La historia de Aria

Nazanine Hozar

Fragmento

Mehri abrió los ojos. Estaba acostada sobre la pila de alfombras.

—¿Se parece a su padre? —preguntó.

El anciano Karimi, con el bebé en brazos, miró a su mujer.

—¿No lo sabe? —susurró.

—Lo presiente —dijo Fariba mirando a la chica.

Fariba era mucho más joven que su marido y la única amiga de Mehri.

—Yo creo que no lo sabe —insistió él.

—Calla ya. ¿Le estás dando esa friega como te he enseñado?

—Sí, sí.

Karimi friccionaba el pecho y la espalda del bebé.

—¿En qué lío nos hemos metido? Tú no dejes de frotar —le ordenó Fariba; luego sacó un trozo de carne de la nevera y lo echó en una sartén—. Es para la madre, no para ti —le dijo a su marido y volvió la vista hacia Mehri—. El día que puso los ojos en ese hombre se desgració la vida. Le ofrecí que se viniera a trabajar contigo, aquí en la panadería, aunque dijo que prefería casarse con él. Y ahora mira lo que ha pasado.

Al rato, Karimi preguntó de nuevo:

—Mujer, ¿y esta criatura por qué no llora?

—Porque tiene los ojos azules —dijo Fariba—. Y está maldita, como su madre.

Mehri, envuelta en una manta, llevaba horas recostada en la pared sin hacer el menor movimiento. Le daba vergüenza mirar a su amiga.

—¿No te advertí que no te casaras con él? ¿No te lo advertí? ¿Cuántas veces te dije que ese hombre te pegaría?

Finalmente, Fariba arrebujó a la criatura, se la apretó contra el pecho y se acercó a ella.

—¿No quieres tenerla en brazos?

Mehri no contestó.

—No puedes hacer como si no existiera. Es una niña, sí, pero tampoco es que sea una desgracia.

—Su padre me matará —repuso Mehri.

Karimi también estaba recostado en la pared, con la cara oculta detrás de un periódico. Le temblaban las manos. Las tenía doloridas de haberla ayudado en el parto, pero eso ahora le resultaba tan embarazoso que no se atrevía a mirarla ni de lejos.

—¿Sabes qué te digo, marido mío? Que si tuviéramos una radio no te haría falta leer el periódico. Si casi no puedes sujetarlo, hombre —le dijo Fariba—. Dicen que en la radio ponen muchas cosas interesantes. Seriales. Cómo me gustaría oír uno de esos seriales...

Fariba dio la espalda a Mehri y acercó una cerilla encendida al carbón de la estufa.

El anciano se bajó las gafas a la punta de la nariz y dobló el periódico.

—Bobadas —replicó—. Tú preocupándote por esa tontada de la radio cuando en los barrios del norte de Teherán la gente ya presume de televisores. Además, encima de que aprendí a leer por mi cuenta, ¿cómo no iba a leer el periódico, eh? En aquellos tiempos nadie sabía leer. Mi padre y mi madre tampoco. Yo era el único niño de estos andurriales que leía. Aprendí las letras yo solo y tú...

—¿Qué es un televisor? —preguntó Mehri, levantando la vista.

A la luz de la lumbre, entrevió el pelo de la criatura. Era castaño rojizo, como el del padre.

—Lo mismo que una pantalla de cine sólo que en pequeño —respondió Karimi sin mirarla—. Tan pequeño que cabe en una habitación. En el norte de Teherán se ven por todas partes. El otro día Mosadeq salió en una.

—¿Y qué hacía nuestro primer ministro en la televisión?

—Pues demostrar que estaba vivo. Habían intentado matarlo. Los sinvergüenzas de los británicos lo más seguro. —Karimi devolvió la atención a su periódico—. Malditos sean todos. Cuando no son los comunistas son los británicos, y si no, esos del turbante, que se creen tan buenos como Dios, o esos...

Fariba dejó caer bruscamente la hervidora sobre el fogón.

—La pobre casi se nos muere esta noche ¿y tú preocupándote de tus políticos?

—No me sermonees delante de ella —replicó Karimi—. Maldita sea, si es que ya nadie ama esta tierra. Aparte de él. Mosadeq es grande. ¡Grande! Lo que yo te diga...

Mehri cerró los ojos y se hizo la dormida.

—Esto es un asunto de mujeres —añadió el anciano, ya sin vehemencia, señalando con la cabeza hacia Mehri—. No querrás dar que hablar a los vecinos, ¿verdad? No podemos tenerla aquí.

—Tranquilo, señor Karimi —repuso Fariba—. Usted siga ahí sentadito tomando su té y leyendo su periódico. Bastante tiene con imaginar lo que su gran Mosadeq pensaría de usted.

En el transcurso de los dos días siguientes, Mehri se negó a tomar en brazos a la recién nacida, ni siquiera cuando el padre de la niña, Amir, se presentó delante de la panadería de Karimi y la emprendió a patadas con la puerta. Desde el balcón de arriba, Fariba le gritó que su hijo no era tal hijo, que era una niña como Dios manda.

—¡Pues bájela que la mate! —gritó Amir.

—Tienes que ponerle un nombre a esa criatura —dijo Fariba volviéndose hacia Mehri—. Ahora mismo.

Al caer el día, la criatura seguía sin nombre, y Amir, sentado a la puerta, esperando para matarla.

—Da voces a todo el que entra en la panadería. He tenido que darle leche en polvo, que lo sepas. No es bueno para ella —se quejaba Fariba sentada en el suelo, cubierto de alfombras persas, y meciendo a la niña en brazos.

Luego cambió de postura y apuró de un trago el resto de ginebra que le quedaba en el vasito de té. Cuando terminó, lo dejó caer bruscamente sobre la alfombra.

—Podríamos hablar con tu hermano.

—Mi hermano no me va a ayudar —replicó Mehri.

—Siempre dices eso, pero ¿cómo lo sabes? Y ese niñato de Amir antes mataría a su propia hija que soltar dinero por ella. ¿Cuentas con alguien más aparte de tu hermano?

—No.

Karimi entró en la habitación y se sentó al lado de su mujer.

—¿Todavía estás indispuesta, hija? —le preguntó a Mehri.

Su tono era amable pero fatigado. Conocía a la amiga de su mujer desde que ella tenía trece años, cinco menos que Fariba. No soportaba verla sufrir.

Mehri se tapó con el velo y bajó la mirada. Mordisqueó una esquina desgastada de la tela. Hacía semanas que aquel velo no se lavaba. A veces, cuando iba por la calle, se preguntaba si la gente lo olería.

Fariba abrió sus gruesas piernas y, con el bebé en brazos, se puso de pie.

—Mujer —dijo Karimi, levantándose a su vez—, deja a la niña y ven aquí.

La pareja entró cuchicheando en la habitación contigua. Mehri los escuchaba, o al menos oía retazos suficientes de la conversación como para atar cabos.

—No puedo hacer eso —oyó decir a Karimi.

—¿Estás dispuesto a correr con los gastos? —dijo Fariba.

—Ésta es mi casa. ¡No olvides cuál es tu sitio, mujer!

—Mehri es mi amiga y yo hago lo que quiero con mis amigas. Además, la conozco: estoy segura de que lo de su hermano es mentira.

—El Gobierno no moverá un dedo por una familia como la suya —dijo Karimi.

—Entonces que su gente cargue con ell

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