Conjeturas sobre la memoria de mi tribu

José Donoso

Fragmento

Hace quince días terminé mi nueva novela, Donde van a morir los elefantes: comprobé una vez más que ciertos textos tienen mayor envergadura, poseen más fuerza y presencia que el escritor que pretende haberlos creado. Había iniciado esta novela con un esquema que me creí capaz de despachar en doscientas páginas. Pero el relato, indómito, exuberante, díscolo, se me fue saliendo alegremente de madre, y al final, acezante, completé seiscientas páginas que no comprendo de dónde fueron apareciendo. Resulta difícil pensar que todo este enigmático material no me haya acechado desde siempre, escondido en los pliegues de un texto-previo-al-texto inscrito en el silencio en mi ADN antes de que yo naciera. Un tiránico pie forzado, una simiente remota de lo que muchos avatares más tarde se manifestaría como el espacio y el tiempo de lo que estoy escribiendo: mi modo de sentir, de imaginar, me viene de muy atrás, y ahora estas «memorias» son la ocasión propicia para utilizar esos antiguos instrumentos.

Por los días en que entregué el manuscrito de Donde van a morir los elefantes, una buena amiga, aunque de sensibilidad algo roma, me preguntó con la mejor intención del mundo si se trataba de mi «testamento literario». Contesté con un airado «¡no!». Su pregunta consumió mi pobre remanente de tranquilidad en una llamarada de protesta, ya que hacia el final de la escritura de un libro suelo sentir un trueno en el sismógrafo que oscila con mi habitual temor ante el término de un texto. ¿Por qué esta sensación de catástrofe para mi salud cuando entrego una novela? ¿Por qué esta sensación de merma del oxígeno de la fantasía, de paseo por los ribetes de la muerte, de carencia, de ser un pobre hombre vulnerable e inerme?

Inmediatamente después de expedirle mi texto a Carmen Balcells, mi ilustre agente literario en Barcelona, para que lo ofreciera como en un remate, sentí el acoso de las preguntas de siempre en el momento de consignar mi carne a las fieras que rugen en el circo de las ediciones y los lectores. Son preguntas que no versan ni sobre la calidad literaria o informativa de mi obra, ni sobre el resultado exitoso o no de lo recién entregado. Son mucho más brumosas estas especulaciones propuestas por mi autoritario texto-previo-al-texto: acertijos sin respuesta, preguntas brutales enclavadas en el centro mismo de todas las preguntas posibles. La amenazante perspectiva de no ver nada si no logro despojarme de ciertos antifaces y máscaras que velan la superficie oceánica de mi inconsciente… ¿Confesiones? ¿Qué voy a confesar, si ni siquiera identifico de quién es la sombra que transita desvelada por el jardín, y que puede o no ser una parte esencial de mi yo fugitivo? ¿Por qué me siento incapaz, vano, huero, torpe, ante las invitaciones a compartir la luz, donde la realidad se muestra accesible para mi inteligencia o mi amor? ¿No es todo otra burla salvaje del controvertido Ser Supremo? Los cucos infantiles, las acusaciones de mi propia ineficacia, reaparecen en el gesto virtual del arco tendido: sé que mi flecha no será flecha verdadera mientras no la haga volar de nuevo y no tenga la certeza de que su puntería hará sangrar el blanco.

¿Qué escribir, entretanto, para echar a volar de nuevo mi flecha? ¿Un ponderado romance filosofante? ¿Un libro de viajes y aventuras infantiles? ¿Una relación de míticas batallas entre onas y yaganes que luchan por apoderarse de una manada de guanacos? ¿Un recorrido por las sensibilidades desolladas —víctimas de aquello que entonces solíamos llamar «la vida»— en los salones de Madrid y Lucca, de Washington y Barcelona, de Buenos Aires y Santiago de Chile, al pie de esta cordillera vertiginosa en cuyas cimas heladas encontraron a un pequeño noble incaico, plácidamente dormido bajo un intacto manto de blancura desde hacía varios siglos?

La verdad es que nada de todo esto me apetecía. Carezco de imaginación histórica, aunque la historia, especialmente la de mi tribu, me apasiona cuando me toca de cerca. Pero ninguno de los temas que me escocían en la punta de los dedos me quemaba la mano entera para que los escribiera. Ansiaba verme, y a los míos, en medio de un fragor que desconozco porque, claro, mi historia personal, mi experiencia, es casi exclusivamente doméstica, jamás épica, y solo los acontecimientos tocados por lo épico son conservados por la memoria en volúmenes empastados en rojo y oro; tanto, que en mi casa, de niño, las cartas y los diarios de otro tiempo me parecían servir solo para embalar la cristalería. Todo lo que me rodeaba se me ocurría carente de arranque y motores propios, sin metabolismos autónomos que estiraran mis sinapsis para ligarme a mundos que no fueran solo domésticos, sino también encarnaciones de los grandes temas que —lo sentí— me dejaban al margen. Quizás a modo de paliativo me convencía de que crecer significa echar mugrones, enterrar papas para cosechar más de lo mismo, solo que reconstituido. Reviví esa vieja ansiedad que me había mantenido sediento durante años y años de espera, hasta que me llegó el momento para cumplir ciertas obsesiones, inabordables mientras no florecía en mí el absurdo lirio morado de la nostalgia. Ahora he cumplido setenta años y cuento con lirios y nostalgia para dar y regalar: estoy seguro de que me ha llegado el momento de revisar y revalorar —reinventándola— mi propia historia y la de los míos, y aceptar todo lo que ella puede tener, y de hecho tiene, de «trucado».

Desde niño aceché, esperando con malsana avidez, la coyuntura propicia para ceder a la tentación de escarbar en mi memoria tribal y reordenar su arquitectura para reconocerme en ella.

Hablé con viejos o los llevé de paseo al parque, abrí los cajones de la niñez para rescatar fotos amarillentas, reactualicé nombres de personas y de caserones donde las ventoleras inflaban los postigos de las habitaciones vacías del invierno, atesoré como detentes ciertos objetos que pertenecieron a algún anciano rengo del que yo me declaré alevín. «¡Pobre! ¡Qué antipático este niño! Casi no es un niño; es un viejo-niño; o un niño-viejo…, ¿por qué no juega con los demás, en vez de andar preguntando cosas tontas y visitando a cuanto viejo encuentra?» Y yo seguía a los ancianos a todas partes, embrujado por su ceceo, por su cojera, por ese aroma tan particular que tienen los que transitan cerca de la muerte… «¿Por qué no juegas conmigo?», me llama mi padre, de seis años, vestido de marinerito blanco, arrastrando un coche de juguete por los senderos del parque de «Odessa», el fundo de su abuelo ya anciano en 1895, que es la fecha de la foto. Pero yo no acudía al llamado; o al de mi madre, que luciendo el amplio escote de un vestido de teatro, en un palco de 1920, me mandaba a jugar con mis primos. Yo no siempre obedecía, prefería quedarme interrogando a alguien, embobado en las barrocas locuras de algún viejo. Era como si estuviera apacentando mis cohortes para después, en una audaz zambullida de buzo en las aguas turbias, hundirme a rescatar unas cuantas piezas originarias, ahora deformadas por las algas y las sales del mundo subacuático donde fueron depositadas por antiquísimos naufragios: yo, con mi formidable instrumental de palabras, era el único capaz de rescatarlas…

Las noches que siguieron a la pregunta de mi amiga sobre mi «testamento literario», no logré dormir ni una pestañeada, ni siquiera con el antifaz de seda negra que reservo para mis noches más indomables. Con la ausencia del sueño se hicieron más urgentes las preguntas: ¿quién, al fin y al cabo, era yo? ¿De dónde había aparecido mi cuerpo? ¿Quién fue el primer dueño de mi mirada, de mis manos diestras con el alfabeto, de mi futuro tal como lo tenía escrito en mi palma? ¿Quién lució la horma alargada de mis pies, mi torso demasiado angosto? ¿Quién la docilidad de mi pelo, de mis orejas un poco móviles? ¿De quién fueron las circunstancias que determinaron la conducta de tantos tatarabuelos desconocidos, y por eso mismo obsesionantes, que me impulsaban a reinventarlos a partir de escasos datos? ¿Qué manías, qué preferencias, qué visiones trajeron los primeros de mi tribu que arribaron a estas pobres costas que al cabo de tantas generaciones he aprendido a llamar «nuestras»? ¿Cómo vivieron? ¿Conocieron el hambre y el frío y los tinglados del poder y los cambullones del dinero? ¿Cómo se defendieron del terror en la despoblada tierra americana? ¿Con el hacha y la lanza, o comprendieron que también se sobrevive por medio de la copla y la vihuela?

Mis desvelos tenían poco que ver con la genealogía, trabajo que me parece más bien insulso. ¿Por qué debían importarme los blasones, por lo demás, si a los doce años yo ya estaba resuelto a adquirir una gloria distinta, de novelista, dedicando mi vida a contar cuentos?

Dos motivos avalan mi derecho a reclamar como propias ciertas justificaciones. En primer lugar, desde el principio acepté las fantasías y los temores característicos de una raza que jamás dudé en llamar «mía»: desde el inicio me di cuenta de que todo consistía en la herencia de una fisura, una pifia que destruía la perfección superficial de toda visión, una fragilidad de la cual nacía el impulso a ser otra cosa, que en mi caso era —como en tantos de la familia de mi madre— la ambición de reencarnarme en escritor. No tuve libertad de elección porque un escritor no elige ni su voz, ni su mundo, ni su protesta, ni su modo de manifestarla; lo que fue creciendo desde mis palabras, pronto lo comprobé, me estaba asignado antes de que yo naciera, atándome a cierto dolor de perfil inconfundible. En mí ese dolor se dio, desde que fui niño, como una conciencia de fisura social, un desorientador menoscabo de quién era yo y quiénes mis padres, lo que destruía mi escasa seguridad sobre el lugar que me correspondía dentro del grupo de los que la suerte me asignó como pares. Quizás por eso estoy escribiendo ahora.

El segundo motivo es más puramente cultural. Desde mis lecturas iniciales me di cuenta de que el dolor causado por la ambigüedad social es uno de los temas que en los novelistas han dado mayores frutos, una de las «fallas geológicas» con pedigree literario más sólido. Genios como Jane Austen, Dostoievski y Trollope, como Stendhal, Victor Hugo, Balzac y Marcel Proust, como Henry James, Oscar Wilde y Virginia Woolf montaron sus temores, sus fantasías, en novelas sobre esta pasión que hoy nos parece tonta, anacrónica, y que no le importa a nadie. Pero de algún modo les sirvió a estos genios para armar sus grandes maquinarias literarias, dándole a esa fisura una validez atemporal y universal. Frente a las potentes fantasías de estos grandes creadores, más de un oligarca chileno puede burlarse, y no sin razón, de que los escritores y sus personajes, e incluso a veces su lenguaje, sean siúticos («¡qué lástima que Balzac haya sido siútico!», he oído quejarse a más de un oligarca made in Chile), seres socialmente ambiguos o desclasados, víctimas del quiero-pero-no-puedo que suele transformarlos en caricaturas. Es la batalla clásica de los que se debaten en esa dolorosa frontera que es conocer el pelo que los separa de lo absurdo. Claro que al desdeñarlos, y desdeñar esa batalla, el oligarca pasa por alto el hecho de que ningún antisiútico escribió Rojo y negro o En busca del tiempo perdido, narraciones llenas de execrables excesos y de fallas del pensamiento cartesiano. No se puede negar, claro, que Tolstói y Turguénev, que Faulkner y Melville, fueron novelistas geniales además de ser consumados aristócratas. Pero Tolstói era un señor feudal de otro continente y otro siglo; Turguénev se marginó haciéndose amante de una Malibran y fue más un parisino que un ruso; Faulkner fue provinciano y Melville, pobre, lo cual les abrió las puertas de la inseguridad, dándoles acceso al aire libre, a la irreverencia de esa pasión que lleva a exponerse al mal gusto de las cosas extremas: muchas de sus novelas suelen ser excesivamente emocionales, recargadas de perifollos o exageradamente intelectualizadas, lo que les da, en el fondo, un aire muy burgués, una solidez muy decimonónica.

No acuden fácilmente a la memoria nombres de grandes novelistas que hayan sido aristócratas absolutos y se sintieran propietarios del talento y la ironía, del contenido y el tono de las ideas y la inteligencia, dictadores de qué es el buen gusto y qué no. En Chile, en cambio, dicen estos efímeros Petronios, no se puede decir «falda» sino que hay que decir «pollera»; jamás «rojo» sino «colorado»; nunca «invitar» sino «convidar», etcétera.

Al pensar en los grandes novelistas, acuden a mi memoria, más bien, los nombres de burgueses inseguros, habitantes de las fronteras entre las clases, titubeando en el límite de lo ridículo: Balzac, gordo y desdentado, se lanzó a la conquista de Mme Hanska blandiendo su bastón de empuñadura de oro con turquesas, causando la risa y la envidia de cuantos lo conocían. O la cohibida figura de Virginia Woolf, que permitió que se le cayeran los calzones cuando lucía un vestido verde de aparato en la recepción de una duquesa. Con razón uno de los mellizos de Grammont me dijo, no sin orgullo, en su casa cerca de París: «Ma grande-mère ne recevait pas Proust», aludiendo a Mme de Grefulle, prototipo de Oriane de Guermantes. ¿Por qué, en realidad, habían de «recibir» al pauvre petit Marcel en ese ambiente de caballos de carrera y de Issotta-Fraschini, donde en una reunión oí afirmar que resultaba mucho más barato tener dos Daimler en vez de uno solo? El novelista oligarca, o que aspira a serlo, tiende a producir una literatura hegemónica, normativa —¡castigo por decir «rojo» en vez de «colorado»!—, propia de un mundo que no debe parecer, por ningún motivo, un mundo amenazado. Suelen ser novelas un poco duras, sin oscilación, divertidas, agudas, inteligentísimas, a veces encantadoras, pero carentes de pathos. No tienen esa visión tentativa que propone al autor como víctima parcial de su propio texto, desgarrado por toda clase de titubeos que son, al fin y al cabo, la esencia misma de toda gran novela. Viajar en primera clase en avión conserva para ellos un prestigio de rastás, algo que desde una óptica contemporánea parece totalmente ingenuo: tiene poco que ver con la comodidad y mucho con su obsesión de categoría.

Todo lo dicho sobre la hegemonía implícita en los escritos de los oligarcas se puede afirmar en forma muy similar sobre la producción novelística de la clase popular. Los obreros son muy conscientes de sus postergados derechos, y trabajan para continuar siendo lo que son en las mejores condiciones posibles. Así sus novelas, generalmente, son metáforas cerradas de su lucha social, tratados doctrinarios, defensivos. Las innumerables novelas de inspiración popular producidas entre los años 1930 y 1960 son casi siempre de calidad más bien discutible. No hablemos, claro, de un James Joyce, el Picasso del lenguaje, cuyas novelas serían lo que son cualquiera sea la clase social de su procedencia. Ni de D. H. Lawrence, que inauguró el mundo del inconsciente. Los novelistas de gran altura —Camus, por ejemplo— jamás pertenecen al pueblo: traicionan a su clase en cuanto se ponen a escribir genialidades.

Los novelistas de origen popular a que me refiero no son tránsfugas que aspiraron a ser lo que no son, ni se sienten obligados a buscarse en un dolor pequeño, particular, sin proyecciones, analítico, culpable, individual. No sufren la desorientación endémica de los que carecen de misión, ni aspiran a revalorizar un mito. Ninguno debió inventar sus códigos, en los que la fisura personal representa la metáfora de una fuerza que tiene misteriosas resonancias, inasibles fuera de lo literario: los obreros están empeñados en su lucha para sobrevivir como clase, y en mejorar esa condición con los resultados de su lucha. No se pueden distraer de ella para remozar sus textos equiparándolos con los grandes textos de la cultura.

Sería ciertamente exagerado afirmar que para convertirse en un novelista de fuste es menester ser siútico, en el sentido chileno que aquí le he dado a esa confusa locución. Sea como sea, me sigue pareciendo imprescindible reconocer que si no se siente inseguridad, inestabilidad, falta de certeza, si la novela no es búsqueda y pregunta, el novelista en ciernes tendría la necesidad de procurarse cualquier laya de marginación. El escritor joven se dará cuenta de que esta bajada a los infiernos tiene un alto costo, siendo necesario liquidar, mediante un resentimiento creador, aparejado con una capacidad de admiración, e incluso de envidia sin límites, todo remanente burlón, fruto de su inseguridad: marginarse, aceptar el papel de víctima o derrotado, traicionar a su clase y, sobre todo, ejercer un ánimo destructor. La novela, más que ninguna otra forma, moviliza a los seres a cumplir la fantasía, rara vez lograda, de ser lo que no son.

Yo desciendo, tanto por la familia de mi padre, que es reprobablemente provinciana, como por la familia de mi madre, que es de origen oscuro, de tribus muy distintas pero que, hasta cierto punto, comparten parecidas fallas geológicas, pese a estar colocadas en las antípodas de la sensibilidad, de la cultura y del poder.

Mi padre pertenece a una vieja raza de latifundistas originada en la Conquista, de la que yo encarno la decimoquinta generación en línea recta desde el primer Donoso llegado a Chile en 1581. En este fin de milenio, la familia ha perdido tierras y posición, aunque hasta hace poco fueron autoritarios «caciques» regionales, una orgullosa estirpe de huasos descendientes de encomenderos y feudatarios, dueños de extensas heredades y señores de múltiples caseríos indígenas. Fueron empobreciendo hasta que al final solo producían personal para el servicio de las casas patronales. Mis abuelos fueron gente de a caballo, señorones provincianos de poncho de vicuña —o de manta de castilla cuando el invierno arreciaba—, espuelas tintineantes y sombrero de ala recta sombreando su mirada azulina, su cutis de loza y sus airosos bigotes blancos. Eran agricultores de la zona central de Chile y carecían de otra ciencia que la de vigilar sus predios, revisando de tanto en tanto los pies de cabra construidos en el caudal del río para impedir que el vecino de más arriba les robara el agua a la que tan antiguo derecho tenían. Vigilaban los grandes terrones de cuarzo salado en horquillas de palo colocadas en el centro de sus potreros para que no le faltara sal al ganado lanar. La mayoría de estos terratenientes eran bastante primitivos, ajenos a los idiomas de la cultura y de las ideas, y al refinamiento importado de Londres, Nueva York, París y Madrid. Siempre hubo excepciones, claro —pienso en el brillo intelectual de mis parientes Donoso Novoa y en su educación alemana, por ejemplo—, pero lo frecuente era que los más avisados abandonaran su zona de origen para huir, apenas fuera posible, a establecerse en ciudades donde la vida tenía mayor variedad que la ofrecida en las tertulias de los parientes Cruz, Vergara, Silva, Letelier, Garcés y Opazo, y sobre todo antes de que las hijas comenzaran a inquietarse en la soledad de los largos inviernos talquinos y tomaran lo que entonces se llamaba «por el camino de en medio». En la casa de mis bisabuelos no se podía dejar de sospechar que tanto soñar con femeniles refinamientos obedecía a malvadas leyendas europeizantes, herejías con las que ellos, criollos de pura cepa, preferían no tener nada que ver.

No eran, eso sí, extraños a las oraciones de las vísperas en la parroquia, ni a jugar, en los crepúsculos de invierno con aroma de sopaipillas en chancaca de Paita, una mano de malilla con el nuevo sotacura, ni al rosario prolongado con interminables cogollos y jaculatorias, ni a las procesiones con anda, ni a las novenas para santos de escasa monta. Pero su beaterío no les impedía tomar parte en las cuecas y el guitarreo de las provisionales chinganas que de la noche a la mañana crecían como la mala hierba en la otra orilla del río Claro para celebrar las Fiestas Patrias. Allí, es de suponer, achispados por la chicha y el vino nuevo, los jóvenes tarambanas fueron engendrando el hato de guachos de su multicolor descendencia. Tengo una regocijada consanguinidad con los Donoso de todos los pelos, diseminados por los campos, los pueblos y las barriadas del país, y casados, o simplemente rejuntados, con toda laya de hembras: la india de largas trenzas negras; la mulata de extremidades rítmicas; la visigoda de ojos azulinos y cabellera de oro, seguida cada una por una tropa de chiquillos patipelados y mestizos que, con el tiempo, se adentraron eficazmente en todas las clases sociales y en todos los oficios. Es a través del apellido compartido que me siento ligado a esta tierra y a esta historia y a esta provincia que apenas conozco pero que, suelo fantasear, es la mía.

¿Es escasa la realidad y mucha mi imaginación relativa a los guachos familiares? No lo creo. Mi tía Berta, bella y elegante, todavía una amazona de paso largo y firme a sus arruinados noventa años, suele recorrer Santiago entero en bus o en metro para visitar a los que quedan de su familia y predicar sus ideas de izquierda. Me cuenta que en una ocasión, cuando vivía en la casa de su padre en Talca, se descompusieron las cañerías de la cocina y fue necesario llamar de urgencia a un gásfiter. Este llegó y ejecutó su trabajo bajo su vigilancia. Ella no dejó de observarlo. Al terminar le pagó, pero después de cerrar la mampara, la tía Berta le preguntó en voz baja a su padre:

—¿Hermano tuyo?

El abuelo tomó un minuto para recapitular y luego respondió con soltura:

—No. Tío.

Rescato de mi memoria infantil, que se va poniendo borrosa, los largos caminos en el polvo de caseríos de adobe y chilcas, los techos coloreando con los choclos puestos al sol para la chuchoca. En primavera el aroma de las higueras lo penetraba todo, y los álamos cambiaban sus cortezas como ofidios preparando su vestuario de seda para los calores, sacudiendo en la brisa sus chascas enredadas en nidales de quintral. Y en medio de las mesas del comedor se disponían, como charcos de sangre ritual, fuentes rebosantes de peumos para que las vírgenes los picotearan entre plato y plato, ejercitándose para estar calladas porque así pescarían marido, ya que solo tienen suerte las mujeres que hablan poco gracias a que de chicas se les enseñó a «cocer peumos» en la boca cerrada.

Con el chirrido de sus ejes de madera, las pocas carretas de ruedas enterizas que iban quedando levantaban tierrales al llegar al pueblo, moliendo bostas secas, avanzando paso a paso cargadas con porotos de la trilla, y cebollas y pimientos de guarda. Y sacos de carbón de espino para alimentar los braseros con que en invierno se intentaba vencer las corrientes de aire que silbaban por esos pasillos donde se perdía una que otra silueta de caballero enlutado, el sombrero sumido sobre la frente para defenderse de los sabañones que le devoraban las orejas y los labios como si fueran tan tiernos como los de una colegiala.

Esta es una visión de los Donoso de otro tiempo, de muchísimo antes de mis años: una visión decimonónica, bucólica y arcaica. Sin embargo, recuerdo muy bien que en mi infancia solía jugar en el esqueleto de un coche-trompa arrumbado en el rincón de una bodega del campo, detrás de sacos de papas y fardos de alfalfa. Mis tías vestían anacrónicos ropones negros o castaños, montando de lado para asistir a las zorreaduras en los secarrales de Santa Elena-Arriba, y mi parentela, después de tantos años, aún comentaba lo incómodo que era cuando, hasta hacía no mucho, el tren llegaba solo a Molina y era necesario apearse y arreglárselas como se pudiera para llegar a Talca: en coche, en cabrita, a caballo o en carreta. En todo caso, la larga sombra de ese mundo agreste era amenazante —no solo por las incomodidades, sino también por las acechanzas del bandolero Ciriaco Contreras, o de los pehuenches que esperaban el paso de los viajeros escondidos en los malignos cerrillos—, y persistió en la forma de mil aventuras soñadas durante mi niñez y mi adolescencia antes de quedarme dormido bajo las pesadas frazadas de la cama. O relatadas alrededor de las largas mesas a la hora de onces, cuando la parentela en verano se reunía para refrescarse con una sandía con harina tostada; en invierno, cuando oscurecía temprano, nos atiborrábamos de picarones alrededor del brasero, sorbiendo el mate cocido en leche con que las sirvientes nos cebaban.

Muchas personas en el extranjero, sobre todo estadounidenses, cuando al hablar de la historia de Chile me veo obligado a revelar mi origen de chileno puro de quince generaciones, creen que estoy presumiendo de aristócrata. Pero no lo soy, como tampoco soy plebeyo. No hay más que saber un poquito de historia para darse cuenta de tamaña equivocación.

En este anómalo país que es Chile, la antigüedad de una estirpe no garantiza carta de ciudadanía en nuestro patriciado: la antigüedad familiar remite más bien a clanes campestres (fuera de algunas ramas que alcanzan distinción por el dinero o actuaciones públicas o matrimonios espectaculares) con limitado acceso a la oligarquía, o que simplemente ignoran su propio origen enraizado en la Conquista y el coloniaje, en los encomenderos, feudatarios y burócratas del Reyno de Chile, nombrados aquí directamente por Su Majestad el Rey de España.

La verdad es que en Chile el patriciado no está constituido por los descendientes de los viejos troncos nacionales, ni de los criollos que mantuvieron «ejército propio», en los siglos XVII y XVIII, para defender contra los indios los derechos de la corona española. Los aristócratas de hoy —los que integran una clase alta que significa más que nada dinero—, nuestros improvisados dueños del poder, son los políticos y los generales, los banqueros y mineros de oscuro origen, los economistas surgidos ayer, los que siguen las huellas de los descendientes de los comerciantes vascos considerados advenedizos en el siglo XVIII («¡que Eyzaguirre se vuelva a su tienda y Cienfuegos a su parroquia!», gritó enrabiado don Juan Martínez de Rozas a comienzos de nuestra Independencia), y de algunos ricachones ingleses y franceses de un poco después. Medraron los que tuvieron buen ojo para casarse con las hijas de las grandes casas y fortunas criollas ya de baja —Ortiz de Gaete, Bravo de Naveda, Velásquez de Covarrubias, Rodríguez del Manzano y Ovalle, y otros—, forjando la casta que gestó nuestra Independencia a comienzos del siglo XIX. Hacia fines del mismo siglo, ya un tanto decadentes, encarnaron a los «trasplantados», fueron los rastás que partieron a vivir en París para hacerse retratar por Boldini y disfrutar de los refinamientos europeos, intentando penetrar esas aristocracias, casando a sus hijas con miembros de la nobleza francesa o española.

Las viejas tribus procedentes de la Conquista y la Colonia, entretanto, permanecieron en Chile, ajenas tanto a los viajes y las ambiciones de clase como a las grandes ideas del mundo contemporáneo. Recluidas, generalmente, en sus posesiones campestres perdidas en las provincias, se casaban endogámicamente con demasiada frecuencia. Se repetían los matrimonios dentro de un ruedo cada vez más defensivamente restringido de parientes que así fueron perdiendo poder para proyectarse, aislándose y alejándose cada vez más de la educación y del acontecer mundial: en suma, transformándose en «provincianos» de tomo y lomo, desdeñados por sus iguales o inferiores. Estos, entretanto, acrecentaban sus fortunas y enriquecían sus relaciones familiares por medio de matrimonios exógamos y tomando parte activa en lo que estaba sucediendo en las armas, la política, la economía y la cultura del país. Pronto algunos ingleses, franceses y españoles tardíos se forjaron una inesperada autoridad, desdeñando a sus antecesores criollos y, muchas veces, alterando con este fin el relato de la historia. Duchos en el manejo de la economía y de la vida pública, están dándole un interesante vuelco universalista al clima de nuestro país, hasta hace poco cerradamente criollo. El dinero, el manejo del poder, el adscribirse a firmas y tratados internacionales, son lo que hoy, más crudamente que antes, confiere posición y estatus. Se pueden vender provincias enteras de bosques milenarios a hipócritas firmas norteamericanas y japonesas para que los conviertan en astillas, sin que las autoridades políticas meneen ni el dedo meñique para revertir este horror; en cambio, ni la cultura, ni la memoria, ni la conservación de nuestros modestos hitos y hábitos tradicionales, ni la antigüedad de una toponimia, ni la tradición y el lenguaje criollos, tienen hoy prestigio para patrocinar adelantos que no sean mera chafalonía.

Los que viajaban y «se refinaban» sentían cierta vergüenza de ser catalogados como «criollos». Hoy esta locución, desgraciadamente, con el último aluvión de extranjeros precariamente chilenizados que le están sacando el jugo al país y devolviéndole poquísimo, ha caído en descrédito pese a que en tantos sentidos seguimos siendo más retrasados y «criollos», y más provincianos, que nunca. Solamente una revolución en la educación, con la rotura de los anillos de hierro del catolicismo rígido que nos está gobernando, y un interés real por el pasado que se proyecte en un humanismo tolerante, no monetizado ni competitivo e hipocritón, podrá romper nuestro círculo de provincianismo, que subsiste pese a los supuestos adelantos (a nuestros «avances», como dice la televisión) con que nos tientan los paraísos de los malls.

La familia de mi madre, los Yáñez, es harina de otro costal. Tempranos advenedizos muy ricos (1900), constituyeron una tribu brillante pero improvisada, culta y francófona gracias a sus largas peregrinaciones por Europa. Se los percibía —se los percibe hasta hoy— como una tropa de excéntricos rendidos ante el poder de familias de prosapia. Mi abuelo Luis Fidel se desempeñó durante muchos años discretamente como diputado y juez defensor de viudas, menores y ausentes —entre otras curiosidades, de niño yo jugaba con un trabuco que perteneció a un bandolero conocido como el Huaso Raimundo, del que mi abuelo fue defensor; y nuestras paredes estaban decoradas con cuadros de Juan Francisco González, de quien mi abuelo también fue abogado, antes de la espectacular muerte del pintor—, ganando una pasable fortuna como juez partidor de importantes propiedades agrícolas pertenecientes a la oligarquía que por esos años ya comenzaba a desintegrarse. Pero fue sobre todo como un vividor, que mantenía rumbosamente a su familia y a sus queridas —entre las amistades se recuerda el vis-à-vis familiar en que mi madre y mi tía Mina, de niñas, paseaban por el Parque Cousiño; y el discreto cupé para los devaneos particulares del abuelo—, como sportsman (que en ese tiempo no significaba más que ser aficionado a, y propietario de, caballos de carrera), que el abuelo Luis Fidel se hizo conocido. Fue «jugador, botarate, fracasado, bueno para nada», al decir de una persona que lo juzga con desaprobación.

Su hermano fue el brillante Eliodoro Yáñez, el pariente singular, todopoderoso, de actuaciones superlativas en el foro aunque humillado por ilusiones políticas, mundanas y de poder. En varios gobiernos fue canciller, ministro del Interior, candidato a la Presidencia de la República; fue también propietario del fundo «Lo Herrera», a las puertas de Santiago, y del poderoso diario La Nación. Fue enviado al Tribunal de La Haya y a la Liga de las Naciones, representando a Chile en cuestión de límites con Argentina. En el Senado se decía que tenía «pico de oro», aunque su retórica demasiado frondosa y de gran vuelo era juzgada por muchos como excesivamente azucarada. Fue en todo caso un gran tribuno, una de las figuras descollantes en la política chilena de su tiempo, culto y admirador de la belleza en todas sus formas.

Dígase lo que se diga de Eliodoro Yáñez, hay que reconocerle que fue un espíritu excepcional. Hombre de vasta ilustración, se codeaba con los autores clásicos y era conocedor de otras culturas, un enamorado de la inteligencia, del refinamiento y de la elegancia. Tenía el prurito de formar y educar, impulso que fue heredado por una de sus hijas. Más que un abogado fue un jurisconsulto, más que un senador fue un tribuno, más que un profesor fue un maestro. En el ambiente restringido y provinciano de entonces, su personalidad era la de un excéntrico, un ser inclasificable que escapaba a todos los clichés habituales del político de entonces, un ser «distinto», y sabido es que en este país la virtud mayor es ser todos iguales. Fue una figura que, escapando a las clasificaciones, parecía un ser sospechoso. Existía un sustrato de dolor no expresado en todo él, un pathos, una nostalgia que lo convierten en un ser sensible y conmovedor. ¿Estaban listos los huasos chilenos para comprender la complejidad de una personalidad —de un ser humano— como Eliodoro Yáñez?

Tuvo tres hijas y un solo hijo. Hoy, apagado ya el prestigio de tantos hombres públicos de hace medio siglo, Eliodoro Yáñez es recordado más que nada por una avenida que lleva su nombre (algunos estiman que la avenida le queda grande). El nombre que lleva esa calle es un «nombre nuevo», lo que causa momentánea irritación o risa a algunos oligarcas, que dicen añorar el «nombre antiguo» de la avenida: Las Lilas, modificado hace ya cuarenta años. Alegan que era «más bonito», ya que llamarla «Eliodoro Yáñez» vuelve a señalar las indebidas pretensiones de un ser que no tendría derecho a una calle tan importante.

También se recuerda al tío Eliodoro por el aporte literario de su único hijo, un «bohemio» según mi gente, pero sobre todo según Neruda que sin embargo lo respetaba como escritor. El clásico hijo del millonario, dedicado a gastar en París la fortuna levantada por su padre: el jovenzuelo que, según Cortázar, se va a París «a hacer macanas». En este caso, el hijo oveja negra sorprendentemente resultó ser Álvaro Yáñez, Pilo para la familia, Juan Emar para sus lectores. Juan Emar es objeto de un curioso culto literario, y los entendidos lo consideran uno de los creadores de la prosa surrealista latinoamericana. Su liturgia recoge hoy casi todo el lustre que le va quedando a esta familia en que abundan los escritores de varias categorías. Eliodoro Yáñez fue un personaje admirado y envidiado. Algunos están rescatando su figura del olvido. En todo caso, fue un hombre de gran brillo que sufrió, como toda su familia, el desdén de la oligarquía; ese dolor alcanzó hasta a sus sobrinas, como mi madre, que nunca lograron encontrar su fiel en la balanza social, confundidas por las leyendas que envolvieron el paso del gran hombre. Es a esa clase que hay que echarle la culpa de todo: por lo malo en cuanto a dolor, por lo positivo en cuanto a creación. Pero no se le puede perdonar el dolor que causó.

El dolor por la posición social ambigua de su familia permaneció como el rumor de un secreto en mi madre, un sustrato un poco vergonzante de su personalidad jovial, generosa y apasionadamente protectora de los que sentía más débiles, haciéndola creerse excluida, sin pertenecer en propiedad a ningún grupo humano salvo a la familia que ella misma creó. No se rebelaba ni daba su brazo a torcer; sin embargo, era rápida de risa y rica en ironía, y jamás claudicó de su sentido del humor —solía aplicarlo de un modo brutal, es verdad, injusto y directo aunque siempre nutricio—, que alimentaba sus pasiones, amores y rencores, que los tenía en abundancia. Pero sobre todo se dedicó al perfeccionamiento de su imaginación, de la que disfrutábamos ella y todos los que la rodeábamos.

No era un ser angelical, diría yo. Incluso la he visto alegrarse con pequeños y no muy valiosos afanes vengativos, resultado, supongo, de todo lo que padeció por cuestiones que pese al sufrimiento sabía colocar dentro de una óptica que no desconocía lo absurda, lo pequeña, lo poco importante que era la causa de su dolor. Recuerdo la indignación protectora que le provocaba el que la reina de Inglaterra se refiriera públicamente a Tony Armstrong-Jones como «plebeyo». Tanto, que pienso que en su juventud debe haberlo oído aplicado a sí misma. Era necesario explicarle en qué sentido la prensa inglesa utilizaba ese término, que no significaba necesariamente un desaire para «ese muchacho tan simpático que se va a casar con la pesada de la Margarita». No puedo olvidar el regocijo de mi madre cuando, al regreso de la luna de miel de la pareja, Margarita ofreció una cena en su residencia para que la reina madre la conociera. La soberana casi se desplomó de espanto, se murmuraba, cuando descubrió que en el baño de visitas Margarita —que había cuidado personalmente todos los detalles— había dispuesto papel toilette blanco, pero decorado con coquetones corazoncitos rosados. Mi madre lloró de la risa figurándose la reacción escandalizada de es

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