Era cuestión de tiempo. Porque tarde o temprano, su ambición, su locura, su heroísmo lo terminarían matando. Y así fue. Detenido su reloj para siempre, bajo tierra, apagado el tic tac de sus días, no podía ser cierto.
Cuando me lo contaron, y a pesar de que lo sabía herido, a pesar de que estaba al tanto de sus problemas de salud, no lograba recuperarme de la impresión. Intenté resistir la noticia de pie, pero tuve que sentarme, se me doblaban las rodillas. No me obedecían. Si me volví anciana a los treinta y dos años, cuando partió de mi lado y el corazón se me llenó de arrugas, el día de su fallecimiento me cayó un siglo encima del cuerpo. Ya no me lo podía. Creí que nunca más podría levantarme de ese sillón, desde donde solía mirar los atardeceres, apacibles.
Vicente Huidobro muerto. No podía ser cierto. Su cuerpo frío, esperando ser depositado en un ataúd, aquel mismo cuerpo que despertó al amor y a la vida conmigo, no era posible.
No para mí, al menos, ahora puedo confesarlo, pues he perdido la rabia que sentía. Trato de buscarla, para hacer menos duro ese momento, pero no la encuentro por ninguna parte. He perdido el dolor también, el de antes, ese que era insoportable, porque, con el tiempo, fue reemplazado por otros, y el suyo quedó suspendido, como una antigua estocada. De vez en cuando se recuerda y vuelve a quemar, pero ya no es una puntada lacerante en el pecho.
Siempre estuve esperando ese momento porque siempre supe que tarde o temprano dejaría este mundo y, tal como llegó, estrepitosamente, con botas y pistolas bien puestas. De una forma u otra, día a día, verso a verso, interpelaba a la muerte y, al final, se fundió en su sombra; y yo, que toda mi vida estuve esperando que volviera, recibí la visita de su espíritu, que regresó a la mujer que era la suya, a su esposa. No podía descansar en paz sin mi perdón y mi bendición, ¿no es cierto?
Yo creí a ciegas en su palabra, que no miente. Su palabra nunca mintió, como cuando me escribió «Mi corazón te sentía venir como se siente en la noche el aleteo de un pájaro lejano». El mío latió desde entonces y desde siempre al unísono con el suyo. A pesar de sus traiciones, de sus desvaríos, que no fueron sino producto de su tormenta interior. De aquella paz que nunca logró crear ni en él ni a su alrededor, él que lo creó todo. Y yo lo sabía, porque nos conocíamos desde antes de conocernos. Nuestros destinos estaban unidos, y ese lazo perdura en los hijos que desde nosotros germinaron hacia el universo. Por ellos yo he seguido envuelta en el manto de fuego que este poeta pirómano me arrojó encima el día en que me amarró a su alma, a su cuerpo y a su mente, con esos versos que a nadie más dedicó:
Mi carne al presentirte tembló toda con un temblor de hoguera y mi espíritu se recogió consternado, como ante las grandes catástrofes, y después se abrió como un lirio enorme que quisiera sorberse toda la luz del sol...
¿Qué hizo de sus dones y talentos, de sus privilegios, que terminó sepultado y perdido entre los cerros polvorientos de Cartagena, el poeta más universal de todos los tiempos? Él, que hasta títulos de nobleza desdeñó para empuñar su vocación creadora, que hizo oídos sordos al sonido metálico de la fortuna de su familia para entrar en la primera plana de la historia de Europa. Él, que soñaba con ser enterrado en el Panteón de París, en el de la Ciudad Luz, pues había nacido para crear en París, la urbe escogida, la capital del planeta. Al ritmo de los portentosos acordes de la marcha fúnebre de Chopin, se veía sepultado en aquel sumo mausoleo, junto a Voltaire, Rousseau, Zola, Victor Hugo, Malraux, Dumas, aquellos hombres de letras que consideraba a su altura.
Me pregunto cómo logró que el porvenir se torciera al punto de ensañarse así, y darle la espalda en el momento de las postrimerías, él, que debía ser transportado por una corte de ángeles a los brazos del Padre Celestial, mientras por las calles las muchedumbres agobiadas por el llanto lanzaran pétalos de rosas al paso de su cortejo encabezado por cuatro corceles de pura sangre.
Yo, silenciosa, tal como me describió cuando joven, «¿Irías a ser muda que Dios te dio esos ojos?», conservé siempre la mirada posada en él, y siempre supe lo que hacía y lo que no hacía, porque cuando se alejó de mí solo fue para perderse. Yo tenía por misión una inacabable, aquella que él me confirió cuando me escribió: «Tus ojos son dos caminos que llevan de la luz a la sombra callada...».
Yo fui siempre una luna llena en su noche oscura, aunque desde nuestro quiebre, luego de su huida, no volvimos a acercarnos ni a hablarnos ni a mirarnos siquiera, y esto hace lustros. Es solo en espíritu, desde entonces, que comulgaba con él, como ahora, que solo es alma y no más carne ni hueso. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que sea yo quien vaya a su encuentro, como a nuestra primera cita, aquella tarde tan linda de aquel tiempo lejano y presente? Se me ha hecho larga, muy larga la espera. Pero el tiempo sigue corriendo a toda prisa y yo sigo aferrada a estos recuerdos, que es lo único que no cambia porque no quiero, no quiero olvidar ni un instante de esos años.
De hecho, han sido cuatro décadas las que he vivido sin él, sola, conversando con su fantasma, y se me confunde a veces el hombre con su penumbra, se me confunden los años, los días, el largo ayer y el brevísimo hoy. A pesar de todo, ya no pienso en él con tristeza, tal vez porque en mí la melancolía se instaló como una camanchaca persistente que vuelve difusa las formas de las cosas y las risas de los niños.
Pero si pidieran a todas las mujeres que pasaron por su vida dar testimonio sobre lo que fueron sus años con él, es bien probable que mi capítulo sea el más aburrido. Porque yo no era la joven seductora de poetas reincidente, ni la deseada escritora cautiva que solo anhelaba la compañía de la muerte. Ni la modelo, actriz y secretaria que posó a su lado y le robó unos versos para cambiarlo más tarde por hombres de la edad de sus hijos. Ni tampoco ninguna de esas otras mujeres «de mundo» con que se rodeó después de mí. Yo era la única persona normal, la única pareja equilibrada que tuvo en medio de ese manicomio, y no juzgo, solo observo. Pero bien aprendí que, para los hombres y mujeres de letras, mientras más locura, cinismo y drama, más atractiva la historia que se escribe, más carne para la sopa.
Cuánto le pedí a Dios que me hiciera menos buena, que me diera la fuerza para mentir, traicionar, robar e incluso matar, que es lo que todas esas otras mujeres tenían en común. Hubiese querido ser más chúcara, haber sido menos madre y más amante, pero era como un círculo vicioso: mientras más lejano lo sentía, más me volcaba en los niños, cuyo cariño me sostuvo. Tantas veces me pregunté si se hubiera ido de mi lado si yo hubiese sido como ellas, si le hubiese sido infiel, por ejemplo, cuando tuve la oportunidad. ¿O el saberme adquirida simplemente le quitó el deseo? Porque sí que se sentía seguro de mi persona, incluso lo decía.
Con el pasar de los años, el propio tiempo me