La pluma mágica de Gwendy (Trilogía La caja de botones de Gwendy 2)

Richard Chizmar

Fragmento

Prólogo. «Así escapó Gwendy del olvido», por Stephen King

Prólogo

«Así escapó Gwendy del olvido»,

por Stephen King

Escribir historias es, en esencia, jugar. Quizá el trabajo se infiltre cuando el escritor decide ponerse en serio, pero el proceso empieza casi siempre con un simple fingimiento. El principio de toda historia es un «¿Qué pasaría si…?», y luego uno se sienta al teclado para descubrir dónde lo lleva esa incógnita. Requiere un toque delicado, una mente abierta y un corazón lleno de esperanza.

Hace cuatro o cinco años —no lo recuerdo muy bien, pero debió de ser mientras aún estaba trabajando en la trilogía de Bill Hodges—, empecé a jugar con la idea de una Pandora moderna. Recordaréis que Pandora era la niñita espabilada que recibió una caja mágica y cuando su dichosa curiosidad, la maldición de la especie humana, la llevó a abrirla, salieron volando de ella todos los males del mundo. Me pregunté: ¿qué pasaría si una niña moderna recibiera una caja como esa, entregada no por Zeus sino por un misterioso desconocido?

La idea me fascinó e hizo que me sentara a escribir una historia titulada La caja de botones de Gwendy. Si me preguntáis de dónde salió el nombre de Gwendy, no podría daros más detalles que si me preguntarais cuándo escribí exactamente las veinte o treinta páginas originales. Quizá estuviera pensando en Wendy Darling, la amiga de Peter Pan, o en Gwyneth Paltrow. O puede que me viniera a la cabeza sin más, como ocurrió con el nombre de John Rainbird en Ojos de fuego. En todo caso, había visualizado una caja con botones de colores, uno por cada gran masa terrestre del planeta. Si se pulsaba cualquiera de ellos, sucedía algo terrible en el continente que le correspondía. Añadí un botón negro que lo destruiría todo y, para mantener interesada a la propietaria de la caja, unas pequeñas palancas a los lados que hacían salir de la caja unos premios adictivos.

Es posible que también tuviera en mente mi relato preferido de Fredric Brown, El arma, de 1953. En ese relato, un científico que colabora en el desarrollo de una superbomba abre la puerta de noche a un desconocido que le suplica que deje de trabajar en ella. El científico tiene un hijo del que hoy en día diríamos que padece una discapacidad psíquica. Cuando el visitante se marcha, el científico ve que su hijo está jugando con un arma de fuego cargada. La última frase del relato es: «Solo un loco daría un revólver cargado a un débil mental».

La caja de botones que tiene Gwendy es ese revólver cargado y, aunque ella dista mucho de ser débil mental, es solo una niña, por el amor de Dios. ¿Qué haría Gwendy con esa caja?, me pregunté. ¿Cuánto tardaría en volverse adicta a los premios que iba sacando de ella? ¿En qué momento cedería a la curiosidad y pulsaría algún botón para ver lo que pasaba? (Lo que pasó fue el suicidio en masa de Jonestown). ¿Sería posible que empezara a obsesionarse con el botón negro, el que lo destruye todo? ¿Podría la historia terminar con Gwendy, quizá después de un día de perros, apretando el botón y provocando el apocalipsis? ¿Tan descabellado sería ese final, en un mundo donde existe la suficiente potencia de fuego nuclear para arrasar toda la vida del planeta durante miles de años? ¿Donde, queramos reconocerlo o no, algunas personas con acceso a esas armas no están muy en sus cabales?

La historia fluía bien al principio, pero entonces empecé a perder fuelle. No suele pasarme muy a menudo, pero es cierto que ocurre de vez en cuando. Debo de tener unas dos docenas de relatos sin terminar y un mínimo de dos novelas que me dejaron en la estacada. O quizá las dejé yo a ellas. Creo que sucedió cuando Gwendy se plantea cómo evitar que sus padres encuentren la caja. Empezó a parecerme todo demasiado complicado, y lo peor fue que no sabía lo que iba a suceder a continuación. Dejé de trabajar en esa historia y me puse con otra cosa.

Pasó el tiempo, tal vez dos años, tal vez un poco más. De vez en cuando pensaba en Gwendy y en su peligrosa caja mágica, pero no se me ocurrían ideas nuevas, así que la historia permaneció en el escritorio del ordenador de mi despacho, relegada a la esquina inferior derecha de la pantalla. No borrada, pero sin duda desterrada.

Y entonces, un día recibí un correo de Rich Chizmar, creador y editor de Cemetery Dance y autor de unos excelentes relatos breves en el género del horror fantástico. Me propuso —creo que hablando por hablar, sin muchas expectativas de obtener un sí por respuesta— que escribiera algo con él a cuatro manos en algún momento, o participar en una rueda de escritura, que consiste en que un grupo de autores cree una historia conjunta trabajando en ella por turnos. La idea de la rueda de escritura no me atraía mucho, porque el resultado rara vez es interesante. En cambio, la propuesta de colaborar con él me llamó la atención. Conocía la obra de Rich y sabía lo bien que se le dan los pueblos pequeños y la vida de clase media en urbanizaciones de las afueras. Evoca sin esfuerzo las barbacoas de patio trasero, los niños en bicicleta, las visitas a la gran superficie comercial, las familias comiendo palomitas delante de la tele…, y entonces desgarra ese ambiente introduciendo un elemento sobrenatural y un punto de horror. Rich escribe historias en las que la buena vida de pronto se vuelve brutal. Se me ocurrió que, si existía alguien capaz de terminar la historia de Gwendy, ese alguien era él. Y debo reconocer que sentí curiosidad.

En pocas palabras, hizo un trabajo magnífico. Yo reescribí parte de su material, él reescribió parte del mío y al final publicamos una pequeña joya. Siempre le agradeceré que salvara a Gwendy de padecer una agonía prolongada en la esquina inferior derecha de mi pantalla de ordenador.

Cuando, más adelante, Rich me insinuó que la historia de Gwendy podría no terminar ahí, me descubrí sintiéndome interesado pero no convencido del todo. ¿De qué trataría la siguiente historia? Quería saberlo. Rich me sugirió que Gwendy, ya adulta, podría salir elegida en la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, y que entonces tal vez la caja de botones reapareciera en su vida… junto con su misterioso propietario, el hombre del pequeño sombrero negro.

Cuando una historia encaja, lo sabes, y aquella idea era tan perfecta que hasta me dio envidia. Tampoco mucha, pero admito que un poco sí. El puesto de poder que ocuparía Gwendy en la maquinaria política era un estupendo reflejo de la caja de botones. Respondí a Rich que sonaba bien y que adelante con la secuela. Siendo sinceros, lo más seguro es que le hubiera dicho lo mismo si me hubiera propuesto una historia en la que Gwendy se hacía astronauta, cruzaba una fisura en el espaciotiempo y terminaba en otra galaxia, porque Gwendy pertenece a Rich tanto como a mí. Podría decirse que incluso más, porque, sin su intervención, Gwendy no existiría en absoluto.

En la historia que estáis a punto de

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