La viajera nocturna

Armando Lucas Correa

Fragmento

UNO: Berlín. Marzo, 1931

1

Berlín. Marzo, 1931

La noche que Lilith nació, las ráfagas de invierno aún persistían en medio de la primavera.

Las ventanas cerradas. Las cortinas corridas. El aire enrarecido. Sobre las sábanas húmedas, Ally Keller se contraía de dolor. La comadrona se afincaba a los tobillos de Ally. Nadie daba órdenes, solo miradas, gestos.

—Ahora sí, ya viene.

Tras la contracción, la última, su vida cambiaría. “Marcus”, pensó Ally, y quiso gritar, pero no pudo.

Marcus no podía responder. Estaba lejos. Solo los unían cartas esporádicas. Ally había comenzado a olvidar su olor. Hasta su rostro se había disuelto por un segundo en la penumbra, mientras se veía en la cama como si fuera otra mujer, como si quien estaba de parto no fuera ella.

—Marcus —dijo ahora en voz alta, con el cuerpo cada vez más agitado.

Marcus se había vuelto una sombra. La niña crecería sin padre. Su padre, tal vez, nunca la había querido. Su destino estaba trazado. Quién era ella para violentarlo.

La noche que Lilith nació, Ally temió parecerse a su propia madre. No recordaba siquiera una canción de cuna, un abrazo, un beso. Su infancia había transcurrido rodeada de tutores, perfeccionando su caligrafía y su lenguaje, aprendiendo nuevas palabras y construcciones gramaticales apropiadas. Los números fueron su pesadilla, las ciencias le provocaban náuseas, la geografía la desorientaba. Solo le interesaba evadirse en historias que parecían viajes al pasado.

—Regresa a la realidad —le repetía su madre—. La vida no es una aventura de princesas y caballeros gallardos.

Su madre también la dejó ir. Había intuido cuál sería el destino de Ally y no era quién para impedirlo. Sabía que, por el camino que iba Alemania, su hija rebelde era una causa perdida. Con el tiempo, Ally pudo ver que su madre había tenido razón.

—Te estás quedando dormida —la interrumpió la comadrona jadeante, con las manos manchadas de un líquido amarillento—. Tienes que concentrarte para terminar de una vez.

En la comadrona se acumulaban las novecientas horas de entrenamiento requeridas, los más de cien partos a los que había asistido.

—Ni un solo bebé muerto, ni uno solo. Ni una mujer perdida, ni una —le había dicho cuando la contrató.

—Una de las mejores —le garantizaron en la agencia.

—Un día implantaremos una ley que obligue a que todos los bebés que nazcan en nuestro país lo hagan a través de una comadrona alemana —añadió, alzando la voz, la mujer de la agencia—. La pureza sobre la pureza.

“Tal vez debería haber buscado a una sin experiencia, a una que no supiera cómo traer un bebé al mundo”, pensó Ally.

—¡Mírame a los ojos! —le gritó la comadrona, furiosa—. Si no pones de tu parte, yo no puedo hacer bien mi trabajo. Me vas a hacer quedar mal.

Ally comenzó a temblar. La comadrona parecía tener prisa. Ally sospechó que tal vez habría otra embarazada esperándola. No podía dejar de pensar en que tenía los dedos, las manos de la mujer dentro de ella, escarbándola. Se salvaba una vida arriesgando otra.

La noche que Lilith nació, Ally intentó imaginarse junto a Marcus a orillas del río: Marcus y Ally, ocultos de la luz de la luna, haciendo planes de una vida en familia, como si se tratara de personajes lejanos. La mañana siempre los sorprendía. Desprevenidos, comenzaban a cerrar las ventanas y a correr las cortinas, en la penumbra siempre encontraban amparo.

—Deberíamos huir—, le dijo una vez a Marcus, abrazados en la cama.

Ella esperaba en silencio por su sentencia, sabía que para Marcus solo había una respuesta. Nadie podía contradecirlo.

—Si aquí las cosas no están muy buenas para nosotros, en América ni hablar —diría—. Cada día que pasa nos ven como enemigos.

Para Ally, el temor de Marcus era abstracto. Lo asociaba con fuerzas ocultas, como una ola que crecía, invisible a sus ojos, pero que un día, al parecer, los ahogaría a todos. Por eso prefería ignorar la diatriba de Marcus y sus amigos artistas; tenía esperanzas de que la tormenta se apaciguara. Marcus proyectaba trabajar en una película. Ya había participado en una como músico, y esta vez le había dicho que ella lo acompañaría a París, donde tenía la esperanza de ser elegido para otra. Pero ella salió embarazada y todo cambió.

Para ocultar la vergüenza, sus padres la habían enviado al apartamento que tenían en Mitte, en el centro de Berlín. Le dijeron que era lo último que harían por ella. De la manera que viviera era su problema, no el de ellos. En la carta que su madre le había escrito podía escuchar su voz firme, pausada, con su cadencia de Bavaria. Nunca más supo de ella.

Fue por una esquela en el periódico que se enteró de que su padre había muerto de un ataque al corazón. Ese mismo día recibió una carta sobre la pequeña herencia que le había dejado. Supuso que allá, en Múnich, hubo rezos, avemarías, ventanas cubiertas y conversaciones que terminaban en murmullos. A su madre se la imaginó envuelta en un luto que ya llevaba desde el día en que ella se había ido. Tenía la seguridad de que, cuando su madre muriera, dejaría instrucciones para que su esquela no fuese pública, así su muerte pasaría inadvertida y no le daría a su hija la oportunidad de llorarla. Las plañideras eran escogidas, de alguna manera, por los que partían. Ally no se lo merecía. La venganza de su madre sería el silencio.

Se vio sola, en el vasto apartamento de Mitte, perdida en sus pasillos, en las habitaciones llenas de sombras, pintadas de un verde nublado que le hacían sentir que el musgo y el moho las habían estado devorando por décadas. Fue en esa época que comenzaron a llegar las cartas de Marcus. “Este no es el país que quiero para mi hijo”. “No regreses a Düsseldorf, la vida aquí es cada vez más difícil”. “En América tampoco nos quieren, nadie nos quiere”. A veces, más que respuestas a las de ella, sus cartas eran arengas.

Un grito inundó la habitación y la trajo de regreso al presente. Había brotado de su pecho, de su garganta cerrada. Con los brazos contraídos, se vio desgarrada en dos. Las punzadas del vientre se extendieron a todo el cuerpo. Ally se aferró a los bordes de la cama con desesperación.

—¡Marcus! —El grito estremeció a la comadrona.

—¿Quién es Marcus? ¿El padre? Aquí no hay nadie. A ver, no te detengas, sigue, ya falta poco. Uno más y ya. ¡Puja!

Sintió rigidez y un escalofrío. Los labios temblorosos, secos. Su vientre se hizo puntiagudo y se redujo, como si el cuerpo vivo en su interior se hubiese disuelto. Había provocado una tormenta. Percibió las ráfagas y la lluvia caer. Los truenos y granizos la hincaban. Se estaba desgarrando. Su abdomen se contrajo, abrió las piernas, cada vez más pesadas y dejó salir algo, una especie de molusco. Un olor a óxido inundó la habitación viciad

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