Ser un hombre

Nicole Krauss

Fragmento

Suiza

Suiza

Han pasado treinta años desde la última vez que vi a Soraya. En todo este tiempo, sólo en una ocasión traté de encontrarla. Creo que temía verla, temía intentar entenderla ahora que me había vuelto mayor y tal vez pudiese hacerlo, lo que supongo que es tanto como decir que me temía a mí misma y lo que pudiera desvelar esa comprensión. Los años fueron pasando y su recuerdo se fue desvaneciendo. Estudié una carrera universitaria, luego un posgrado, me casé antes de lo que habría imaginado y tuve dos hijas que se llevan sólo un año entre sí. Las escasas veces que Soraya me venía a la mente, esquiva como un parpadeo en una volátil cadena de asociaciones, volvía a esfumarse con la misma rapidez.

La conocí a los trece años, cuando mi familia se fue a vivir a Suiza durante un año. «Espera lo peor» podría haber sido el lema familiar, si no fuera porque mi padre nos había dicho de forma explícita que nuestro lema era: «No confíes en nadie, sospecha de todo el mundo.» Vivíamos al borde de un acantilado, aunque la nuestra era una casa impresionante. Éramos judíos europeos, incluso en Estados Unidos, lo que equivale a decir que nos habían pasado grandes calamidades y que podrían volver a pasar. Mis padres siempre estaban a la greña, su relación pendía de un hilo. La ruina económica también nos acechaba; nos advirtieron de que pronto habría que vender la casa. No entraba dinero desde que mi padre abandonó el negocio familiar tras pasar años peleándose con mi abuelo a voz en grito. Cuando él decidió retomar los estudios yo tenía dos años, mi hermano cuatro y mi hermana aún no había nacido. Tras los cursos intensivos de preparación universitaria, estudió Medicina en Columbia y luego hizo la residencia de cirugía ortopédica en el Hospital de Cirugía Especial, aunque nunca llegamos a saber por qué se llamaba así. A lo largo de esos once años de formación, mi padre pasó infinitas noches de guardia en el servicio de urgencias, donde vio desfilar ante sus ojos un escalofriante rosario de víctimas de accidentes de coche, de moto, y en cierta ocasión de un avión de la compañía Avianca que volaba rumbo a Bogotá y se estrelló en una colina de Cove Neck. En el fondo, quizá se aferrara a la creencia supersticiosa de que estos encontronazos nocturnos con el horror salvarían a su familia de sufrirlo. Pero una tarde tormentosa de septiembre mi abuela fue arrollada por una furgoneta que circulaba a toda velocidad por el cruce de la Primera Avenida y la calle Cincuenta, lo que le provocó una hemorragia cerebral. Cuando mi padre llegó al Bellevue Hospital, su madre estaba tendida en una camilla de urgencias. Le apretó la mano al verlo y entró en coma. A las seis semanas, falleció. Menos de un año después, mi padre terminó la residencia y la familia al completo se trasladó a Suiza, donde le habían concedido una beca de investigación en traumatología.

Que Suiza —tan neutral, alpina, disciplinada— tenga la mejor institución del mundo dedicada a la traumatología no deja de ser paradójico. Por entonces todo el país vivía sumido en un ambiente como de sanatorio o psiquiátrico. En vez de paredes acolchadas había la nieve, que todo lo acallaba y suavizaba, y después de tantos siglos los suizos habían aprendido a callar de un modo instintivo. O ése era el mensaje que se pretendía transmitir: un país especialmente obsesionado con la reserva, la contención y la obediencia, con relojes que son obras de ingeniería, con trenes que brillan por su puntualidad, debe de tener, se deduce, cierta ventaja a la hora de tratar un cuerpo hecho trizas. Que Suiza sea también un país multilingüe se convirtió para mi hermano y para mí en una inesperada oportunidad de huir del lúgubre ambiente familiar. El instituto médico estaba en Basilea, donde se hablaba el alemán de Suiza, pero mi madre opinaba que nosotros debíamos seguir estudiando francés. El alemán de Suiza apenas se distinguía de la variante oficial, y nosotros no podíamos tener absolutamente nada que ver con la lengua germánica, la que hablaba la abuela materna, cuya familia al completo había muerto a manos de los nazis. Eso explica que nos matricularan en la École Internationale de Ginebra. Mi hermano se alojaría en la residencia de estudiantes del campus, pero yo acababa de cumplir trece años y por tanto no era lo bastante mayor para hacer lo propio. Así pues, con tal de ahorrarme los traumas asociados con el alemán, me buscaron un alojamiento alternativo en las afueras de Ginebra, al oeste de la ciudad, y en septiembre de 1987 me convertí en huésped de una profesora suplente de inglés que se hacía llamar señora Elderfield. Se teñía el pelo de un rubio pajizo y tenía las mejillas sonrosadas de quien se ha criado en un clima húmedo, pese a lo cual se veía avejentada.

Mi pequeña habitación tenía una ventana que daba a un manzano. El día que llegué había varias manzanas rojas caídas a su alrededor, pudriéndose al sol otoñal. Por todo mobiliario había un escritorio pequeño, un sillón y una cama con una manta militar de lana gris doblada a los pies, lo bastante vieja para haber sido usada en alguna guerra mundial. La moqueta marrón estaba tan raída que se adivinaba la trama junto al umbral de la puerta.

Había dos huéspedes más, dos chicas de dieciocho años que compartían la habitación situada al fondo del pasillo y que daba a la parte trasera de la casa. Las estrechas camas en las que dormíamos las tres habían pertenecido a los hijos de la señora Elderfield, que se habían hecho mayores y se habían marchado de casa mucho antes de que llegáramos nosotras. No había fotos de los chicos, por lo que nunca supimos qué aspecto tenían, pero rara vez olvidábamos que habían dormido en nuestras camas. Entre los hijos ausentes de la señora Elderfield y nosotras existía un vínculo carnal. Nada se sabía de su marido, si es que había existido siquiera. La señora Elderfield no era la clase de persona que invitaba a hacer preguntas de tipo personal. Cuando llegaba la hora de dormir, nos apagaba la luz sin mediar palabra.

La primera noche que pasé en su casa, me senté en el suelo de la habitación de las dos chicas mayores, entre su ropa apilada. En Estados Unidos las adolescentes se perfumaban con una colonia masculina barata llamada Drakkar Noir, pero el fuerte olor que impregnaba las prendas de aquellas muchachas no me resultaba familiar. Mezclados con su calor corporal y la química de su piel, aquellos efluvios parecían atenuarse, pero de vez en cuando se concentraban tanto entre sus sábanas y blusas usadas que la señora Elderfield abría las ventanas de sopetón hasta que el aire frío volvía a dejarlo todo al desnudo.

Yo las oía hablando de su vida con palabras en clave que no entendía. Ellas se reían de mi ingenuidad, pero siempre se mostraron cariñosas conmigo. Marie había llegado a Suiza desde Bangkok con escala en Boston, y Soraya desde Teherán pasando por el distrito XVI de París; su padre había trabajado como ingeniero real a las órdenes del sah hasta que la revolución obligó a la familia a exiliarse, sin tiempo para meter los juguetes de Soraya en una maleta, pero sí para transferir la mayor parte de sus activos líquidos. La rebeldía —sexo,

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