El yacimiento

Luis Montero Manglano

Fragmento

Preludio. Testimonio de Jared Ortiz

Preludio

Testimonio de Jared Ortiz

Abril de 2015

Lo que le voy a contar no lo ha sabido nadie hasta ahora.

No sé por qué me lo he guardado para mí todo este tiempo. Supongo que tenía miedo de que pensaran que estaba loco o que me lo estaba inventando. La gente a veces puede ser muy capulla, ¿sabe a lo que me refiero?

Lo he pasado bastante mal estos últimos años. Con todas esas vistas y comisiones en las que tuve que declarar... Sentía como si todo el universo susurrase a mis espaldas. Mi foto salió incluso en un artículo del periódico: allí estaba yo, con mi peor cara de «¿Este es el tipo que le ha costado millones de dólares a la Fuerza Aérea de los Estados Unidos?». Parecía un auténtico gilipollas.

Por suerte al final todo pasó. Es curioso cómo las cosas se acaban olvidando tarde o temprano, ¿no cree? Un día eres el centro del mundo y al siguiente nadie te recuerda. Por supuesto que no salí de aquello sin algún rasguño. Tuve que dejar la fuerza aérea porque la presión para que me largara se hizo insoportable. Bien, lo hice, y no me arrepiento. Ahora tengo un buen trabajo y las cosas no me van mal del todo.

Sí, a veces me cuesta un poco dormir por las noches. Pero eso también acabará pasando. Supongo.

En fin, en lo que a mí respecta, el tema ya es viejo. Por eso no tengo inconveniente en contar las cosas tal y como fueron, incluso aquello que no dije en su momento.

En 2002 yo era sargento del Mando de Operaciones Especiales de la Fuerza Aérea en Afganistán. A nosotros no nos llevaron allí para construir huertos de patatas ni para repartir banderitas y chocolatinas. Fuimos a reventar a los malos, porque cuando el Tío Sam quiere repartir hostias, me refiero a hostias de verdad, nos llaman a nosotros.

Mi unidad llegó al teatro de operaciones en noviembre. Estábamos en la base aérea de Bagram, a unos cincuenta kilómetros al norte de Kabul. Allí, en invierno, hace un frío de tres pares de cojones; le puedo asegurar que no se parece en nada al clima de Yuma, Arizona, donde yo me crie. Las temperaturas a menudo descienden a bajo cero y cuando se pone a nevar eso parece el Polo Norte. Los afganos dicen que en Kabul la nieve es más valiosa que el oro. Tiene sentido, porque cuando llega el deshielo es la principal fuente de agua durante el verano y la primavera, cuando apenas llueve.

Dentro de mi equipo yo era el JTAC, controlador de ataque terminal conjunto. Por decirlo de forma simple, mi trabajo era dirigir las bombas a su destino, ¿comprende? Realizamos lo que se conoce como CAS o apoyo aéreo cercano.

La nuestra es una labor de combate, muy jodida... Por ejemplo: imagine que trasladamos un convoy del punto A al B, ¿me sigue? Si un grupo de talibanes ocultos en un peñasco empiezan a tirarnos pepinazos, se necesita que venga un avión a bombardearlos para proteger el convoy. Ahí es donde interviene un JTAC. Nosotros, los JTAC, sacamos nuestra radio, localizamos el objetivo, controlamos dónde está toda nuestra gente y solicitamos apoyo aéreo. Una vez que llega el avión, elegimos el armamento, le indicamos al piloto dónde se encuentra el objetivo y damos autorización para disparar. Si lo hacemos bien, entonces bye, bye, Mohammed... Pero si la cagamos, se corre el riesgo de que el avión nos bombardee a nosotros o que reviente un colegio, un convento de monjas, una congregación de cuáqueros o cualquier otra cosa por el estilo, ¿entiende? Hay que tener nervios de amianto para ser JTAC. Si no me cree, pregúntele a un controlador aéreo de cualquier aeropuerto del mundo qué le parecería hacer su trabajo mientras un millón de balas le pasan a centímetros de la oreja.

El 9 de enero de 2003 fui asignado para acompañar a un equipo de operaciones especiales que tenía como misión explorar un área de terreno que se encontraba entre Kabul y Jalalabad. Un par de días antes una compañía del ejército afgano había desaparecido mientras patrullaba esa zona. Nuestros oficiales tenían miedo de que algún señor de la guerra local se hubiera hecho fuerte allí sin que nosotros nos hubiéramos percatado de ello. Así que nos mandaron investigar.

Si mira usted un mapa de Afganistán verá que, más o menos, a medio camino entre Kabul y Jalalabad hay una zona montañosa por donde transcurre la cordillera del Hindú Kush, un macizo endiablado y traicionero.

Allí, hacia el sur, a unos cien kilómetros de Kabul, hay un grupo de picos que se disponen alrededor de un valle formando un cráter. Cuando uno lo ve en un mapa, parece como si Dios hubiera arrojado una piedra gigante en medio de las montañas dejando un profundo boquete. La cordillera que forman esas montañas se conoce como Mahastún. Recuerdo bien el nombre. En persa significa «el pedestal de la luna». El valle que hay en medio no estoy seguro de cómo se llamaba, el nombre no aparecía en los mapas.

Fue cerca de esas montañas donde fuimos a buscar a aquella compañía afgana desaparecida.

Solicitamos a la base de Bagram que estuviera listo un apoyo aéreo por si había problemas. Mi misión como JTAC era avisar a dicho apoyo llegado el caso. En Bagram pusieron a punto un par de Thunderbolt II, aviones A-10 monoplaza que se fabrican específicamente para misiones de ataque a suelo. Cada uno de ellos tiene un cañón rotativo GAU-8/A Avenger... Básicamente es un pepino de la hostia que dispara munición endurecida con uranio empobrecido. Con eso podías convertir cualquier cosa que se moviera en un agujero humeante. Cada unidad cuesta unos doce millones de dólares. Y yo era el responsable de que no sufrieran el menor rasguño.

Mi compañía salió al amanecer. Hacía mucho frío, unos cuatro o cinco grados, pero el cielo estaba despejado, sin una nube. O, como decimos en la fuerza aérea, CAVOK.

De pronto, a unos diez kilómetros del Mahastún, recibimos una primera descarga de fuego enemigo. Nos desplegamos adoptando una disposición defensiva y yo utilicé mi radio encriptada para solicitar el apoyo aéreo. Íbamos a meterles a esos cabrones una buena dosis de uranio empobrecido por el culo.

Localizamos el origen del fuego enemigo en una ladera a unos tres kilómetros de nuestra posición. Los cabrones nos lanzaban RPG y disponían de al menos dos Dragunov, pero, por suerte, sus francotiradores no parecían muy eficaces. Por la radio escuché a Playboy 1-1, el líder de una formación de dos Thunderbolt II que venían al rescate. Me pedía autentificación y que le guiara hacia el objetivo. Eso significaba que la caballería estaba a punto de llegar.

Patsy Hoare. Teniente Patsy Hoare. Ese era el nombre civil de la piloto de Playboy 1-1.

Separé los dos aviones por alturas. Decidí que el líder, Playboy 1-1, fuese el primero en atacar mientras usaba al segundo avión para reconocer la zona, por si esos cabrones tenían alguna sorpresa guardada. Le pasé el nueve líneas a Playboy 1-1 y le marcamos el objetivo mediante láser. Todo parecía ir bien hasta que, de pronto, recibí un aviso d

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