Ojos que no ven

Carmen Gloria López

Fragmento

PRÓLOGO

PRÓLOGO

¿Qué debo hacer con un ala atrapada,

que no me deja volar?

He estado callada demasiado tiempo

pero nunca olvido la melodía,

porque cada momento cuchicheo.

Las canciones de mi corazón

que me recuerdan el

día que voy a romper la jaula.

Volar de esta soledad

y cantar con melancolía.

No soy un débil álamo

que cualquier viento va a sacudir.

Soy una mujer afgana,

así que solo tiene sentido gemir.

NADIA ANJUMAN (Herat, 1980-2005).1

Hace una semana leí en el Wall Street Journal que por primera vez en la historia ingresaron más mujeres que hombres al MBA de Wharton, una de las escuelas de negocios más prestigiosas del mundo. Y ahora escribo este prólogo en el minuto en que los talibanes han recobrado el control de Kabul y, por lo tanto, de Afganistán. Hoy el vocero de los talibanes anuncia que lo que podrán o no podrán hacer las mujeres será decidido por el gobierno en formación y se ajustará a lo que autoriza la sharía o ley islámica. En su anterior régimen, los talibanes prohibieron a las mujeres la educación escolar y universitaria, caminar solas por la calle, trabajar —con escasas excepciones— y maquillarse, entre otras barbaridades. Las redes sociales hierven y en medio de la indignación varias recuerdan una frase de Simone de Beauvoir: «No olvides jamás que bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres vuelvan a ser cuestionados. Estos derechos nunca se dan por adquiridos. Deberán permanecer vigilantes toda su vida».

¿Por qué tenemos que permanecer vigilantes? ¿Por qué, sin haber sido jamás una minoría, las mujeres hemos vivido sometidas al poder masculino gran parte de la historia? ¿Cómo pudo pasar esto? ¿Es inherente a nuestra naturaleza? ¿Sobre qué pilares se afirma con tanta fuerza la cultura patriarcal?

Estas preguntas motivaron las reflexiones de este libro, mi búsqueda de evidencia, y han sido parte de una obsesión personal que comenzó hace cincuenta años con una simple pregunta: ¿Por qué las niñas tienen que poner la mesa?, y siguió con un sinnúmero de interrogantes: ¿Por qué no se habla de masturbación femenina? ¿Por qué mi virginidad es un valor y no la de ellos? ¿Por qué en las fotografías de autoridades somos excepciones? ¿Por qué cuando hablo en una reunión un hombre me explica o repite lo que acabo de decir? ¿Por qué debo esconder mi deseo sexual por ser mujer? ¿Por qué el reconocimiento facial de nuestros celulares falla en el caso de las mujeres más que en el de los hombres?

Por supuesto, no soy la primera ni seré la última que tenga que hacerse estas preguntas: «¿Por qué bebían vino los hombres y agua las mujeres? ¿Por qué era uno de los sexos próspero y el otro pobre? ¿Qué efectos tiene esa pobreza en la ficción? ¿Cuáles son las condiciones necesarias para la creación de obras de arte?», esas eran algunas de las preguntas que hace Virginia Woolf en su libro Un cuarto propio. Por qué —se preguntaba esta destacada escritora inglesa— «los hombres han tenido siempre poder, influencia, riqueza y fama, mientras las mujeres no han tenido otra cosa que niños». En su clásico ensayo, planteaba que tener un sueldo y un cuarto privado eran esenciales para que surgiera el Shakespeare femenino. Era 1929. Hemos avanzado, pero aún sorprende cuánto falta para que nuestro sexo no determine nuestros derechos o, como decía Mary Beard en una entrevista que le hice para Puerto de Ideas: al menos para que nos tomen en serio.

Busco razones para entender por qué permanecen los sesgos, más allá de la igualdad legal. Mi búsqueda es una especie de zapping —¿«escroleo», navegación?— que incluye el análisis de diversos mensajes masivos que nos rodean: los cuentos que me contaron de niña, los comerciales con que me bombardearon, lo que veo en las redes sociales hoy, lo que otros ya han medido y estudiado.

He sido una mujer privilegiada en un país latinoamericano. Digo esto porque nací y crecí en Chile, tuve acceso a educación escolar y universitaria, mi carrera profesional me permitió tener independencia económica, he tenido espacios para expresar públicamente mis puntos de vista y sé que eso me ubica como observadora en un lugar particular, pero he descubierto que he sido expuesta a mensajes que atraviesan capas sociales y lugares geográficos a través de templos, televisores y radios. Desde donde se mire, tenemos en común haber sido alimentadas/os por historias parecidas, algunas de origen ancestral, otras muy modernas, coherentes en el hecho de repetir de distintas formas un orden de subordinación.

La opresión de lo femenino utilizó el mecanismo más eficaz de sometimiento: una historia. Un cuento reiterado intensa y majaderamente. Una realidad imaginaria sobre lo que debemos ser las mujeres y los hombres y que nos organizó por bastante tiempo. En el capítulo dos recuerdo ese pasado que nos condena. Partes de esta narrativa tiene un origen biológico-evolutivo, pero su ordenamiento ha ido más allá. Mucho más allá. Y aún no podemos liberarnos de esta historia. Sigue presente como el zumbido que solo percibes cuando cesa.

En 1970, Germaine Greer, la escritora australiana considerada un ícono del movimiento feminista radical, le llamó a este proceso la castración de la mujer. En su libro La mujer eunuco, dice que la sociedad valora en ellas algo parecido a lo que valora en los eunucos: la subordinación, la falta de deseo sexual y que seamos atentas, agradables y pacientes. Ya en esa época, Greer veía en los mensajes mediáticos el fomento constante de ese tipo de personaje femenino. La ambición y la confianza eran intolerables en una mujer2. ¿Lo siguen siendo? ¿Por qué?

Es cierto que durante el siglo XX —sí, recién luego de siete mil años de las primeras organizaciones humanas— conseguimos en algunas latitudes el derecho a voto, a trabajar sin necesitar autorización del marido, a poder denunciar a la pareja si nos golpea, a postular a cargos públicos, a estudiar en las universidades, a conducir vehículos motorizados (derecho otorgado a las mujeres de Arabia Saudita recién en 2019), a administrar nuestros bienes, a casarnos cuando quisiéramos y a divorciarnos igual que ellos, a que el femicidio sea considerado un delito con mayores sanciones que las habituales, a poder acusar de violación incluso al cónyuge si nos fuerza a tener sexo (este último y otros aún no son derechos a nivel mundial).

¿A qué debiéramos permanecer vigilantes, como diría Simone de Beauvoir, y por qué? A nuestras cegueras parciales que actúan sin que lo notemos sobre nuestras decisiones. Pocos afirmarían hoy en una sobremesa que están en desacuerdo con la igualdad de los sexos, pero aún asumimos inconscientemente —incluidas muchas mujeres— que somos nosot

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