Pájaros en la boca y otros cuentos

Samanta Schweblin

Fragmento

cap-1

IRMAN

Oliver manejaba. Yo tenía tanta sed que empezaba a sentirme mareado. El parador que encontramos estaba vacío. Era un bar amplio, como todo en el campo. Las mesas estaban llenas de migas y de botellas y parecía que un batallón hubiera almorzado hace un momento y todavía no hubieran hecho tiempo a limpiar. Elegimos un lugar junto a la ventana, cerca de un ventilador encendido del que no llegaban noticias. Necesitaba tomar algo con urgencia, se lo dije a Oliver. Él sacó un menú de otra mesa y leyó en voz alta las opciones que le parecieron interesantes. Un hombre apareció atrás de la cortina de plástico. Era muy petiso. Tenía un delantal atado a la cintura y un trapo rejilla oscuro de mugre le colgaba del brazo. Aunque parecía el mozo, se lo veía desorientado, daba la sensación de que alguien lo hubiera puesto ahí repentinamente y ahora él no supiera muy bien qué debía hacer. Caminó hasta nosotros. Saludamos; él asintió. Oliver pidió las bebidas y le hizo un chiste sobre el calor, pero no logró que el tipo abriera la boca. Pensé que si elegíamos algo sencillo le hacíamos un favor, así que le pregunté si había algún plato del día, algo fresco y rápido, y él dijo que sí y se retiró, como si algo fresco y rápido fuese una opción del menú y no hubiese nada más que decir. Regresó a la cocina y vimos su cabeza aparecer y desaparecer en las ventanas que daban al mostrador. Miré a Oliver, sonreía; yo tenía demasiada sed para reírme. Pasó un rato, mucho más tiempo del que lleva elegir dos botellas frías de cualquier cosa y traerlas hasta la mesa, y al fin otra vez el hombre apareció. No traía nada, ni un vaso. Me sentí pésimo, pensé que si no tomaba algo ya mismo iba a volverme loco, ¿y qué le pasaba al tipo? ¿Cuál era la duda? Se paró junto a la mesa. Tenía gotas en la frente y aureolas en la remera, bajo las axilas. Hizo un gesto con la mano, confuso, como si fuera a dar alguna explicación, pero se interrumpió. Le pregunté qué pasaba, supongo que en un tono un poco violento. Entonces se volvió hacia la cocina, y después, esquivo, dijo:

—Es que no llego a la heladera.

Miré a Oliver. Oliver no pudo contener la risa y eso me puso de peor humor.

—¿Cómo que no llega a la heladera? ¿Y cómo mierda atiende a la gente?

—Es que… —se limpió la frente con el trapo. El tipo era un desastre— mi mujer es la que agarra las cosas de la heladera.

—¿Y…? —tuve ganas de pegarle.

—Que está en el piso. Se cayó y está…

—¿Cómo que en el piso? —lo interrumpió Oliver.

—Y, no sé. No sé —repitió levantando los hombros, las palmas de las manos hacia arriba.

—¿Dónde está? —dijo Oliver.

El tipo señaló la cocina. Yo solo quería algo fresco y ver a Oliver incorporarse acabó con todas mis esperanzas.

—¿Dónde? —volvió a preguntar Oliver.

El tipo señaló otra vez la cocina y Oliver se alejó en esa dirección, volviéndose una que otra vez hacia nosotros, como desconfiando. Fue extraño verlo desaparecer detrás de la cortina, quedarme solo, frente a frente con semejante imbécil.

Tuve que esquivarlo para poder pasar cuando Oliver me llamó desde la otra punta. Caminé despacio porque preví que algo estaba pasando. Corrí la cortina y me asomé. La cocina era chica y estaba repleta de cacerolas, sartenes, platos y cosas apiladas sobre estanterías o colgadas. Tirada en el suelo, a unos metros de la pared, la mujer parecía una bestia marina dejada por la marea. Aferraba en la mano izquierda un cucharón de plástico. La heladera colgaba más arriba, a la altura de las alacenas. Era una de esas heladeras de quiosco, de puertas transparentes que van sobre el piso y se abren desde arriba, solo que esta había sido ridículamente amurada a la pared con ménsulas, siguiendo la línea de las alacenas y con las puertas hacia el frente. Oliver me miraba.

—Bueno —le dije—, ya viniste hasta acá, ahora hacé algo.

Escuché que la cortina de plástico se movía y el hombre se paró junto a mí. Era mucho más petiso de lo que parecía. Creo que yo casi le llevaba tres cabezas. Oliver se había agachado junto al cuerpo pero no se animaba a tocarlo. Pensé que la gorda podía despertarse en cualquier momento y ponerse a gritar. Le corrió los pelos de la cara. Tenía los ojos cerrados.

—Ayúdenme a darla vuelta —dijo Oliver.

El tipo ni pestañeó. Me acerqué y me agaché del otro lado, pero apenas pudimos moverla.

—¿No va a ayudar? —le pregunté.

—Me da impresión —dijo el desgraciado—, está muerta.

Soltamos inmediatamente a la gorda y nos quedamos mirándola.

—¿Cómo que muerta? ¿Por qué no dijo que estaba muerta?

—No estoy seguro, me da la impresión.

—Dijo que «le da impresión» —dijo Oliver—, no que «le da la impresión».

—Me da impresión que me dé la impresión.

Oliver me miró, su cara decía algo así como «Yo a este lo cago a trompadas».

Me agaché y busqué el pulso en la mano del cucharón. Cuando Oliver se cansó de esperarme puso sus dedos frente a la nariz y la boca de la mujer y dijo:

—Esta está muertísima. Vámonos.

Y entonces sí, el tipo se desesperó.

—¿Cómo irse? No, por favor. No puedo solo con ella.

Oliver abrió la heladera, sacó dos gaseosas, me dio una y salió de la cocina puteando. Lo seguí. Abrí mi botella y creí que el pico no iba a llegar nunca a mi boca. Me había olvidado de la sed que tenía.

—¿Y? ¿Qué te parece? —dijo Oliver. Respiré aliviado. De pronto me sentí con diez años menos y de mejor humor—, ¿se cayó o la bajó?

Todavía estábamos cerca del tipo y Oliver no bajaba la voz.

—No creo que haya sido él —dije en voz baja—, la necesita para llegar a la heladera, ¿o no?

—Llega solo…

—¿Realmente creés que la mató?

—Puede usar una escalera, subirse a la mesa, tiene cincuenta sillas de bar… —dijo señalando alrededor.

Me pareció que hablaba alto a propósito así que bajé más la voz:

—Quizá sí es un pobre tipo, uno realmente estúpido, y ahora se queda solo con la gorda muerta en la cocina.

—¿Querés que lo adoptemos? Lo cargamos atrás y lo soltamos cuando llegamos.

Tomé unos tragos más. El infeliz estaba parado frente a la gorda y sostenía en el aire un banco, sin saber muy bien dónde ponerlo. Oliver me hizo una seña para que saliéramos. En la sala nos metimos detrás del mostrador y, desde las ventanas que daban a la cocina, lo vimos dejar el banco a un lado, tomar un brazo de la gorda y empezar a tirar. No pudo moverla ni un centímetro. Descansó unos segundos y volvió a intentarlo. Probó apoyar el banco sobre una de las piernas, una de las patas tocando la rodilla. Se subió y se estiró lo más que pudo hacia la heladera. Ahora que le daba la altura, el banco estaba demasiado lejos. Cuando giró hacia nosotros para bajar, nos escondimos y nos quedamos sentados en el suelo, contra la pared. Me sorprendió que no hubiera nada en el bajomesada del mostrador. Sí arriba en la repisa, y más arriba las coperas y las alacenas también estaban repletas, pero nada a la altura de nuestros ojos. Lo escuchamos mover el banco. Suspirar. Hubo silencio y esperamos. De

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