Un reino de olivos y ceniza

Mario Vargas Llosa
Hari Kunzru
Colm Tóibín
Rachel Kushner
Ayelet Waldman
Taiye Selasi
Dave Eggers
Jacqueline Woodson
Arnon Grunberg
Lars Saabye Christensen
Geraldine Brooks
Eva Menasse
Madeleine Thien
Helon Habila
Raja Shehadeh
Assaf Gavron
Lorraine Adams
Porochista Khakpour
Eimear McBride
Anita Desai
Emily Raboteau
Ala Hlehel
Colum McCann
Frida Jiryis
Maylis de Kerangal

Fragmento

cap

PRÓLOGO

Ayelet Waldman y Michael Chabon

No queríamos editar este libro. No queríamos escribir, ni siquiera pensar, de manera continuada sobre Israel y Palestina, sobre la naturaleza y el significado de la ocupación, sobre las intifadas y los asentamientos, sobre quiénes tenían unos derechos más válidos, sobre quiénes tenían unos sufrimientos más amargos, sobre quién había cometido unos crímenes más atroces, sobre qué indignación estaba más justificada. Nuestra renuencia a abordar la cuestión era tan intensa que durante casi un cuarto de siglo ni siquiera visitamos el lugar en el que Ayelet había nacido.

Habíamos ido a Israel en 1992, pocos meses después de conocernos. Aunque se había criado fundamentalmente en Estados Unidos y en Canadá, Ayelet había nacido en Jerusalén, hija de emigrantes provenientes de Montreal, y había vivido y estudiado en Israel a intervalos a lo largo de los años; para Michael era la primera vez. Yitzhak Rabin acababa de ser elegido; era una época de optimismo, de nuevas iniciativas, de tranquilidad relativa. Visitamos a familiares y amigos, hicimos las peregrinaciones turísticas de rigor al Yad Vashem, al Muro de las Lamentaciones, a Masada, al mar Muerto. Pasamos también algún tiempo en el barrio musulmán de la Ciudad Vieja de Jerusalén y visitamos las mezquitas más célebres, tanto allí como en Acre, incluida la de Al-Aqsa. Algunas cosas de las que vio por entonces Michael se colaron, tras sufrir un cambio radical, en las páginas de su novela El sindicato de policía yiddish. Fue una visita memorable; la primera, nos figurábamos, de las muchas que íbamos a hacer juntos.

Tardamos veinte años en volver.

A lo largo de ese período, las tímidas esperanzas que siguieron a los Acuerdos de Oslo se esfumaron. Yitzhak Rabin fue asesinado. Se desencadenó una segunda intifada, larga y sangrienta, que fue sofocada con suma violencia. El ritmo y la extensión de la construcción de asentamientos en los territorios ocupados se incrementaron, y la ocupación militar se afianzó más y más, se hizo más brutal, más inmisericorde. Horrorizados y desconcertados por la nube de violencia y destrucción, de represalias y contra-represalias y contra-contra-represalias, asqueados de la deshumanizadora retórica que prevalecía en ambos bandos, hicimos lo que hicieron tantas otras personas que se encontraron en una posición ambivalente intermedia: miramos para otro lado. Optamos por no participar en el debate y permanecimos lejos del país.

Pero en 2014, por invitación del Festival Internacional de Escritores de Jerusalén, Ayelet volvió a Israel. Durante su estancia allí, se encontró con algunos de los valerosos miembros de Schovrim Schtika [«Breaking the Silence»], una organización sin ánimo de lucro compuesta por antiguos soldados israelíes a quienes el servicio militar obligatorio en los territorios ocupados llevó de manera inexorable a trabajar con enorme vigor y valentía para oponerse a la ocupación e intentar ponerle fin. Breaking the Silence llevó de excursión a Ayelet a la ciudad de Hebrón y sus colinas. Le presentaron a Issa Amro, el fundador de un movimiento de base llamado Jóvenes contra los Asentamientos, cuyas actividades y campañas no violentas destacan entre las más importantes y creativas de Cisjordania. Por primera vez Ayelet tuvo un conocimiento claro y visceral de lo que significaba la ocupación, de cómo funcionaba, y de las décadas de planificación estratégica por parte de los israelíes que acabaron por crear la gigantesca burocracia militar, a menudo brutal y siempre deshumanizadora, que la supervisa y la controla.

Luego Ayelet fue a Tel Aviv y pasó algún tiempo en compañía de escritores, cineastas, artistas e intelectuales que viven en esa ciudad cosmopolita, en la que las parejas gais caminan por la calle cogidas de la mano, en la que los restaurantes elegantes ponen su propio sello creativo a la cocina tradicional de Oriente Medio, y donde el ritmo y el tenor de vida de la población es sababa (término coloquial israelí, de origen árabe, cuyo significado sería similar al del americano chill o el español «guay»). La ciudad echa chispas; bulle. Y mira para otro lado. Paseando por las calles de Tel Aviv uno nunca podría imaginar que a una hora de coche millones de personas viven y mueren bajo un régimen militar opresivo.

Ayelet se lo pasó estupendamente en Tel Aviv y ahí está el problema. Se encontró muy a gusto en su país natal, lo que se dice como en casa. Pero si se sentía de esa manera —con la sensación de que de algún modo pertenecía a ese país, por su nacimiento, por su temperamento y por su educación, por ser judía— entonces también tenía cierto grado de responsabilidad en los crímenes y las injusticias perpetradas en nombre de ese hogar y de su «seguridad».

Sin embargo, una vez que hubo llegado a esa conclusión, Ayelet se enfrentó de inmediato a otro problema: se sintió impotente. ¿Cómo podía hacer algo que supusiera un cambio significativo, por pequeño que fuera, en ese laberinto inabordable que se había revelado superior a los mejores y los peores esfuerzos de decenas de presidentes y primeros ministros, de secretarios de Estado, de ganadores del Premio Nobel, de ONG, de estadistas y diplomáticos y activistas en pro de la paz, por no hablar de generaciones de extremistas violentos de toda índole, que habían intentado dar cada uno su propia solución a estos problemas?

Cuando Ayelet volvió de su viaje contó a Michael lo que había visto en Hebrón. Describió los barrotes de acero que habían sido colocados en las puertas de las casas, encerrando a la gente en sus propios hogares. Relató el escalofriante momento en el que un par de muchachos palestinos se habían atrevido a poner los pies en la calle principal de su ciudad, una calle por la que los palestinos tenían prohibido pasear, arriesgándose y poniéndose a merced de los soldados fuertemente armados de las Fuerzas de Defensa de Israel (Tzáhal, por su acrónimo en hebreo), en un gesto que respondía a una mezcla de aburrimiento, bravuconería y desesperación. Contó lo asqueada que se había sentido al ver las pintadas escritas —en hebreo— en las paredes de la Hebrón palestina pidiendo la muerte de los árabes. Le contó el relato de las cosas que había visto y oído, y cuando Michael lo escuchó, su renuencia, fruto de décadas de desencanto y de desconexión, empezó a debilitarse.

A medida que iba debilitándose, los dos empezamos a darnos cuenta de que la propia narración —el testimonio, en un lenguaje vivo y claro, de las cosas vistas personalmente y de los incidentes que presenciamos— tiene la facultad de atraer la atención de mucha gente que, como nosotros, ha dejado hace mucho tiempo de prestar atención o que simplemente se ha dado por vencida.

La narración: ese era un territorio, libre y sin restricciones, que conocíamos. Y lo que es más importante, conocíamos a un montón de narradores: escritores y novelistas creativos cuyo trabajo consiste simplemente, según decía Henry James, en ser personas «en las que nada se pierde». Obligados por su profesión a prestar atención, tenían la habilidad y el talento, si éramos capaces de animarlas, de animar a otros, gracias a su dominio del lenguaje y a su vista para contar el detalle, para que a su vez animaran a la gente a dejar de mirar para otro lado, a adoptar una mirada distinta, y tal vez a ver algo que c

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