Otro tipo de música

Colombina Parra

Fragmento

Un discurso absurdo sobre el funcionamiento de los celulares

UN DISCURSO ABSURDO SOBRE EL FUNCIONAMIENTO DE LOS CELULARES

Ayer un amigo me ofreció hacer vinilos de mi banda punk. Me preguntó por el máster original, para mandar a hacer las copias. Hice memoria y recordé a todos los tipos mafiosos que me tuve que tragar en esa época cuando era una niña llena de rabia y bueno, no sé cómo fui a parar en manos de esa industria que le llaman, con estos tipos que creían hacerse ricos publicando estas bandas llenas de resentimiento. Me armé de valor y llamé a uno de ellos.

—¿Aló?

—Sí, sí. ¿Aló? ¿Quién habla? —me dijo con el tono argentino que yo ya había olvidado. Un tono de «Aló, aló, sho no pierdo mi tiempo. Por favor identifíquese».

Su voz me produjo de inmediato una automatización de todos mis intestinos al punto de sentir que no iba a poder hablar media palabra.

—¿Hablo con Sachavedra? —le dije con voz entrecortada y cierto acento argentino.

—Sí, sí —me dijo con un tono fuerte, pero semitembloroso.

—Soy Colombina —le dije con un tono argentino burlesco.

—¡Colombina! —me dijo, y con ese «Colombina» me decía tantas cosas. Me decía: «No me hice rico con vos».

Me decía: «Qué te trae por aquí, si nunca fuiste una superventas». Me decía: «Cuál es la deuda mía contigo».

—Es que estoy en Buenos Aires y mi teléfono no sé qué, no sé cuánto —replicó. Un discurso absurdo sobre el funcionamiento de los celulares. Medio minuto en eso para tratar de disuadirme y que yo le dijera: «Te llamo en otro momento». Quise hacerlo sufrir un poco más y que se mamara la llamada y extender su incomodidad. Cuando ya sentí que lo había molestado bastante, le dije que quería publicar el disco en vinilo.

—Hablá con Sony —me dijo–. Ellos a veces llegan a un acuerdo con los artistas para eso.

—¿Crees que me puedan pasar el máster? —le dije.

—Bueno, sí. Tenés que pagarles a ellos los derechos y claro, podés llegar a un acuerdo pagando los respectivos royalties.

—Ah, ok. Comprarles...

—Sí, sí, sho te mando su contacto.

—Bueno, sha, chao.

Corté el teléfono y me sentí la misma tontita que alguna vez me sentí cuando este mismo tipo me decía: «Cambiá el coro. No repitás la melodía esa tantas veces».

Aquí estaba, humillada una vez más por un tipo que no tenía nada que ver conmigo ni con mi música.

Caminé un rato pensando en nada.Vi cómo gente barría las hojas que caían de los árboles. Por qué las barren, me pregunté, si son tan lindas. Imaginé una alfombra de hojas secas en el pasto que circundaba los edificios y entonces comprendí que no era solo el tipo del sello el equivocado. Los barredores de hojas también lo estaban. Me sentí acompañada por las hojas y me prometí a mí misma que no iba a comprar mi propia música y que, entonces, me tendría que autopiratear. Así que llamé a mi amigo, feliz, para darle la gran noticia de que sí, de que íbamos a publicar discos piratas. No con la mejor calidad de sonido, pero algo de esa rabia que tuvimos la encontraremos en el murmullo de algún casete viejo.

Llamé y llamé, pero no me contestó.

Carmen Berenguer

CARMEN BERENGUER

Me imagino contigo caminando en la arena, de noche, pero el frío no estaría bien para ti. Nos imagino aquí, en este rincón, tomando mate y mirando el mar las dos solas, en un silencio anaranjado ante el sol que se pone. Cuando estamos aquí tenemos la misma edad. Quietas, miramos el mismo horizonte.

Palomas

PALOMAS

Hoy vi a una mujer vestida de negro. Estaba rodeada de verde, de pasto y de árboles aún más verdes. Llevaba una bolsa grande y daba de comer a unas palomas. Volvía a meter la mano a la bolsa y, de nuevo, volvía a sacar un gran puñado de algo que las multiplicaba por cientos.

Había una adrenalina en ella, en esa acción. No lo hacía con tranquilidad ni era una cuestión meditativa: era una cosa más parecida al deber porque, cuando se le acabó lo que llevaba dentro, metió la bolsa a una maleta con ruedas y se fue sin la necesidad siquiera de observarlas un rato.

Yo me quedé mirándolas pelearse el alimento, pero ya no era lo mismo.

El cojo

EL COJO

Estábamos en el malecón sentados, de noche, luego de pasar por la larga pasarela de mujeres que, en vez de prostitutas, preferiría llamar gacelas o con algún nombre de pájaro silvestre: sinsontes, por ejemplo.

Eran muchas las gacelas ahí paradas. Una tras otra, cada cual con su propio estilo y belleza. De repente, frente a los edificios vacíos y descascarados, apareció una silueta cojeando. Mejor dicho: a esta silueta que ya se definía le faltaba una pierna.

Nos abordó y decididamente se sentó a mi lado. Nos preguntó qué queríamos hacer, si queríamos divertirnos. Propuso ir a un lugar a escuchar música y tomar y conversar, todo dicho en un tono amenazador, obligatorio.

Le contestamos que no, que estábamos muy bien allí sentados, pero el hombre insistió en que fuéramos entonces a otro lado que era incluso más entretenido que el anterior. Entonces me di cuenta de que solo le había puesto oreja porque le faltaba una pierna y que era una lucha conmigo misma la idea de hacerlo sentir que su pierna no me importab

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