La cabeza de mi padre (Mapa de las Lenguas)

Alma Delia Murillo

Fragmento

Título

I. Sin mapa

Esta vez tengo más miedo que otras. No será la primera que me enfrente a la página en blanco y sus abismos, sus atentados contra la autoestima, su ridícula neurosis y sus pozos de sequía. Pero tengo que empezar admitiendo que estoy aterrada.

Tengo miedo porque no llevo mapa, ni guía, ni estrategia narrativa. Me subo a esta historia como aquella mañana de diciembre de 2016 me subí a una camioneta roja para buscar a mi padre sin otra cosa que una foto vieja de su hermano.

Disculpe, ¿ha visto usted a este hombre?

Escribo para contar una historia, para contar el relato de la historia. O eso me digo.

Pero también es verdad —una verdad más profunda—, que escribo para soltar el peso de cuarenta años rumiando el mito de mi padre, las infinitas versiones de mi padre, su ausencia, su presencia, su nombre, su abandono, su pañuelo rojo como la camioneta aquella con la que atravesamos las carreteras de Michoacán buscándolo después de treinta años de no verlo.

Escribo para soltar el dolor del pasado y la angustia del futuro. Escribo para encontrar a mi padre.

Perdone, ¿reconoce usted a este hombre?

Así que vine a La Mira porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Porfirio Murillo.

Quería evitar el referente pero no tiene caso, me atrevo a decir que en este país todos somos hijos de Pedro Páramo.

Fue también mi madre, como la de Juan Preciado, quien me dijo que mi padre vivía en La Mira, un pueblo en el municipio de Lázaro Cárdenas, Michoacán.

Lázaro Cárdenas es zona portuaria, zona de carga y descarga, legal o ilegal.

Visit Mexico. Cómo no.

Sonrío cuando leo “Siete cosas que hacer en Lázaro Cárdenas, Michocán” en las páginas web de turismo mexicano.

Puedo listar perfectamente las siete cosas que hacer en esa zona que además es frontera con Guerrero. Aquí van: la primera es sobrevivir a la pobreza, la segunda es sobrevivir al hambre, la tercera es sobrevivir a la falta de servicios de salud, la cuarta es sobrevivir a la falta de oportunidades, la quinta es sobrevivir a la guerra criminal por el control del aguacate, la sexta es sobrevivir a la falta de educación, la séptima es sobrevivir al narco. Ahí tienen, los siete caballos del apocalipsis de los que tanto hablaba mi abuela —también michoacana.

Ay. Dije narco, y yo que no quería. Y la industria editorial que no quiere. Y la industria del entretenimiento que no quiere. Y la corrección política que tampoco. Que ya nadie quiere hablar del narco, que eso era antes.

Pero esta no es una novela sobre el narco, no. Sé que no es así por más bromas bélicas on the road que me fui contando mientras recorríamos los caminos a veces verdes y otras polvosos, al reparar en la impronunciable lista…de los nombres de los pueblos michoacanos: Visit Mexico, en Angamacutiro te pueden secuestrar, en Angangueo te pueden asaltar, en Carácuaro pueden confiscar tus bienes, en Copándaro pueden incendiar tu casa, en Chucándiro te pueden violar, en Churintzio te pueden matar, en Churumuco te pueden desaparecer… pero yo te traigo en La Mira, papá.

Porfirio Murillo Carrillo. Ése es su nombre completo. Era. Es. Es en tiempo presente, más presente que nunca.

Porfirio viene de purpúreo, es romano, quienes llevaban la túnica de ese color eran poderosos y adinerados pues el pigmento venía de un molusco, la producción era escasa y cara. Púrpura y oro se convirtieron en los colores para detentar el poder en Roma, incluso fueron los colores del emperador.

Me detengo. Dudo si seré capaz de escribir esta historia a la altura y en las profundidades que merece. Estoy nerviosa. Muero de miedo, muero de amor. Me digo que tengo que regresar a contar cómo empezó todo. Cuenta cómo empezó todo, mujer, que no el principio; el principio no puedes escribirlo. Quién sabe si alguien pueda escribir el principio de alguna cosa.

Vamos a ver si puedo contar esta historia.

Era noviembre, unos cuarenta días antes de subir a la camioneta para emprender ese viaje. Desperté temprano y con la imagen de un búho que había visto durante el sueño.

Una de esas mañanas en que te levantas con ácido en el pecho, una legión de insectos que llevan ansiedad pegajosa entre las patas y que marchan al interior de tus arterias.

Como si sobre mi cabeza se hubiera posado no una nube gris, sino una hiriente de tan luminosa y blanca mandando un mensaje que no podía dejar de repetirme: mi padre va a morir.

Le queda poco tiempo.

Va a morir y no lo conozco, lo he visto una vez en mi vida, podría toparme con él ahora mismo en la calle y no saber quién es.

Había vivido sorteando el tema, negándolo, inventándolo o asesinándolo a mi antojo y así había llegado a la cima de mis treinta. La psique había encontrado modos para darle la vuelta aun en el consultorio de mi analista. Desde muy pequeña había aprendido a imitar a mis hermanos que ponían “Finado” en cada formulario escolar que pedía el nombre del padre; como yo no entendía pero intuía que debía sumarme al mito familiar, escribía “Refinado” en esos mismos formularios hasta que una de mis hermanas me corrigió el prefijo y me dijo que finado quiere decir muerto. Ah. Y yo que creía que tenía un padre muy elegante.

Elegante y refinado, purpúreo.

Finado. Finito. Terminado.

Pero aquello era una mentira familiar que mis hermanos y yo nos contábamos porque es más digno tener un padre muerto que un padre que no te quiere, y duele menos.

Era más fácil asumir que el destino había sido maldito dejándonos sin padre a revelar que el maldito era mi padre que nos abandonaba. Calma. Que no es así, no tan simple. Pero cómo negar que en este país, casi la mitad de los hogares viven sin el papá que un día fue por cigarros y no volvió. Millones de mexicanos y de mexicanas crecimos así. ¿Cuántos serán como yo hijos de aquel padre “refinado”?

Mi casa tenía algo de Comala porque, aunque la narración oficial daba por muerto a mi padre, de vez en cuando recibíamos noticias de él, de vez en cuando mi madre contaba que la había buscado, alguna vez ella misma fue a verlo. O sea que estaba muerto pero hablaba y todo. Y bebía, mucho. He ahí el quid de la cuestión: un padre alcohólico.

Un padre hinchado de aguardiente.

El hecho es que aquel noviembre de 2016 yo estaba intentando un proceso de adopción como madre soltera. Sí, mi hogar sería parte de la estadística de mexicanos sin padre.

Quería un hijo y no tenía pareja y mi edad reproductiva ya no era la mejor para buscar y esperar un hijo biológico. Pero el deseo era grande, poderoso. Así que me puse a intentar el camino de la adopción.

Y como las dos puntas de la madeja siempre tienden a tocarse porque son un mismo hilo por más que tratemos de cortarlo, aquello del hijo me llevó inexorablemente al padre.

¿Cómo voy a tener una hija o un hijo sin poderle contar siquiera quién es su abuelo?, ¿qué relato familiar voy a hacerle a esa cría?

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