Pureza

GARTH GREENWELL

Fragmento

cap-1

MENTOR

Habíamos quedado en encontrarnos en la fuente delante del McDonald’s de la plaza Slaveykov. Según mis baremos americanos G. llegaba tarde, y mientras lo esperaba eché un vistazo a los puestos de libros por los que es famosa la plaza, la mercancía expuesta en altas pilas bajo los toldos frente a la biblioteca pública. En realidad ya no es una fuente, lleva años cerrada, desde que un verano el cableado defectuoso detuvo el corazón de un hombre que remojó los dedos en el agua fresca. Ahora estábamos en diciembre, aunque el invierno no había llegado a prender todavía; hacía sol y el tiempo era templado, no resultaba nada de­sagradable pasar un rato allí y hojear los libros a la venta. G. me había llamado la atención desde el comienzo de curso, al principio simplemente porque era guapo, y luego por el carácter especial de la amistad que creía ver entre él y otro chico de la clase, la intensidad con la que G. lo buscaba y la intimidad con que los envolvía a ambos. Esa intensidad me resultaba familiar, un relato de mi propia adolescencia, como lo era el regodeo ambivalente con que el otro chico la recibía, cómo la inducía y apartaba al mismo tiempo. Me hacía una idea, pues, de lo que hablaríamos, y de por qué la escuela no ofrecía la discreción suficiente para que hablásemos de eso allí, pero aun así tenía curiosidad: no era un alumno con el que tuviese particular confianza, nunca vino a verme excepto cuando tenía clase, no me había hecho nunca ninguna confidencia ni me había buscado, y me preguntaba qué crisis lo traía a mí ahora.

Empezaba a estar molesto con los libreros que, percibiendo que era extranjero, no dejaban de dirigirme hacia las pilas de ajados libros de bolsillo americanos, y dado que G. seguía sin aparecer me pregunté si mi tarde sacrificada no acabaría siendo, además, desperdiciada. Pero entonces apareció a mi lado de pronto, y mi enfado se esfumó al verlo. Destacaba allí en medio, con su ropa ligeramente formal, el pelo cortado en capas, pero en Estados Unidos habría parecido bastante genérico, un chico rico de la Costa Este con aspiraciones, alumno de una escuela privada cara, aunque tal vez no exactamente eso, sobre todo cuando sonreía demasiado (algo que no hacía casi nunca) y revelaba una hilera inferior de dientes en un desorden que no parecía muy americano. Fue bastante afable al saludarme, pero como siempre tenía un aire reservado, como si estuviese decidiendo si pronunciar o no un juicio que estaba a punto de alcanzar. Me preguntó adónde podríamos ir para luego desechar todas mis propuestas, dijo que me iba a llevar a uno de sus sitios favoritos, y luego se puso en marcha, caminando no a mi lado sino delante de mí, evitando la conversación y como dispuesto a negar toda relación conmigo. Yo no era ni mucho menos un recién llegado, llevaba dos años viviendo en Sofía, pero seguía siendo una especie de diletante de la ciudad, y pronto —a pesar de que el centro es pequeño y no nos habíamos alejado demasiado de Slaveykov y de Graf Ignatiev, la parte que conocía mejor— no tenía ni idea de dónde estábamos. Mi ignorancia no se debía a que no lo intentase: durante meses tras mi llegada, venía al centro todas las mañanas que podía, paseaba por las calles mientras la ciudad despertaba y al volver marcaba la ruta en un mapa clavado en la pared. Y aun así esas mismas calles, incluso poco tiempo después, me resultaban casi por completo desconocidas; no conseguía entender nunca cómo encajaban unas con otras, y solo algún detalle suelto (la talla de una antigua cornisa, una fachada pintada de un modo curioso) me recordaba que había pasado por ahí antes. Mientras caminaba detrás de G., como siempre que estaba con alguien nacido en Sofía, tuve la sensación de que la ciudad se abría, de que el hormigón liso y monolítico de los bloques de apartamentos de estilo soviético daba paso a insospechados patios y cafés y caminos que cruzaban parquecillos descuidados. Al entrar en estos espacios, más tranquilos y menos concurridos que los bulevares, G. relajó el paso, lo que me permitió ponerme a su lado, y seguimos caminando de un modo algo más amigable, aunque todavía sin hablar.

Era en uno de esos patios o parquecillos donde se escondía el restaurante de G. Estaba situado en una planta subterránea, y mientras nos acercábamos a la puerta que nos conduciría abajo, reparé en una tienda cercana, un anticuario, con los escaparates abarrotados de iconos —Cirilio y Metodio, una María beatífica, san Jorge a caballo ensartando al dragón por la boca—, así como de parafernalia nazi, relojes y billeteros y petacas estampados todos con la cruz gamada. Eran cosas habituales en las tiendas de antigüedades y en los mercados callejeros, souvenirs para turistas o para jóvenes que anhelaban un tiempo en el que podrían haberse aliado, por más que desastrosamente, con una auténtica potencia mundial. El espacio al que descendimos era más grande de lo que había esperado, una sala despejada con reservados a ambos lados y, al fondo, una barra que imaginé de noche atestada de estudiantes. La sala estaba iluminada por una hilera de ventanitas en lo alto de una de las paredes, con los cristales empañados y sucios de humo, de manera que la luz que entraba quedaba extrañamente amortiguada, como remojada en té. G. señaló uno de los reservados, la mayoría vacíos, y nos sentamos.

G. dejó sus cigarrillos sobre la mesa y apoyó las puntas de los dedos en la cajetilla, tamborileando con suavidad. Comprendí que estaba esperando permiso, que pese a que en el restaurante estaba ya casi todo el mundo fumando, no se les uniría si no le daba mi aprobación primero. Le sonreí o asentí y él los agarró, devolviéndome la sonrisa como disculpándose, y la tensión de sus facciones se suavizó al dar la primera y larga calada. Hablamos un poco entonces, más que nada cumplidos y preguntas de rigor sobre la universidad; las solicitudes habían sido enviadas y los alumnos esperaban respuesta, y aunque estábamos todos hartos de hablar de ello, era el tema al que todos volvíamos. Bien, dijo, está bien, solo estoy esperando, y me contó que la mayoría de las universidades a las que había presentado solicitud eran de Estados Unidos, aunque muchos estudiantes de aquí miran ahora hacia la Unión Europea, donde la matrícula es más barata y donde tienen más oportunidades de quedarse una vez titulados. Pero esa conversación era como un trapo más que escurrido, y pronto nos quedamos callados. Me puse a hablar de poesía entonces; no hacía mucho habíamos leído a algunos poetas ameri­canos de mediados de siglo, y los poemas de G. en respuesta habían supuesto una auténtica sorpresa, eran agudos y fluidos, y revelaban una profundidad que el resto de sus trabajos no habían dejado entrever nunca. Uno me había impresionado especialmente, un poema lleno de cotidianeidad: descripciones de la escuela, de los compañeros y profesores; y también la sensación de que en el mundo que describía no había ningún lugar en el que pudiera sentirse realmente en casa. Parecía una especie de invitación, y yo sospechaba que mi respuesta, entusiasta y llena de ánimo, había incitado a su vez este encuentro.

Sacó unas hojas de su mochila y me las pasó, diciendo Mire, he seguido trabajando en estos. Me desilusionó ver que el primero era el más flojo de los que me había entregado, un himno genérico al ideal femenino, lleno de loas y pronombres en mayúscula. Era el mismo borrador que yo hab

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