Contenido
Portada
Dedicatoria
Lema
I. EL BORDE DENTADO
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II. EL CAMINO PEDREGOSO
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III. EL GATITO EN EL RINCÓN
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IV. FIGURACIONES DE UN JOVEN
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V. LOS PLATOS ROTOS
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VI. EL CAJÓN SECRETO
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VII. LA VALLA EN ZIGZAG
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VIII. LA RAPOSA Y LOS GANSOS
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IX. CORAZONES Y MOLLEJAS
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X. LA DAMA DEL LAGO
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XI. ÁRBOLES CAÍDOS
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XII. EL TEMPLO DE SALOMÓN
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XIII. LA CAJA DE PANDORA
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XIV. LA LETRA X
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XV. EL ÁRBOL DEL PARAÍSO
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Epílogo de la autora
Agradecimientos
Créditos
A Graeme y Jess
No importa lo que haya ocurrido durante estos años, Dios sabe que soy sincero cuando digo que mentís.
WILLIAM MORRIS,
La defensa de Ginebra y otros poemas
Para mí no hay tribunal.
EMILY DICKINSON,
Cartas
No puedo decirte qué es la luz, pero sí puedo decirte qué no es. [...] ¿Cuál es el motivo de la luz? ¿Qué es la luz?
EUGÈNE MARAIS,
El alma de la hormiga blanca
I
EL BORDE DENTADO
En el momento de mi visita sólo había cuarenta mujeres en el penal. Eso dice mucho en favor de la formación moral del sexo más débil. El principal objetivo de mi visita al departamento era ver a la célebre asesina Grace Marks, de la que no sólo había oído hablar en los periódicos, sino también por boca del caballero que la defendió en su juicio y cuyo hábil alegato la salvó de la horca en la que su desventurado cómplice terminó su carrera delictiva.
SUSANNA MOODIE,
Life in the Clearings, 1853
Ven a ver
las verdaderas flores
de este doloroso mundo.
BASHO
1
En la grava crecen peonías. Brotan entre los sueltos guijarros grises, sus capullos otean el aire como si fueran ojos de caracoles, y después se hinchan y se abren hasta convertirse en unas flores grandes de color rojo oscuro, tan brillantes y relucientes como el raso. Finalmente estallan y caen al suelo.
En el instante que precede a su desintegración son como las peonías del jardín delantero de la casa del señor Kinnear, sólo que aquéllas eran de color blanco. Nancy las estaba cortando. Lucía un vestido de tono pálido, con un dibujo de capullos rosados y falda de triple volante, se cubría la cabeza con una cofia de paja que le ocultaba el rostro. Llevaba una cesta plana para poner las flores y se inclinaba desde las caderas como una señora, manteniendo el talle erguido. Al oírnos, se volvió a mirarnos y se llevó la mano a la garganta como si se hubiera sobresaltado.
Agacho la cabeza mientras camino siguiendo el ritmo de mis compañeras que, con la vista fija en el suelo, recorren en silencio, de dos en dos, el perímetro del patio dentro del cuadrado que forman los altos muros de piedra. Cruzo las manos delante; las tengo agrietadas y con los nudillos enrojecidos. No recuerdo ni una sola vez en mi vida en que no las haya tenido así. Las punteras de mis zapatos asoman y se esconden por debajo del dobladillo de la falda, azul y blanco, azul y blanco, mientras las suelas hacen crujir la tierra del sendero. Esos zapatos se me ajustan mejor que ningún otro par que haya tenido.
Estamos en el año 1851. En mi próximo aniversario cumpliré veinticuatro años. Llevo encerrada aquí desde los dieciséis. Soy una reclusa modélica y no causo problemas. Eso es lo que dice la esposa del alcaide, yo misma lo he oído. Escuchar sin que lo adviertan se me da muy bien. Si me comporto y no rechisto puede que al final me dejen salir, pero no es fácil portarse bien y no rechistar, es como quedarse agarrada al borde de un puente después de caer al vacío; parece que no te mueves, que simplemente estás allí colgada, pero tienes que emplear toda tu fuerza.
Contemplo las peonías con el rabillo del ojo. Sé que no tendría que haber ninguna; estamos en abril y las peonías no florecen en abril. Ahora hay tres más que han brotado en el camino justo delante de mí. Alargo furtivamente la mano para tocar una de ellas. Es seca al tacto y me doy cuenta de que está hecha de tela.
Después veo allí delante a Nancy, de rodillas, con el cabello alborotado y la sangre bajándole hacia los ojos. Lleva alrededor del cuello un pañuelo de algodón estampado con flores azules, arañuelas las llaman; es mío. Levanta el rostro; extiende las manos hacia mí implorando compasión; en los lóbulos de las orejas luce los aretes de oro que yo le envidiaba, pero que ahora ya no le envidio. Nancy se los puede quedar, pues esta vez todo será distinto, esta vez yo correré en su auxilio, la levantaré del suelo y le secaré la sangre con mi falda, rasgaré mi enagua para hacer una venda y nada de todo eso habrá ocurrido. El señor Kinnear regresará a casa por la tarde; lo veremos acercarse cabalgando por la avenida de la entrada; McDermott se hará cargo de su caballo, él entrará en el salón y yo le prepararé el café y Nancy se lo servirá en una bandeja tal como a ella le gusta servirlo y él dirá: qué café tan bueno, y por la noche saldrán las luciérnagas en el huerto y sonará música a la luz de la lámpara. Jamie Walsh. El chico de la flauta.
Ya casi he llegado junto a Nancy, al lugar