Cuando era divertido

Eloy Moreno

Fragmento

La nieve va cubriendo la zona del parque donde dos adolescentes continúan columpiándose: él vuelve a empujarla con fuerza, ella grita cada vez que sube hacia el cielo entre los copos que le van cayendo alrededor. De vez en cuando abre la boca para intentar atrapar alguno de ellos con la lengua, aunque lo único que consigue es helarse el rostro. Sonríe.

De pronto, sin previo aviso, salta del columpio y se queda de pie en medio de una alfombra blanca. Observa el paisaje que le rodea y descubre un pequeño rincón donde puede conseguir lo que se propone.

Se acerca corriendo, se agacha y coge un poco de nieve, la cantidad suficiente para hacer una pequeña bola con sus manos. Se gira y se la lanza a su pareja desde lejos.

No le da, ni siquiera le pasa cerca, pero consigue el efecto que desea: él comienza a correr en su dirección.

Y ella huye sin prisa, y salta una cerca de pocos centímetros con la intención de subir por un pequeño montículo rodeado de arbustos. Tropieza y cae sobre un césped helado.

Y él se tira encima.

Y caen rodando.

Y ambos se mojan.

Y ambos se ensucian.

Y a ninguno de ellos le importa.

Y eso es importante.

Y ahí, en el suelo, se abrazan como náufrago y salvavidas, como lo hace el miedo a la esperanza; con tanta fuerza que nadie podría distinguir en qué momento acaba el cuerpo de uno y en qué momento empieza el del otro.

Y se vuelven a besar.

Y es en el mezclar de sus lenguas, de sus salivas, cuando él mueve las manos para acariciar, con cuidado, los pechos de ella por encima de la ropa.

Y los aprieta.

Y ella se muerde el labio.

Y con el frío sobre sus cuerpos, construyen un beso eterno que a la vez son mil besos.

Un beso de esos de relación a estrenar,

de los que arrastran amor y deseo;

de los de víspera de sexo.

Mientras sus bocas juegan a morderse, son las manos de ambos las que buscan un atajo para llegar hasta la piel del otro a través de toda la ropa que llevan. Algo prácticamente imposible.

Y así, durante esa eternidad que a veces cabe en un instante, dos cuerpos continúan amándose sin darse cuenta de que alguien les podría estar observando.

* * *

Desde la pequeña terraza de un cuarto piso de un edificio cercano, un rostro lleva minutos observando cómo la ciudad es devorada lentamente por la noche.

Su mirada ha ido recorriendo cada uno de los hogares que hay alrededor, imaginando qué historias se pueden esconder en ellos, soñando con convertirse en alguna de las vidas que habitan allí y así poder escapar de su castillo.

En el repaso a las ventanas del vecindario su mirada ha llegado hasta el parque que hay a unos metros, a la derecha. Desde su posición ha ido revisando cada pequeño espacio del mismo hasta que se ha fijado en un punto concreto: justo ese donde están los columpios; justo ese donde cada noche se esconden tantas parejas.

Hoy también hay dos adolescentes allí, abrazados sobre el césped. No puede verlos en detalle pero se los imagina hablándose con cariño, acariciándose la vida, siéndolo todo el uno para el otro, olvidándose por un momento del mundo...

Se queda varios minutos con la mirada fija en ellos hasta que escucha un ruido en el interior de su propio hogar. Se gira bruscamente para comprobar si ha ocurrido algo.

Abre la puerta de la terraza que da acceso al comedor y se asoma: el cuerpo que hay sobre el sofá sigue ahí, en el mismo lugar de siempre, desde hace tanto tiempo... Lo vigila desde la distancia: no se mueve.

Suspira.

Vuelve a salir a la terraza intentando localizar de nuevo a los dos adolescentes.

* * *

La pareja continúa besándose en el suelo: se miran casi haciéndose daño. No hacen falta palabras para entender lo que quieren. Él se levanta y le alarga el brazo para tenerla a su lado. Y así, ambos ya en pie, se aprietan las manos con tanta fuerza que sus dedos parecen raíces.

Cruzan la calle en dirección a un portal que está a unos pocos metros. Un portal que ambos conocen muy bien, porque es el lugar que cada noche se convierte en frontera del placer. Allí es donde se separan los caminos de dos vidas demasiado jóvenes para vivir juntas, pero demasiado adultas para alimentarse solo de besos.

Ese portal es donde el carruaje se convierte en calabaza, donde a ella le gustaría perder los zapatos; ese portal es el reloj que siempre marca las doce. Pero hoy ha llegado el momento de dejar de creer en los cuentos. Y en lugar de, como cada noche, alargar la despedida con besos y tactos que nunca llegan a nada más, la chica —nerviosa— saca la llave del bolso, la introduce en la puerta y, tras varios intentos, la abre.

Él la mira sorprendido.

Y ambos, casi atropellándose, casi pidiéndose permiso y perdón a la vez, entran en un portal que a esas horas de la noche duerme.

* * *

El rostro que continúa observando la ciudad desde una terraza traslada su mirada del parque al portal que está justo enfrente.

Y sonríe.

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