mucho más ecléctico. Mucho más abajo había vetas dispersas de planchas de hierro, arcilla y tejados oxidados de chapa ondulada, salpicados aquí y allá, sin embargo, por algunas hileras aisladas aunque ordenadas de edificios altísimos y ultramodernos. Enhebradas entre aquellas zonas de contrastes había filas rugientes de vehículos a motor de toda clase de fabricación. Y la ciudad solo estaba arrancando su ritmo matinal, por eso había colmenas palpitantes de humanidad, trabajadores sentados atrás en los mototaxis que serpenteaban entre los charcos formados por la lluvia nocturna y las alcantarillas desbordadas. Una extensión de la laguna centelleaba a lo lejos. La Suplicante se volvió y describió sus hallazgos al apóstol.

—Ahora quiero que mires más cerca de la altura a la que estamos en esta habitación. Deja que tu mirada se eleve desde esa ciudad en la que se encona, acércala a nuestra altura. Entre donde estás y ese cuadro frenético, ¿qué más hay?

La Suplicante no dudó:

—Basura. Montañas de desechos. Justo igual que el otro camino; era una pista con obstáculos ensartados por todo el camino hasta aquí. Puros montículos de los vertederos de la ciudad.

Davina pareció satisfecho.

—Sí, un estercolero. Lo atravesaste. Pero ahora estás aquí, ¿y dirías que estás en un estercolero?

La mujer negó con la cabeza.

—En absoluto, Papa D.

El apóstol asintió, al parecer otra vez satisfecho.

—Vuelve a cerrar las cortinas, por favor.

La Suplicante obedeció. La habitación interior debería de haber vuelto a su penumbra anterior, y ella esperaba tener que encontrar medio a tientas el camino de vuelta, pero no. Flechas multicolores, parecidas a las luces que marcan la salida de emergencia en el suelo de los aviones, dirigieron sus pasos hacia una sección distinta de la sala. Sin que le hiciera falta que el discurso de seguridad de una azafata la informase de su finalidad, siguió las luces. Terminaban en un taburete, tallado de forma exquisita. Le recordó a un taburete real de los ashanti que había visto en fotos.

—Siéntate en ese taburete. Tenemos que emprender un viaje, así que ponte cómoda.

En ese momento, fue el pastor quien se levantó.

—Hay muchos, incluyendo a compatriotas nuestros, que describen este país como un vasto estercolero. Pero, ¿sabes?, los que lo hacen quieren ser despreciativos. Yo, por el contrario, encuentro en eso felicidad. Si el mundo produce estiércol, el estiércol habrá que amontonarlo en alguna parte. Así que, si de verdad nuestro país es el estercolero del mundo, eso significa que estamos prestándole un servicio a la humanidad. Bien, eso es… perspectiva. ¿Quieres que te muestre otra cosa?

La Suplicante asintió.

—Le escucho con atención, Papa D.

—Bien. Desde el momento mismo en que me hablaste por teléfono, supe que no eras una suplicante corriente. Tu voz llegó hasta mí como la de alguien ansiosa por aprender. Aconsejo a todo tipo de gente. Todas las facetas de la humanidad atraviesan esas puertas. Te sorprendería lo opuestas que eran las almas que se han sentado en ese mismo taburete, si eligiese contártelo.

La Suplicante sonrió con ironía, rechazando la oferta con un ademán.

—Papa Davina, por eso estoy aquí. Su reputación ha trascendido no solo en el país, sino en el continente.

—Ah, sí, tal vez.

—E incluso más allá.

—¿Ah? Cuéntame, ¿qué has oído? Los que han dirigido tus pasos hasta aquí, ¿qué dicen de Papa Davina?

—¿Por dónde empezar? —suspiró la mujer—. Bueno, permítame hablar del más reciente, el candidato de las Seychelles… Rezó usted por él y todo el mundo sabe el resultado.

Davina hizo un gesto de autodesaprobación con las manos, transformándolas en recipientes inertes que terminaban con las palmas vueltas hacia arriba, como atribuyéndole el mérito —y la gloria— a otro.

—Para ti he organizado una… perspectiva especial.

Mientras hablaba, Papa D. parecía disolverse en la penumbra periférica, pero la sala, de cuyas cortinas a duras penas había podido encontrar ella la apertura momentos antes, se fue bañando de una luz que poco a poco fue reemplazando la luz del día que acababa ella de tapar. Resultó ser solo el principio. Ante los ojos de la Suplicante, la parda sala de audiencias se fue convirtiendo en el país de las hadas. La mujer se quedó sin aliento. Su anfitrión, con un brazo extendido, parecía estar girando lentamente. En la mano tenía un aparatito plateado que también se movía, con el que iba trazando un arco cada vez mayor. Quedaba claro que estaba plantado sobre un disco giratorio oculto. Papa D. apuntó con el mando al techo y se hizo la luz. Después, se oyó otro clic casi inaudible y un gorgoteo de agua interrumpió el silencio; una hendidura en una roca que había surgido mágicamente se fue revelando como su fuente, un manantial cuyas aguas relucientes caían en cascada con caricia arrulladora y luego serpenteaban hasta meterse en una gruta donde se desvanecían para siempre. Una vista ondulada de colinas y valles, llanuras y mesetas, brillaba hacia horizontes distantes, mientras los tubos de luz suave que subían desde el suelo hasta el techo bañaban la sala con su lustre psicodélico. Poco a poco una hornacina fue brillando hasta hacerse visible, luego otra justo enfrente, luego una tercera a noventa grados y, para finalizar, una cuarta con la que terminó de aflorar una instalación tridimensional. Las h

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