Danza de las sombras

Alice Munro

Fragmento

cap-1

El vaquero de la Walkers Brothers

Después de cenar, mi padre me dice:  

—¿Quieres que bajemos a ver si el lago sigue ahí?  

Dejamos a mi madre cosiendo bajo la luz del comedor, haciéndome ropa para la vuelta al colegio. Ha desarmado un viejo conjunto suyo y un vestido de tartán, y ahora tiene que cortar y combinar ingeniosamente los retales, y me pide que me ponga de pie y me dé la vuelta para las probaturas interminables, sudorosa, irritada con el picor y el calor de la lana, ingrata. Dejamos a mi hermano acostado en la pequeña galería acristalada al final del porche, y a veces se pone de rodillas en la cama y pegando la cara al vidrio grita con voz lastimera:  

—¡Traedme un helado de cucurucho! 

—Ya estarás dormido —le contesto sin ni siquiera volver la cabeza.  

Entonces mi padre y yo bajamos poco a poco por una especie de calle larga, descuidada, con carteles de helados Silverwoods puestos en la acera, delante de las tiendecitas iluminadas. Estamos en Tuppertown, un viejo pueblo del lago Huron, antiguo puerto de cereales. Aquí y allá sombrean la calle varios arces, cuyas raíces han resquebrajado y levantado la acera y se han extendido como cocodrilos por los patios desolados. Hay gente sentada al fresco, hombres en mangas de camisa y camisetas interiores, y mujeres en delantal; no es gente a quien conozcamos, pero si alguien saluda con la cabeza y dice: «Qué buena noche», mi padre asiente y dice algo por el estilo. Los niños todavía están jugando. Tampoco los conozco, porque mi madre nos hace quedarnos en el patio de casa a mi hermano y a mí, dice que él es demasiado pequeño para salir y yo tengo que cuidarlo. No me da pena verlos jugar al anochecer, porque son juegos dispersos, sin ton ni son. Los niños se apartan cuando les da la gana, se van por su cuenta o de dos en dos debajo de los tupidos árboles, entreteniéndose a solas, igual que hago yo todo el día, clavando guijarros en el suelo o escribiendo en la tierra con un palo.  

Enseguida dejamos atrás los patios y las casas, pasamos una fábrica con las ventanas cegadas con tablones, un aserradero donde los altos portones de madera se cierran de noche. En las afueras del pueblo hay una maraña decadente de cobertizos y solares llenos de chatarra, se acaban las aceras y seguimos caminando por un sendero de arena rodeado de bardana, llantén y otras humildes hierbas sin nombre. Llegamos a un descampado, una especie de parque en realidad, porque está limpio de chatarra y hay un banco al que le falta un listón en el respaldo, un sitio donde sentarse a mirar el agua. Que al anochecer generalmente es gris, bajo un cielo un poco cubierto, sin puestas de sol, el horizonte borroso. Un rumor sosegado lame las piedras de la orilla. Más allá, hacia el pueblo en sí, hay una playa de arena, un tobogán acuático, boyas flotando alrededor de la zona vigilada de baño, el trono desvencijado del socorrista. También un largo edificio verde, un galpón techado que se conoce como el Pabellón, donde los domingos van los granjeros y sus mujeres, con la ropa buena y almidonada. Esa es la parte del pueblo que conocíamos cuando vivíamos en Dungannon y veníamos aquí tres o cuatro veces cada verano, al lago. Esa, y los muelles donde íbamos a ver los barcos cargados de grano, viejísimos, oxidados, balanceándose tanto que nos preguntábamos cómo conseguían pasar la escollera, y no digamos llegar a Fort William.  

Los vagabundos rondan por los muelles y a veces, en noches así, deambulan hasta la playa angosta y, agarrándose de los matorrales secos, suben el sendero cambiante y precario que han hecho los chicos y le dicen algo a mi padre que ni siquiera llego a captar, de tanto miedo que me dan los vagabundos. Mi padre dice que también anda un poco apurado.  

—Puedo liarle un cigarrillo, si eso le vale —dice, y pone tabaco en uno de los finos papeles de fumar, pasa la lengua por el borde, lo pega y se lo da al vagabundo, que lo coge y se aleja.  

Mi padre se lía uno también, lo enciende y se lo fuma.  

Me cuenta cómo se formaron los Grandes Lagos. Toda la región donde ahora está el lago Huron, dice, antes era una planicie, una llanura inmensa. Después vino el hielo, arrastrándose sigilosamente desde el norte y decantándose en los terrenos bajos. «Así»: y estirando los dedos aprieta con la mano el suelo duro de roca donde estamos sentados. Sus dedos apenas dejan ninguna huella. 

—Bueno —dice—, el antiguo casquete polar tenía mucha más fuerza que esta mano. 

Y entonces el hielo volvió a retirarse, retrocedió hacia el polo norte de donde venía, y dejó unas lenguas de hielo en las hondonadas que había abierto, y ese hielo dio lugar a los lagos que estaban ahí hoy en día. Eran nuevos, si pensábamos en el paso del tiempo. Intento ver esa llanura allí delante de mí, poblada de dinosaurios, pero ni siquiera soy capaz de imaginar la orilla del lago cuando la habitaban los indios, antes de que existiera Tuppertown. Me impresiona pensar en la insignificante fracción de tiempo que tenemos, aunque mi padre parece tomárselo con calma. A veces me da la sensación de que mi padre está vivo desde que el mundo es mundo, pero solo lleva aquí un poco más que yo, en comparación con todo el tiempo desde que existe la vida. Igual que yo, tampoco ha conocido una época en la que al menos no existieran los automóviles y la luz eléctrica. Mi padre aún no había nacido cuando empezó este siglo. Yo estaré más muerta que viva —seré vieja, muy vieja— cuando acabe. No me gusta pensar en eso. Ojalá el lago sea siempre un lago, con las boyas que señalan la zona de baño seguro, y la escollera y las luces de Tuppertown. 

Mi padre trabaja como vendedor para la Walker Brothers. Es una empresa que vende prácticamente por todo el país, en el interior. Sunshine, Boylesbridge, Turnaround: toda esa es su zona. No Dungannon, donde antes vivíamos, Dungannon está demasiado cerca del pueblo, y mi madre lo agradece. Vende jarabe para la tos, tónico de hierro, tiritas para los callos, laxantes, píldoras para los trastornos femeninos, enjuague bucal, champú, linimento, pomadas, concentrados de limón y naranja y frambuesa para preparar refrescos, vainilla, colorante alimentario, té negro y verde, jengibre, clavo y otras especias, matarratas. Tiene una canción, con este estribillo: 

Aquí traigo mil aceites, linimentos,  

curan callos y juanetes al momento... 

A mi madre la canción no le hace mucha gracia, que digamos. La canción de un mercachifle, y justo eso es mi padre: un mercachifle que va de puerta en puerta por esos lugares remotos. Hasta el invierno pasado teníamos nuestro propio negocio, una granja de zorros. Mi padre criaba zorros plateados y vendía las pieles a los fabricantes de capas, abrigos y manguitos. Los precios cayeron, mi padre se aferró a la esperanza de que al año siguiente remontarían, pero cayeron de nuevo, y se aferró un año más, y otro, y al final no fue posible seguir aferrándose, todo se fue en la deuda con la compañía de los piensos. Más de una vez he oído cómo mi madre se lo explica a la señora Oliphant, que es la única vecina con la que habla. (La señora Oliphant también ha ido a menos en la vida: era maestra de escuela y se casó con el conserje). Pusimos todo lo que teníamos en el negocio, dice mi madre, y no sacamos nada. Muchos

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