Los jardines perdidos

Inez Corbi

Fragmento

1. Lexi

1

Lexi

Saint Austell, Cornualles, finales de febrero

Lo primero que le llamó la atención aquel domingo al bajarse del tren fue el olor. A pescado y a sal, nada que ver con Londres. Lo segundo fueron las palmeras. Sabía que, debido a la cálida corriente del Golfo, en aquel rincón del sur de Inglaterra crecían palmeras. Pero una cosa era saberlo y otra verlas de verdad.

Sin embargo, ese día el tiempo no estaba en consonancia con ellas. Un fuerte viento agitaba las palmas, al tiempo que azotaba la cara de Lexi con finas gotitas de lluvia y le sacaba el pelo de la capucha; dos gaviotas chillaban en el cielo, volando en círculos. La chica se peleaba con su equipaje, maldiciendo la gran maleta que tenía una rueda atascada. Además, la pesada bolsa de viaje amenazaba con resbalársele del hombro. Decidió detenerse un momento y mirar alrededor.

A la fachada de madera de la estación se le descascarillaba la pintura blanca. En el andén había unos cuantos macetones rojos y cuadrados con más palmeras.

Era la única viajera que se había apeado allí. Por un momento la asaltaron las dudas. ¿De verdad era buena idea quedarse en aquel lugar? Echó un rápido vistazo al andén y luego miró tras de sí, como solía hacer en los últimos tiempos. No, allí no había nadie más. O sí: un hombre con gorra que avanzaba hacia ella con parsimonia. Lexi caminó en su dirección.

—¿Señor Woods? —preguntó cuando se encontraron.

El hombre (mayor, de rostro agradable y con una gorra de cuadros) asintió:

—Ese soy yo. ¿Y usted es la señorita...?

«Andrews», casi se le escapó como un reflejo. «Emilia Andrews».

Pero carraspeó y repuso:

—Davies. Pero puede llamarme Lexi.

—Muy bien. Yo soy Edwin. Edwin Woods.

—Espero que no lleve mucho rato esperando, señor Woods.

—Prefiero Edwin. —Al sonreír, su ancho rostro se cubrió de múltiples arruguitas. Señaló el reloj de la estación, que marcaba poco más de las dos de la tarde, y dijo algo con un acento de Cornualles tan marcado que ella no logró entenderlo.

—¿Cómo dice?

—Que ha llegado casi puntual —repitió, y echó mano a la maleta—. Deme eso. Tengo el coche ahí enfrente.

El vehículo del señor Woods (mejor dicho, de Edwin) era un viejo Ford verde oscuro con el costado izquierdo lleno de arañazos. O el hombre era un mal conductor, o tenía que apartarse a menudo hacia las zarzas. Y eso tampoco resultaba muy tranquilizador.

Al sentarse a su lado se le hizo un nudo en la garganta. Se hallaba sola con un desconocido. Sintió el impulso de bajarse, pero se sobrepuso. Su problema no eran los desconocidos. Y Edwin Woods no parecía más peligroso que un osito de peluche.

A pesar de todo abrazó el bolso y, disimuladamente, lo palpó por fuera buscando el bote de aerosol. Comprobar que llevaba el espray de pimienta la tranquilizó.

Edwin encendió el contacto. El motor emitió un rugido malhumorado y después arrancó vacilante.

—Ha sido muy amable al venir a recogerme —consiguió decir Lexi.

—No es nada, no estamos lejos. Y nadie debería andar por la calle con este tiempo.

—¿Lleva muchos días lloviendo? —En realidad no tenía ganas de conversación, pero hablar la distraía del miedo.

—Pues sí, febrero ha estado bien pasado por agua —contestó él, aceptando la charla de buen grado—. Pero marzo ya asoma, y seguro que el tiempo mejorará.

La lluvia seguía cayendo y el cielo mate presentaba un color gris sucio. Atravesaron Saint Allen, giraron a la derecha en una gasolinera y enfilaron una carretera casi totalmente recta. Al poco de abandonar la localidad el paisaje se volvió más verde y más campestre.

La calefacción cumplía su cometido mientras los limpiaparabrisas se afanaban entre chirridos para apartar la lluvia, que caía cada vez más fuerte. El vehículo se caldeó deprisa y Lexi sintió que su tensión disminuía un poco. Pero solo un poco. No debía bajar la guardia.

Los arbustos que flanqueaban la carretera primero se hicieron más altos y luego desaparecieron, dejando a la vista un paisaje de onduladas praderas donde pastaban ovejas de cabeza negra, nada molestas por la lluvia. Lexi distinguió yemas nuevas en muchos árboles, y en un jardín florecía ya un magnolio.

Al cabo de un rato, Edwin giró a la derecha para tomar una carreterita, poco más que un camino rural, y entonces Lexi comprendió de dónde provenían los arañazos del coche. La carreterita se estrechaba y los arbustos de ambos lados eran cada vez más altos. El hombre redujo la velocidad antes de tomar una curva sin visibilidad. Acababan de dejarla atrás cuando, de pronto, apareció otro vehículo de frente. Un tractor casi tan ancho como el propio camino. A Lexi se le cortó la respiración, pero Edwin frenó con mucha calma, metió la marcha atrás, regresó a la curva y, una vez allí, se arrimó a un diminuto arcén. Al hacerlo rozó las espinosas zarzas, que arañaron la pintura con un chirrido. Cuando el tractor pasó a su lado, el conductor hizo un gesto con la cabeza y Edwin lo saludó con la mano. Después retomaron la marcha.

Aquello era Inglaterra, pero parecía otro planeta.

Woods Lodge era más bonita en la realidad que en las fotos de internet: una solitaria casa de campo de estilo regencia al final de un camino rural, rodeada de un gran terreno con altos árboles. Por la fachada de piedra gris de aquel edificio como de cuento de hadas trepaba una glicinia, y la bonita puerta lucía una ventanita con cuarterones y cristales azules.

Había dejado de llover. Lexi se bajó del coche y al instante se quedó paralizada, al ver un perro mestizo con manchas que salía disparado hacia ella moviendo el rabo. En la página web no ponía nada de perros.

—Este es Watson —dijo Edwin a modo de presentación—. No hace nada.

Ella se esforzó por sonreír e intentó apartar al animal disimuladamente.

—¿Y eso lo sabe él?

No tenía mucha gracia, pero el rostro del hombre se cubrió de alegres arruguitas.

—Es muy manso y encantador con los huéspedes. Hasta hace poco teníamos otro, Holmes, pero murió. Watson, ¡quieto! —El perro se tumbó, golpeando la grava con la cola—. Ya lo ve: bueno como un corderito.

—Si usted lo dice... —Lexi se disponía a sacar su equipaje cuando resonó un chillido que la sobresaltó.

—Y ese es Chester —explicó tranquilamente el hombre—. Con él sí debe andarse con ojo, no le gusta que nadie se acerque demasiado a sus damas.

—¿Sus damas?

—Las gallinas. Chester es el gallo y defiende el harén con todas sus fuerzas.

—¡Bienvenida! —exclamó alguien en ese momento. Lexi se dio la vuelta.

Una mujer mayor con el pelo corto y un peinado muy moderno salió del invernadero blanco que había adosado a la casa.

—Soy

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